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frío páramo de tus riquezas, y no poder conducirte fuera, porque nuestros destinos son distintos: á tí y á mí nos ha llevado Dios por sendas diferentes. Tengo un sentimiento grande, y si quieres que te lo diga claro, como deben decirse las cosas, te tengo lástima, sí, lástima... Yo te estimo, te aprecio mucho; ¿cómo he de olvidar que hemos jugado juntos en nuestra niñez, que nos hemos tratado en todas las épocas de nuestra vida y aun... ¿por qué no decirlo? que hemos tenido el uno para el otro esas inclinaciones superficiales, pasajeras, que nos hacen novios á los ojos del vulgo?... Esto no puede olvidarse. Siempre he sido y seré siempre para tí un buen amigo.»

      Pepa pilló fuertemente entre sus dientes el palo ya muy mermado de la flor, y tirando de ésta la deshojó. Volaron las hojas en la ventana, y algunas fueron á posarse en la barba y cabeza del joven que hablaba. Después, Pepa se llevó su pañuelo á la boca.

      «¡Sangre!—dijo León cogiéndole la mano que oprimía el pañuelo.

      —Es que me he clavado una espina en el labio,» dijo Pepa con voz tan hondamente transfigurada, que León Roch se estremeció de pena. Después de una breve pausa, la de Fúcar volvió á hablar, y con acento más seguro, dijo: «¿Sabes que en tu nueva casa vas á estar divertido?...

      —¿Por qué?»

      Pepa rió oprimiendo con las dos manos su agitado seno.

      «Porque cuando tu cuñado Luis Gonzaga, el que está aprendiendo para misionero, empiece á echar sermones por un lado y tú empieces á soltar herejías por otro, no habrá quien pare en la casa. León, lo dicho, dicho: eres un sabio insoportable, y tu talento da náuseas.

      —Ya sé que el verdadero juicio tuyo sobre mi persona no es tan poco benévolo.»

      Pepa se inclinó un poco hacia afuera. León sintió próximo á su rostro un aliento abrasado que le quemaba como una lámpara cercana.

      «El que no ha estudiado otra ciencia que la de las piedras—dijo Pepa con la voz más amarga que puede oirse,—es un idiota.

      —Tal vez eso sea verdad... Ahora, querida Pepa, amiga á quien profeso un cariño puro y fraternal, dame tu mano.»

      Pepa se puso bruscamente de pie.

      «Dame tu mano y despídete de mí lealmente... ¿No te dice tu corazón que algún día necesitarás de mí... quizás un leal consejo, quizás esa ayuda que los desgraciados se prestan unos á otros en los inevitables naufragios de la vida?»

      Pepa arrojó con violencia los restos de la rosa, cuyo roído tallo fué á azotar la frente del joven. Este creyó sentir un latigazo.

      «¡Yo necesitar de tí!...—exclamó.—¡Vanidoso...! Verdaderamente me pareces un estúpido... Puede ser que si algún día veo que se me acerca un pedante dando el brazo á una simplona, le pregunte: «¿quién es usted?» ¡Despedirme de tí! Bueno: lo mismo me da que sea hasta mañana ó hasta la eternidad.

      —Como tú quieras—dijo León, alargando su mano.—Adiós. Te vas mañana con tu padre. Yo no voy á Madrid por ahora. Quizás no nos veamos en mucho tiempo.»

      Pepa le volvió la espalda con brusco movimiento, y desapareció en las tinieblas de su cuarto. León miraba hacia dentro sin ver nada. Perfume delicado, tan ligero que parecía una ilusión del olfato, era lo único que de la persona de la Marquesita de Fúcar había quedado en la ventana junto al sabio perplejo. Era como un hueco conservando la forma de la figura ausente.

      «Pepa, Pepilla...» dijo León con acento cariñoso.

      Pero no tuvo respuesta ni distinguió nada en aquel cuadro de tinieblas profundas. Después oyó un débil gemido. Largo rato estuvo en la ventana llamando á intervalos sin obtener contestación. Pero los gemidos seguían, anunciando que en el fondo de aquella obscuridad existía un dolor.

      Esperó más; al fin se alejó paso á paso, turbado como un pecador y tétrico como un asesino.

      VII

       Dos hombres con sus respectivos planes.

       Índice

      Tropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en el hombro, acompañado de estas palabras: «La bolsa ó la vida.

      —Déjame en paz,» dijo León apartando á su amigo y siguiendo adelante.

      Pero Cimarra se pegó á su brazo y le retuvo haciéndole girar sobre un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan fea se hubiera desvanecido al oir á Cimarra, el cual, muy serio, ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo á su amigo:

      «¡Suerte deliciosa!... Estoy luciéndome en Iturburúa.

      —Déjame, tahur—replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que hacía presa su amigo.—No tengo humor de bromas ni intención de prestarte más dinero... ¿Se ha retirado del juego el Marqués de Fúcar?

      —Ahora va á su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está el país... Esta noche el pobre país he sido yo... ¡Infeliz España!... Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho Gobernador de provincia tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja de X... y yo... Es temprano. León, sube á tu cuarto y trae guita

      León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo se agitaba.

      En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de juego. Una de las víctimas antes mencionadas roncaba en un diván. La otra se disponía á salir con gesto y voz que indicaban un humor de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones contra el fresco de la noche.

      Los dos amigos se quedaron solos.

      «No juego,» dijo León bruscamente.

      Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció resignarse, y sentado junto á la mesa acariciaba con sus dedos finos y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su meñique, despedía pálidos reflejos á la luz ya mortecina del quinqué, y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba, mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían dar.

      «Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa—dijo lúgubremente León, que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.

      —¿De qué?—preguntó Federico mirándole con asombro.—A tí te pasa algo, bandido. ¿En dónde has estado?

      —No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo... Es una pena singular, un remordimiento... no, remordimiento no, porque en nada he faltado... Una pena, un sentimiento... tú no comprenderías esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta y sensual.

      —Gracias. Si no soy digno de recibir la confianza de un amigo...

      —Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre nosotros. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido siempre, no puedo yo respirar ni moverme. Llevóme á ella la vanidad de mi pobre padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi carácter y mis gustos me inclinan á la vida obscura y estudiosa. Mi padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de una chocolatería, quiso hacer de mí un sér infinitamente distinguido y aristocrático, tal como él lo concebía en su errado criterio, y me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches, seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres.» Sus palabras no eran éstas; pero su intención sí.»

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