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A LOS RUINOS!

      SIETE

      g1

      Olivia salió de la habitación y caminó sin hacer ruido para no despertar a Em, que seguía acurrucada en su cama bajo las mantas.

      El sol empezaba a colarse por las ventanas hacia la sala cubierta de polvo. Era una cabaña pequeña y lamentable. El sofá había estado ahí probablemente durante tres generaciones. Ante la mesa de la cocina sólo podían sentarse dos personas, y de una patada habría quedado deshecha de una vez por todas. Dejó salir un suspiro de irritación cuando abrió la puerta.

      Aren estaba esperándola a unos pasos del cobertizo. Tenía una espada a la cadera, a diferencia de ella, que no se había tomado la molestia de llevar un arma; no hacía falta.

      Olivia se acercó y él la saludó con la cabeza. La zona alrededor de las cabañas estaba casi completamente desierta, salvo por Ivanna, quien se encontraba de rodillas en una parcela amarilla no muy lejos de ahí. Presionaba el suelo con las manos, tenía los ojos cerrados y sus labios se movían en una silenciosa plegaria.

      —Vamos —dijo Olivia y empezó a caminar. El día anterior había despachado a algunos cazadores pero todavía tenía que revisar la zona sur.

      Ivanna abrió los ojos y vio a Aren y Olivia pasar a su lado.

      —¿Adónde vais?

      —A cazar —dijo Olivia.

      Un gesto de desaprobación cruzó fugazmente por el rostro de Ivanna, pero guardó silencio. Mientras se marchaban, Olivia la miró por encima del hombro.

      —Desagradecida —refunfuñó.

      —¿Qué? —preguntó Aren.

      —Es una desagradecida. Nos estamos encargando de que todo el mundo esté a salvo y ella se pasa el tiempo quejándose.

      —No ha dicho nada.

      —Lo veo en sus ojos.

      —Ivanna no cree que debamos salir a buscar problemas.

      —¿Y qué, entonces debemos esperar a que éstos lleguen? ¿Con lo bien que eso nos ha funcionado antes?

      Aren levantó las manos en señal de rendición.

      —No estoy diciendo que esté de acuerdo con ella.

      Olivia aceleró el paso en un intento de dejar su ira atrás, pero la siguió mientras se dirigían al sur. Los ruinos no la respetaban porque todavía no había hecho nada grandioso. No era más que una inepta heredera de una gran reina, que además vivía en una penosa cabaña. Ni siquiera podía dar a su gente un buen lugar donde vivir o suficiente comida. No era de extrañar que Ivanna la mirara con desdén.

      Súbitamente, Aren extendió el brazo e hizo que Olivia se detuviera. Señaló hacia delante.

      Los árboles a su alrededor eran escasos y tenían poco follaje, así que fácilmente pudo ver a los cinco hombres que caminaban frente a ellos. Tenían la ropa mojada y pegada al cuerpo.

      —Cazadores —dijo Aren en voz baja.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Por los broches azules.

      Olivia entrecerró los ojos para ver mejor. Cada uno de los hombres portaba varios broches en la chaqueta.

      —Los cazadores merecen morir —sonó casi como si Aren estuviera tratando de convencerse a sí mismo. O a Olivia. Por supuesto, ella no necesitaba que alguien la convenciera.

      —¿Vamos a caminar a Vallos? —gimió un joven pelirrojo que temblaba de frío.

      —A menos que tengas una mejor idea —dijo un hombre de barba poblada—. O puedes ir al océano a pescar los restos del barco si quieres.

      El pelirrojo rezongó algo que Olivia no entendió. Sentía la magia sacudiéndose en su cuerpo, rogando por ser liberada.

      —¿Tienes alguna preferencia? —susurró Olivia.

      —No —respondió Aren.

      —Yo quiero al de la barba —dijo casi gritando. Le recordaba al rey de Lera.

      Las cabezas de todos los cazadores se giraron hacia ella chasqueando al unísono.

      Uno llevaba arco y flecha y corrió a esconderse detrás de un árbol, desde donde apuntó. Olivia rio. La cabeza del hombre cayó al suelo con un golpe seco.

      Aren tenía a los otros, así que ella se dirigió al de la barba a grandes zancadas. Lo quería en el suelo y, en medio segundo, allí lo tuvo. Olivia se sentó en las piernas del hombre.

      —Así que cinco broches —dijo arrancándole uno—. Mi hermana me habló de éstos. ¿Mataste a cincuenta ruinos y estás orgulloso de eso?

      Él sacudió la cabeza, desesperado.

      —Probablemente yo también he matado a esa cantidad de gente, pero no estoy alardeando —ladeó la cabeza—. Aunque lo que acabo de hacer fue alardear, ¿verdad? —abrió la chaqueta del hombre de un tirón y clavó el broche en su pecho, atravesando la camisa y la carne. Él aulló.

      —No exageres, ni que hubiera dolido tanto. Tendrías que haber visto el tamaño de las agujas que tu rey usó conmigo —arrancó otro broche y se lo metió en el pecho, junto al otro. Lo mismo hizo con los otros tres. Cuando terminó, el hombre estaba gimoteando y llorando.

      —Aren, pásame los demás broches. Tiene mucho espacio donde ponerlos —dijo dando palmaditas en el estómago del cazador.

      No hubo respuesta. Cuando se giró vio a Aren apoyado en un árbol, pestañeando. Parecía como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.

      —¡Aren! —gritó Olivia.

      Se giró para mirarla y sus ojos se aclararon.

      —¡Dame sus broches! —dijo señalando a los cazadores muertos.

      —¿Es normal...? —preguntó arrugando la cara—. ¿Es normal que me sienta así?

      —¿Así cómo?

      —Aturdido. ¿Es por el desprendimiento?

      —Sí. Con el tiempo mejora.

      Lentamente se incorporó y sacudió la tierra de sus pantalones. Se apartó de ahí.

      —¡Aren! ¡Los broches!

      —Mátalo y basta —dijo sin darse la vuelta. El cazador comenzó a lloriquear.

      Olivia soltó un suspiro largo y exagerado. Era una pena que su madre ya no estuviera: ella sabía apreciar la tortura más que nadie; entendía su valor.

      Se quitó de encima del cazador. Él gimoteó e intentó escabullirse moviendo los pies. Olivia le partió el cuello.

      —Iba a ponerle en el pecho una carita sonriente con los broches —se quejó.

      Aren se detuvo y la miró; una expresión de miedo atravesaba su rostro. El segundo más poderoso entre los ruinos, el muchacho que había matado a más cazadores en Ruina, le temía. Quizás así era como se ganaba la lealtad, quizás así salvaría a todos: con miedo.

      Olivia sonrió.

      Em abrió los ojos y enseguida revisó la otra cama. Estaba vacía. Era la de Olivia; había estado vacía todas las mañanas desde hacía una semana, cuando se mudaron a las cabañas.

      Em apartó las mantas, se incorporó y caminó hacia la ventanita junto a su cama. Afuera, algunos ruinos estaban encendiendo una fogata en la fosa, no lejos de las cabañas. El sol acababa de salir y eran los únicos que ya estaban en pie y activos. La zona frente a las cabañas era casi sólo tierra y hierba amarilla. El día volvió a ponerse gris y por unos momentos Em pensó en Lera: los cielos azules, el océano

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