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activa, para declarar a continuación la disolución por “esa” causa. En el caso de la JG, así habrá de ser ya desde la simple convocatoria, sobre todo cuando no se tenga la certeza de conseguir en la JG una mayoría que también hubiera sido suficiente para acordar una disolución meramente voluntaria. El problema es que algunas de estas causas parcialmente se solapan, en particular las previstas en los apartados a), b), c) y d) del art. 363.1 LSC, sobre todo si se hace una interpretación del “fin social” en clave causal referida a la rentabilidad de la empresa social, pues la frustración de ese fin tambien se deja ver como consecuencia de las otras causas relativas al objeto social o los órganos. En parte el solapamiento tiene una explicación histórica, pues en el pasado fue necesario encauzar a través de alguna de las previstas, supuestos que ahora cuentan con una tipificación específica y separada91. Es normal que exista todavía cierta inercia y alguna vez se tome una por otra, o simplemente se invoquen de forma acumulada. Pero su actual y más precisa tipificación aconseja aquilatar con mayor precisión la causa de disolución que interesa, pues su reconocimiento no tiene por qué resultar pacifico.

      En ese sentido conviene prestar atención al contexto de esa posible contienda, sobre todo en el ámbito interno, que es donde esas causas de contornos difusos se invocan con mayor frecuencia. Tratándose de terceros, especialmente de acreedores deseosos de hacer presa en los administradores, o más interesados en instar el concurso que la disolución, su atención se volcará en la pérdida patrimonial o en la insolvencia, antes que en las causas relacionadas con el objeto, el fin social, o los órganos. Pero en la batalla interna esas cuestiones pasan a primer plano, pues afectan al nervio del vínculo entre los socios, a la continuidad del mismo.

      Unas veces el interés en poner fin a ese vínculo estará del lado de una mayoría, suficiente para tomar un acuerdo en JG con los requerimientos ordinarios, pero insuficiente para alcanzar el puerto más seguro de la disolución voluntaria, donde las distinciones causales resultan por completo irrelevantes, al tratarse de un acuerdo libérrimo de la mayoría -eso sí, reforzada-. En ese caso, la conflictividad previsible vendrá del lado del socio disidente que, con la impugnación del acuerdo de la JG, ya sea por defecto de procedimiento, o por la razón de fondo de la inexistencia de “esa” causa de disolución, pretenda impedir que la sociedad entre en estado de liquidación92. Es probable que responda a una actuación estratégica, pues poco futuro presagia una sociedad cuya sobrevivencia se declara por el juez “a la fuerza” mediante la anulación del acuerdo disolvente de la JG, pero el socio -quizá- solo busque posicionarse mejor en una futura solución negociada. Pero, a la inversa, cuando la mayoría persevere en la continuación de la sociedad, será el socio díscolo y minoritario el que acuda a la alternativa de la disolución judicial. En ambos escenarios de conflicto la incorrecta elección de la causa pone en riesgo la estrategia emprendida, en un caso por la mayoría, ya que el acuerdo de la JG puede ser anulado con vuelta a la casilla de salida, en el otro por la minoría, si finalmente el juez no da pábulo a la disolución requerida, pero mal formulada.

      Pero antes de entrar en el estudio de estas causas, conviene repescar dos ideas anunciadas al principio de esta obra. En primer lugar, que en estos temas la noción genérica del interés social como límite al poder de la mayoría tiene un relieve muy disminuido, pero lo mismo cabe decir de límites no menos genéricos como los derivados del abuso de derecho o de la buena fe. En punto a la disolución de la sociedad prevalecen ciertas situaciones objetivas, con independencia de los motivos subjetivos que pueda haber detrás de la iniciativa emprendida. Si la causa de disolución concurre, la propia ley confiere a las partes, ya se trate de la mayoría a través del acuerdo de JG, ya del minoritario por medio de la disolución judicial, el medio para extinguir el vínculo social. No hay mucho margen, aunque persigan con la extinción de la sociedad -o su continuidad- un objetivo algo espurio. Por la misma razón, tampoco cabe extender en demasía el supuesto de hecho para convertir estas causas de disolución en lo que no son, por ejemplo, en mecanismos de protección de la minoría ante determinadas actuaciones de la mayoría. Para eso hay otros procedimientos. Estamos ante supuestos de excepción que no deben aplicarse forzadamente fuera de su ámbito natural, lo que no impide que finalmente recalen aquí algunas situaciones que pudieron tener su origen en esos otros mecanismos, sobre todo cuando no sea posible la actuación eficaz de los mismos por una permanente actitud obstruccionista de la mayoría. En ese sentido sí que puede ser una última ratio.

      En segundo lugar, y en cierta medida como contrapunto a lo anterior, en el examen de algunas de estas causas de disolución no siempre podremos prescindir de una valoración realista que vaya más allá del contenido de los asientos registrales. Aquí, debe interferir la buena fe, pues no cabe desconocer que, en ocasiones, la actividad real de la sociedad no se corresponde exactamente con el objeto estatutario, y por eso no se deben admitir líneas de defensa basadas en la letra de los estatutos, cuando la voluntad de los socios claramente era “algo” distinta.

      El criterio general para la determinación del objeto es que ha de hacerse de modo que acote suficientemente un sector económico o un género de actividad mercantil legal o socialmente demarcados (entre las más recientes, Ress. de 09/10/2018, de 20/06/2018 y de 06/02/2017). El sector económico podrá serlo mediante la especificación del producto o del objeto (inmuebles, automóviles), o por la indicación de la naturaleza sectorial del servicio (educación, turístico; no lo es la alusión a “cualesquiera clases de servicios”, v. Res. de 13/10/1992). Respecto de la mera actividad -en el sentido de operación material o económica-, la DGRN en ocasiones la admite sin necesidad de referirse a un sector o producto concreto, siempre que permita suficientemente aquella identificación básica. En ese sentido la doctrina de la DGRN ha ido ganado en flexibilidad, y así, desde la Res. de 18/11/1999 acepta “la venta al por menor de cualquier tipo de producto” por resultar suficientemente expresiva, incluso, que se aluda con mayor amplitud aun a “comercio al por mayor y al por menor, distribución comercial, e importación y exportación de todas clases de artículos y productos de lícito comercio” (Ress. de 18/08/2014, 05/09/2011, de 29/01/2014 -con una referencia genérica a muebles y valores-, de 19/05/2012, de 05/09/2011) o la actividad de intermediación (Ress. de 17/11/1989, de 15/12/1993, de 19/97/1996 –“intermediación en operaciones de compraventa de toda clase de mercancías”-, de 20/06/1997 –“importación y exportación de mercancías”-). No serviría, en cambio, una referencia genérica a la administración y disposición del propio patrimonio (Res. de 19/06/1993), o a la gestión y explotación del patrimonio social (Res. de 25/07/1992). De todos modos, se rechaza la mera tenencia “indeterminada”, pero no cuando se especifica el objeto de la misma (acciones y participaciones de otras sociedades -con exclusión de las actividades propias de las instituciones de inversión colectiva-, inmuebles para su explotación en renta, automóviles para su alquiler, el patrimonio de los mismos socios; v. Ress. de 19/03/2013, de 08/01/2000, de 25/04/1997 -en esta última, ceñido a la explotación de un manantial-). En tal sentido, el término “empresa” -o similar- carece de expresividad individualizadora y en realidad muy poco añade a un objeto definido por el género. Por ello, será imprescindible que a continuación se especifique

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