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puras. Ya fui operario, campanilla de tranvía, distribución de víveres… Pero prefiero ser una muchacha casada.

      —Entiendo… ¡Es de veras diabólico!

      La muchacha me miró desconcertada, sin entender.

      —Pero ¿por qué?

      —Porque así usted se vuelve desgraciada y manda al infierno a una familia entera de una vez.

      —Usted no entiende… ¡No hagan bulla!

      Y por artes del Diablo empezamos a ver a través de las paredes. Allá estaba la muchacha durmiendo con honestidad junto a un muchacho muy moreno y aburrido. En el otro cuarto, tres gurisotes lindos, todos machitos, musculosos, derramando salud. Hasta las empleadas allá abajo, el «fox-terrier», todo tan calmo, ¡tan parecido! Pero la felicidad fue desapareciendo y el Diablo-muchacha estaba ahí otra vez.

      —Fue pa evitar un escándalo que hice a mi familia desaparecer soñando cuando ustedes entraron. Mi marido los mataba…

      —Estaban tan calmos… Parecían felices…

      —¡No parecían! Mi familia es inmensamente feliz —un dolor amargo arrugó el rostro suave de la muchacha—. ¡Es mi destino!… No puedo hacerlos sino felices…

      —Pero ¿por qué está llorando, entonces?

      —Por eso mismo. ¡Usted no me entiende! Mi marido, todos, ¡todos son tan felices por mí! Y yo los adoro, los adoro tanto…

      Como humo pesado, ella se contorcía en un agobio indecible. De repente, reaccionó. La inquietud le deformó tanto la cara que quedó de una fealdad diabólica. Lo agarró a Belazarte, implorando:

      —¡No! Por lo que sea más sagrado en este mundo pa usted, ¡no revele mi secreto! ¡Tenga compasión de mis hijos!

      —Sí, ¡pero al fin de cuentas ellos son diablitos! Usted, así, de muchacha en muchacha, ¡cuántos diablitos está trayendo al mundo!

      —Qué horror, ¡mis hijos no son diablos, no! Le juro, ¡yo como Diablo no puedo tener hijos! Mis hijos son hijos de mujer de verdad, ¡son gente! ¡No desgracie a los pobrecitos!

      La visión nos convenció. Iba a ser una canallada desgraciar a aquella familia tan simpática. Después, el bruto escándalo que reventaría en la ciudad, nosotros dos metidos con la Policía, periodistas, haciendo de héroes contra una pobre muchacha… Decidí por los dos:

      —Cálmese, señora, nos vamos callados.

      —¡No me vayan a traicionar!

      —No.

      —Juren… ¡Juren por Él!

      —Lo juro.

      —Pero el otro muchacho no juró…

      Belazarte se movió, impaciente.

      —¿Qué pasa, Belazarte? ¡Sé caballero! ¡Jurá!

      —¡Sea bueno con nosotros!

      —Lo juro…

      La muchacha escondió con prisa los ojos en una de las manos, con la otra se apoyaba en mí pa no caerse. Era suave. Por los resoplos, la boca mordida, los movimientos de los hombros, me pareció que estaba con tremendas ganas de reírse. Cuando se contuvo, dijo:

      —Los acompaño.

      Y siempre evitando mostrar la cara, fue primero, abrió la puerta, miró la calle. No había nadie en la madrugada. Extendió la mano y tuvo que mirarnos. En eso, cayó en una carcajada que no paraba más, se reía, se retorcía de risa, y nosotros dos ahí como unos bobos. Logró contenerse y se puso muy simpática, otra vez.

      —Disculpen, ¡no tuve cómo! Pero acuérdense que juraron, ¿eh? ¡Muchas, muchas gracias!

      Cerró rápido la puerta.

      Estábamos nulos frente a la decepción. Y también frente a aquella placa: «Dr. Leovigildo Adrasto Acioly de Cavalcanti, graduado en Medicina por la Faculdade da Bahia, Director General del Servicio de Carreteras de Rodaje del Estado de São Paulo».

      Diário Nacional, 26 de abril de 1931

      1 Automóvil fabricado por Hupp Motor Car Company entre 1909 y 1940 (curiosamente, hay indicios de que en la época este automóvil no estaba tan extendido como podría inferirse de la crónica).

      2 Derivación de curumim: regionalismo amazónico para designar a un niño o criado joven y servicial (dh).

       Memoria y perturbación

      Ahora que ya disminuyó bastante el valor del lenguaje como instrumento expresivo de nuestra vida sensible, cuento un caso que ilustra bien la fuerza dominadora de las palabras sobre la sensibilidad humana. Quien reflexione un poco sobre la palabra ha de percibir qué misterio poderoso se encubre en sus sílabas. Tuve un amigo que, a veces, paraba por la calle y no podía respirar más al imaginar, supongamos, la palabra «papa». «Pa-pa», era lo que repetía perturbado. Gustosísimamente perturbado. De hecho, la palabra así pensada no quiere decir nada, vive por sí misma, las sílabas son entidades grandiosas, impregnadas del misterio del mundo. La sensación es formidable. Pero el caso que quiero contar no es ese, no, y le pasó a mi timidez.

      Entre las personas que más estimo está Prudente de Moraes, nieto, el escritor que tanto hizo con la revista Estética pa darle un orden más sereno al movimiento de nuestras letras modernas. Hay muchos Prudentes en esa familia, y en la intimidad a nuestro amigo le decíamos Prudentinho.

      Una vuelta, este Prudente de Morais nieto vino a São Paulo y fui a verlo. Llegué al portón de una casa noble, alta como la tarde ese día. Una señora hermosa tornaba tradicional un jardín plantado entre dos muchachas. Mi brazo insinuó el timbre con delicadeza y una de las muchachas me preguntó qué quería. Respondí que quería «hablar con Prudentinho». La muchacha me dijo que Prudentinho estaba en Rio.

      —Discúlpeme, pero si hoy mismo él me llamó…

      Sonrió:

      —¡Ah! Entonces es Prudentão.

      Me vino una angustia bárbara, y sentí cuerpos de gigantes en el aire. Jamás un aumentativo me hizo percibir con tanta exactitud la maldad humana. Seguro le di pena a la muchacha porque aclaró:

      —Naturalmente es Prudentão, hijo del doctor Prudente de Morais…

      —¡Debe de ser, señora!…, le arranqué a mi incompetencia.

      Entonces la muchacha fue buena conmigo y respondió que Prudentão no estaba. Hui con tanto arrebato de la casa del gigante, una casa muy alta, hui con todo el arrebato.

      Estaba muy impresionado y pasé una noche injusta. No es que tuviera miedo ni que hubiera tenido —positivamente, ya no puedo tenerles miedo a los gigantes—, pero había tenido la sensación del gigante, nos habíamos comunicado y él producía en mí efectos de estupefaciente. Veía un despotismo de Prudentes sobre un estrado muy largo, buscaba, buscaba y no encontraba al conocido mío. Cuando llegué al final del estrado, divisé un nuevo estrado lleno de nuevos Prudentes… Es probable que fueran personas que había encontrado en la calle, porque pude reconocer algunos rostros que estaban en las memorias de ese día. Un fulano parado en la esquina, me acordaba bien…

      Llegó un momento en que no pude sufrir más,

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