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prohibido. Llegaba yo al viejo pueblo, cuyos habitantes habían exigido a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que celebraran el ritual una vez cada cien años para que nunca se desconociesen los secretos del mundo originario. La mía era una raza vieja. Ya lo era cuando llegó a poblar estas tierras hace trescientos años. Y la mía era una gente diferente, gente sigilosa y furtiva, que venía de los insolentes jardines del Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos azules. Y ahora estaba regada por todo el mundo y únicamente se congregaba para compartir rituales y misterios que ningún otro ser viviente podría entender.

      Yo era el único que volvía aquella noche al viejo pueblo pesquero, tal como mandaba la tradición que solo evocan el pobre y el solitario. Más tarde, al alcanzar la cuesta del monte, dominé la visión de Kingsport, adormecida en el frío del anochecer nevado, con sus antiguas veletas, sus campanarios, sus aleros y chimeneas, sus muelles, sus puentes, sus sauces y cementerios. Los infinitos laberintos de calles rugosas, angostas y retorcidas, que ondulaban hasta lo alto de la colina donde se levantaba el centro de la ciudad coronado por una extraña iglesia que el tiempo parecía no haber tocado jamás. Un sinnúmero de casas coloniales se agrupaban en todos los sentidos y niveles, como las enmarañadas construcciones de madera de algún niño. Las alas grises del tiempo parecían caer sobre los techos y los desvanes nevados. Las lámparas y las ventanas emitían en la noche unos brillos que iban a unirse con Orión y las estrellas primordiales. Y el mar rompía continuamente contra los miserables muelles, aquel mar del que emergiera nuestra civilización en los viejos tiempos.

      Una vez arriba de la cuesta, junto al camino, había una colina estéril, despejada por el viento. No tardé en notar que se trataba de un cementerio donde las oscuras lápidas emergían de la nieve como las uñas rotas de un gigantesco cadáver. El camino, sin señal alguna de tráfico, estaba solitario. Solamente me parecía escuchar de cuando en cuando un sonido, como el de una horca movida por el viento. En 1692, ahorcaron por brujería a cuatro de mi raza.

      Una vez que la senda comenzó a bajar hacia el mar, puse atención por si oía el gozoso bullicio de los pueblos al anochecer, pero no escuché nada. Entonces recordé el momento en el que estábamos y se me ocurrió que el viejo y puritano pueblo mantendría, tal vez, costumbres navideñas extrañas para mí y que estaría en ese momento dedicado a silenciosas oraciones. Así, que renuncié a mis esperanzas de escuchar el bullicio propio de estas fiestas. Dejé de buscar viajeros con la vista y continúe mi camino. Fui dejando atrás, a uno y otro lado, las calladas casas de campo con sus luces ya prendidas. Luego me interné entre las oscuras paredes de piedra, en las que el aire salado movía los chirriantes carteles de antiguas tiendas y tabernas marineras. Las inmensas aldabas de las puertas, bajo los portales, centelleaban a lo largo de los callejones solitarios reflejando la poca luz que se escapaba de las pequeñas ventanas con cortinas.

      Tenía conmigo el plano de la ciudad y sabía dónde se hallaba la casa de los míos. Se me había dicho que sería recordado y que me darían cobijo, ya que la costumbre en el pueblo conserva una vida muy larga. De modo que aceleré el paso y entré en Back Street hasta alcanzar a Circle Court, luego seguí por Green Lane, la única calle pavimentada de la ciudad que va a finalizar detrás del edificio del mercado. Aún funcionaba el viejo plano y no me encontré con dificultades. Sin embargo, en Arkham me mintieron al decirme que había tranvías, al menos yo no veía redes de cables aéreos por ningún lado. En cuanto a los rieles, es factible que los cubriera la nieve. Me animé al tener que caminar, porque la ciudad recubierta de blanco, me había parecido hermosísima desde la colina. Por otro lado, estaba ansioso por llamar a la puerta de los míos, por llegar a esa séptima casa de Green Lane del lado izquierdo, de alero puntiagudo y doble planta, que databa desde antes de 1650.

      Había luces en el área interior y, por lo que pude observar a través de la vidriera de rombos de la ventana, todo se mantenía tal y como debió de ser en aquellos viejos tiempos. El piso superior se inclinaba sobre el estrecho callejón poblado de hierba y casi tocaba el edificio de enfrente, que también se inclinaba arriesgadamente formando un túnel por donde yo caminaba. Los escalones del umbral estaban completamente limpios de nieve. No había aceras y bastantes casas tenían la puerta muy por encima del nivel de la calle, llegándose hasta ella por un doble tramo de escaleras con baranda de hierro. Era un paisaje verdaderamente singular; acaso me pareció tan diferente por ser yo un extranjero en Nueva Inglaterra. Pero me agradaba, y me hubiera resultado más encantador aún si hubiera visto huellas en la nieve, personas en las calles y alguna ventana con las cortinillas abiertas.

      Al golpear con aquella vieja aldaba de hierro, me sentí preso de una repentina inquietud. Se despertó en mí cierto recelo que fue cobrando fuerza, debido tal vez a lo extraño de mi estirpe, al frío de la noche o al impresionante silencio de la vieja ciudad de raras costumbres. Y cuando en respuesta a mi llamada, la puerta se abrió con un sonido lastimero, de verdad me estremecí, ya que no había escuchado pasos en el interior. Pero el susto pasó de inmediato, el anciano que me abrió la puerta, vestido con traje de calle y en pantuflas, tenía un rostro amable que me ayudó a recobrar mi seguridad, y aunque me dio a entender por señas que era mudo, escribió con un punzón en una tablilla de cera que traía, una particular y vieja frase de bienvenida. Me indicó con un gesto un bajo salón alumbrado por velas. Tenía este vigas gruesas de madera y recio y escaso mobiliario del siglo XVII.

      Aquí, el pasado adquiría vida. No faltaba ningún detalle. Llamaron mi atención la chimenea, de campana profunda y una rueca sobre la que una anciana, vestida con ropas sueltas y gorro de paño, de espaldas a mí, se inclinaba voluntariosa pese a la festividad del día. Existía una humedad indefinida en la sala y por ello me extrañó que no tuvieran el fuego encendido. Había un taburete de alto respaldo ubicado de frente a la fila de ventanas encortinadas a la izquierda y me pareció que había alguien sentado en él, pero no estaba seguro. No me agradaba nada de lo que allí observaba y sentí temor de nuevo. Y mi miedo fue en aumento, porque mientras más observaba el rostro suave de aquel anciano, más desagradable me parecía su suavidad. No parpadeaba y su color era excesivamente parecido al de la cera. Al final, llegué a la plena seguridad de que aquello no era un rostro sino una careta elaborada con pasmosa habilidad. Entonces, sus débiles manos extrañamente enguantadas, escribieron con asombrosa soltura en la tablilla, avisándome que yo debía esperar un momento antes de ser llevado al lugar donde se realizaría el ceremonial. Me mostró una silla, una mesa, una pila de libros y salió del lugar. Al echar mano a los libros, noté que eran ejemplares muy antiguos y mohosos. Entre ellos estaba el viejo tratado sobre las Maravillas de la Naturaleza de Morryster, el espantoso Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la terrible Daemonotatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos, el incalificable Necronomicón, del loco Abdul Alhazred, en una excomulgada versión latina de Olacius Wormius. Ese era un libro que nunca había tenido entre mis manos, pero del que había escuchado mencionar cosas monstruosas. Nadie me dirigió la palabra, lo único que rompía el silencio eran los sonidos del viento en el exterior y el girar de la rueca mientras la anciana continuaba con su callado hilar.

      Tanto el lugar como aquella gente y aquellos libros me daban una extraña sensación de locura e inquietud, pero ya que se trataba de una arcaica tradición de mis antepasados, razón por la cual se me había convocado para tan rara conmemoración, pensé que debía aguardar las cosas más extrañas. Por lo que me puse a leer, interesado en un tema que había hallado en el Necronomicón. No tardé en darme cuenta que esa lectura me achicaba el corazón. Se refería a una leyenda demasiado aterradora para la mente y la conciencia. Luego sufrí un sobresalto, al escuchar que se cerraba una de las ventanas ubicada frente al banco de alto respaldo. Parecía como que la hubiesen abierto sigilosamente. A continuación se oyó un sonido que no provenía de la rueca. Sin embargo, no pude reconocerlo bien porque la vieja trabajaba afanosamente y justo en ese momento, el antiguo reloj comenzó a repicar. Después de eso, la idea de que había alguien en el banco se me fue de la cabeza y me sumergí en la lectura hasta que volvió el anciano, esta vez con botas, vestido con holgados trajes antiguos y se sentó en aquel mismo banco, de manera que no le pude ver más. Aquella espera era agotadora y el sacrílego libro que tenía en mis manos me impacientaba más aún. Al sonar las once, el anciano se levantó, se acercó a un gran baúl que había en un rincón y sacó dos capas con caperuza. Se puso una de ellas y con la otra cubrió

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