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      Mientras escuchaba a Tom, me preguntaba si mi tío y mi padre habían sufrido pesadillas y flashbacks; si ellos también se sentían desconectados de sus seres queridos e incapaces de experimentar el verdadero placer en la vida. En alguna parte en el fondo de mi mente, también debo de tener recuerdos de mi aterrada –y a menudo aterradora– madre, a cuyo trauma infantil en ocasiones se hacía alusión y que, según creo ahora, ella recreaba con frecuencia. Tenía la inquietante costumbre de desmayarse cuando le preguntaba cómo era su vida de pequeña y luego culparme a mí por hacerla sentir tan mal.

      Tranquilizado por mi interés evidente, Tom se calmó y me contó lo asustado y confundido que estaba. Tenía miedo de volverse como su padre, que siempre estaba enfadado y casi nunca hablaba con sus hijos, salvo para compararlos desfavorablemente con sus compañeros que habían perdido la vida en las Navidades de 1944, durante la batalla de las Ardenas.

      A medida que la sesión se iba acercando a su fin, hice lo que suelen hacer los médicos: me centré en la parte de la historia de Tom que creía haber comprendido: sus pesadillas. Cuando estudiaba Medicina, trabajé en un laboratorio del sueño, observando los ciclos de sueño de los pacientes, y colaboré en la redacción de algunos artículos sobre pesadillas. También participé en algunos estudios tempranos sobre los efectos beneficiosos de los fármacos psicoactivos que se estaban empezando a utilizar en los años setenta. Así pues, aunque no comprendía del todo el alcance de los problemas de Tom, las pesadillas eran algo que conocía mejor y, como ferviente creyente en que la química puede proporcionarnos una vida mejor, le receté un fármaco que sabía que era efectivo para reducir la incidencia y la gravedad de las pesadillas. Programé una visita de seguimiento para Tom al cabo de dos semanas.

      Cuando volvió para la siguiente visita, le pregunté ansiosamente cómo le había ido el fármaco. Me dijo que no se había tomado ninguna pastilla. Intentando ocultar mi irritación, le pregunté por qué. «Me di cuenta de que si me tomaba las pastillas y las pesadillas desaparecían –me dijo–, estaría abandonando a mis amigos y su muerte habría sido en vano. Debo ser el homenaje vivo de mis amigos que murieron en Vietnam».

      Me quedé perplejo. La lealtad de Tom hacia los muertos le estaba impidiendo vivir su propia vida, igual que la devoción de su padre hacia sus amigos le había impedido vivir la suya. Las experiencias del padre y del hijo en el campo de batalla habían convertido el resto de su vida en irrelevante. ¿Cómo había sucedido, y qué podíamos hacer al respecto? Esa mañana me di cuenta de que probablemente dedicaría el resto de mi vida profesional a intentar desvelar los misterios del trauma. ¿Cómo hacen las experiencias horribles que la gente permanezca irremediablemente atascada en el pasado? ¿Qué sucede en la mente y en el cerebro de la gente que la mantiene paralizada, atrapada en un lugar del que desean escapar desesperadamente? ¿Por qué la guerra de ese hombre no llegó a su fin en febrero de 1969, con el abrazo de sus padres en el aeropuerto internacional Logan de Boston tras su largo vuelo desde Da Nang?

      La necesidad de Tom de vivir su vida como un homenaje a sus compañeros me hizo entender que estaba sufriendo una patología mucho más compleja que simplemente tener malos recuerdos o una química cerebral alterada, o unos circuitos del miedo alterados en el cerebro. Antes de la emboscada en el arrozal, Tom había sido un amigo entregado y leal, una persona que disfrutaba de la vida, con muchos intereses y placeres. En un momento aterrador, el trauma lo había transformado todo.

      Durante mi época en la Administración para Asuntos de los Veteranos (VA), conocí a muchos hombres que respondían de un modo similar. Al enfrentarse a frustraciones incluso menores, nuestros veteranos solían mostrar de forma instantánea una rabia extrema. Las zonas públicas de la clínica estaban marcadas con los impactos de sus puños en el panel de yeso, y los agentes de seguridad estaban muy ocupados protegiendo a agentes y recepcionistas de la rabia de los veteranos. Obviamente, su comportamiento nos asustaba, pero a mí también me intrigaba.

      En casa, mi esposa y yo nos enfrentábamos a problemas similares con nuestros hijos pequeños, que a menudo tenían rabietas cuando les pedíamos que se comieran las espinacas o que se pusieran unos calcetines. Entonces, ¿por qué el comportamiento inmaduro de mis hijos no me inquietaba en absoluto, pero me preocupaba profundamente lo que sucedía con los veteranos (dejando de lado su tamaño, obviamente, con el potencial de hacer mucho más daño que mis dos pequeños en casa)? La razón era que confiaba plenamente en que, con los cuidados adecuados, mis hijos aprenderían gradualmente a manejar las frustraciones y las decepciones. Sin embargo, era bastante escéptico sobre mi capacidad de ayudar a mis veteranos a readquirir las capacidades de autocontrol y de autorregulación que habían perdido en la guerra.

      Desgraciadamente, en mi formación psiquiátrica, nada me había preparado para manejar ninguno de los retos que presentaban Tom y sus compañeros. Bajé a la biblioteca médica para consultar libros sobre neurosis, neurosis de guerra, fatiga de batalla o cualquier otro término o diagnóstico que se me pudiera ocurrir que arrojara un poco de luz sobre mis pacientes. Para mi sorpresa, en la biblioteca de la VA no había ni un solo libro sobre ninguno de estos trastornos. Cinco años después de que el último soldado americano abandonara Vietnam, el problema del trauma de guerra todavía no estaba en la agenda de nadie. Finalmente, en la biblioteca Countway de la Facultad de Medicina de Harvard descubrí el libro The Traumatic Neuroses of War, publicado en 1941 por un psiquiatra llamado Abram Kardiner. En él, el autor describía sus observaciones sobre los veteranos de la I Guerra Mundial y se publicó como anticipo a la marea de soldados con neurosis de guerra que se esperaba que causaran baja en la II Guerra Mundial.1

      Kardiner describía el mismo fenómeno que yo estaba viendo: después de la guerra, estos pacientes se veían invadidos por una sensación de inutilidad; se volvían insociables y desapegados, aunque antes hubieran tenido un funcionamiento normal. Lo que Kardiner llamaba «neurosis traumáticas» se conoce actualmente como trastorno por estrés postraumático (TEPT). Kardiner observó que las personas que sufrían neurosis traumáticas desarrollaban un estado crónico de vigilancia y una sensibilidad hacia la amenaza. Su resumen me llamó especialmente la atención: «El núcleo de la neurosis es una fisioneurosis».2 En otras palabras, el estrés postraumático no está «totalmente en la cabeza de la persona», como mucha gente suponía, sino que tiene una base fisiológica. Kardiner entendió entonces que los síntomas tienen su origen en la respuesta de todo el cuerpo al trauma original.

      La descripción de Kardiner corroboraba mis propias observaciones, lo cual era tranquilizador, pero me daba pocas pistas sobre cómo ayudar a los veteranos. La falta de literatura sobre el tema era un hándicap, pero mi gran maestro Elvin Semrad nos había enseñado a ser escépticos con los libros de texto. Solo teníamos un único manual, decía: nuestros pacientes. Solo debíamos confiar en lo que podíamos aprender de ellos y de nuestra propia experiencia. Esto suena demasiado simple, pero aunque Semrad nos empujara a confiar en el autoconocimiento, también nos previno sobre lo difícil que es este proceso, ya que los seres humanos somos expertos en hacernos ilusiones y en oscurecer la verdad. Recuerdo que decía: «La mayor fuente de nuestro propio sufrimiento son la mentiras que nos contamos a nosotros mismos».·Trabajando en la VA, pronto descubrí lo doloroso que puede ser enfrentarse a la realidad. Y esto era aplicable tanto a mis pacientes como a mí mismo.

      Realmente, no queremos saber lo que sufren los soldados en la batalla. Realmente, no queremos saber cuántos niños sufren tocamientos y abusos sexuales en nuestra sociedad, ni cuántas parejas (parece ser que un tercio de ellas) recurren a la violencia en algún momento durante su relación. Queremos pensar en nuestras familias como un lugar seguro en un mundo desalmado, y en nuestro país como un lugar habitado por gente tolerante y civilizada. Preferimos pensar que la crueldad solo ocurre en lugares lejanos como Darfur o el Congo. Ya es suficientemente duro para los observadores ser testigos del dolor. Entonces, ¿a alguien le sorprende que las propias personas que han sufrido un trauma no puedan soportar recordarlo y que a menudo recurran a las drogas, el alcohol o la automutilación para bloquear algo tan insoportable de saber?

      Tom y el resto de veteranos se convirtieron en mis primeros maestros en mi camino para comprender cómo la vida queda hecha añicos tras esas experiencias dolorosas y para descubrir cómo permitirles sentirse de nuevo totalmente vivos.

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