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disolviendo barnices cristianos pegados al paisaje que se ve con los ojos, pero sobre todo con la memoria. El caminante, pues, también tendría que transmutarse en piedra o planta incluso cuando caminara alejado de las ciudades. Pero ¿en qué tipo de planta? Si fuera un árbol, y a tenor de lo que dice Nietzsche, poco importa cuál, mientras se tenga claro cómo crece realmente: no como una unidad orgánica, no como un orden ramificado, sino expansivamente. En otro epígrafe de La gaya ciencia vuelve a plantearse si cabe realmente algún lugar para un pensamiento, el suyo, que tan mal se entiende, que tanto se desoye:

      Sea como sea, Nietzsche, ya lo hemos visto, prefirió los jardines cerrados a cualquier otro espacio, por aquello del clima, o quizá porque hasta la más idílica de las islas, por afortunada que parezca, puede convertirse en un horror si cambia el viento. Den­tro del jardín, como decía él, el viento se oye, pero alejado. Dentro del jardín, además, el caminante puede darse forma a sí mismo de una manera reposada, aunque activa, parecida a la que el propio jardinero aplica a su terreno. Los pensadores deben aprender a cuidar sus ideas, y a no dejar que simplemente broten de sus podridos cerebros. Como dice en Aurora:

      Pero más adelante, en otro aforismo deja bien claro que no hay un solo estilo de cultivo y que no es una obligación que el jardín que uno acaba haciendo tenga que ser el jardín de las delicias, también puede ser el jardín de las malicias.

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