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por la gran cantidad de madrigueras en esta parte de la hacienda:

      —No habría tantas, mi señor, si el guardabosques me permitiera tener una escopeta, que me daría si supiera que su señoría da su permiso.

      El ingenio con el que incluso los más jóvenes eran capaces de presentar sus peticiones en el momento más favorable a sus intereses me irritaba y, en ocasiones, despertaba mi admiración. Este chico presentó la suya justo cuando estaba apartando de mi camino un carro que cerraba una puerta en el seto, y estaba esforzándose tanto por mí, dejándose el resuello por complacerme, que no pude negarme a concederle que ordenaría al guardabosques que le diera una escopeta, tan pronto como comprendiera exactamente qué quería decir con eso.

      Llegamos a la casa de Ellinor, una destartalada casucha de paredes de adobe apuntalada en uno de los costados por un contrafuerte hecho de piedras sueltas, sobre las que una cabra reposaba sentada sobre sus patas traseras mientras pastaba la hierba que crecía en el tejado de la casa. Bajo la única ventana de la vivienda había un muladar; al otro lado de la casa, cerca de la puerta de entrada, en el charco con el agua más sucia que jamás he visto, chapoteaban unos patos. Al acercarme salieron de la cabaña un cerdo, un ternero, un cordero, un niño y dos gansos, todos con las patas atadas; seguidos por pavos, gallos, gallinas, un perro, un gato, un gatito, un mendigo, una mendiga con una pipa en la boca, una cantidad inmensa de niños y una chica muy corpulenta con una horca en la mano; desde luego, en total, salieron de allí muchas más personas y bestias de las que yo, contemplando el tejado de aquella cabaña a lomos de mi caballo y haciéndome una idea de la superficie que cubría, consideré que fuera posible que cupieran dentro. Pregunté si estaba en casa Ellinor O’Donoghoe, pero el perro se puso a ladrar, los gansos a graznar, los pavos a gluglutear, y los mendigos a pedir, todos a la vez y armando tanto ruido, que ahogaron completamente mis palabras. Cuando la chica consiguió apaciguarlos blandiendo su horca, me respondió que Ellinor O’Donoghoe estaba en casa, pero que estaba cuidando el patatal, y corrió a buscarla, no sin antes llamar a los chicos, que estaban dentro fumando, para que salieran a honrar al señor. Tan pronto como emergieron agachándose por la pequeña puerta y pudieron erguirse, me dieron la bienvenida con mucha calidez, y se alegraron de que estuviera en el reino. Pregunté si todos eran hijos de Ellinor.

      —Todos ellos —fue la primera respuesta.

      —Solo uno de ellos —fue la segunda.

      La tercera respuesta hizo que las dos anteriores resultaran incomprensibles:

      —Sepa el señor que todos son sus hijos políticos, sus yernos; excepto yo, que soy su hijo de pleno derecho.

      —Entonces, ¿somos tú y yo hermanastros criados por la misma mujer?

      —No, señor, no yo, sino mi hermano, y no está aquí.

      —¿No está aquí?

      —Pues no, lo siento, señor, está fraguando arriba.

      —¿Arriba? —dije yo—. ¿Qué quieres decir con «fraguando arriba»?

      —Pues que es el herrero, mi señor, y está trabajando en la herrería.

      —Y tú, ¿quién eres?

      —Yo soy Ody, un placer conocerle, señor. Es el diminutivo de Owen.

      —¿Y cual es tu oficio?

      —¡Oficio! ¡Válgame el cielo, señor! No me criaron para ningún oficio en particular, pero si no fuera porque mi madre no desea que me separe de ella, me alistaría en el ejército el mes que viene, y estoy seguro de que mi madre me dejaría hacerlo si el señor dijera una palabra en mi favor al coronel, para que me haga sargento de inmediato.

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