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jugaban. Dejar de jugar para poder jugar, para ser mejor. Posponer o demorar una acción para perfeccionarla.

      Bajo la chaqueta del chándal, la camiseta de tirantes con el nombre del colegio y su número, el 7. El tejido extraño, poroso, discontinuo, como si fuesen dos telas distintas unidas de mala manera. Una lisa y la otra hueca. El pantalón corto, naranja. Los hombros al aire. La extraña sensación incongruente de tener un uniforme de dos piezas, de tener dos pies y dos zapatillas y dos calcetines y dos manos y que todos esos elementos simétricos formen parte de él y sean imprescindibles para su «mecánica de tiro».

      Los pañales de Blanca, su prima. La mierda. Llegar a casa después del partido y contar que han vuelto a perder y percibir de repente que la cocina huele a mierda.

      Con el tiempo descubrirá o creerá descubrir que sólo hay dos tipos de padres y madres: a unos les jode que sus hijos pierdan siempre y a los otros les hace una gracia infinita que sus hijos pierdan siempre.

      Lo ha dicho sin mirarlo, Fernando. Sal. La mirada líquida, turbia, otra dirección.

      No pases sin mirar, siempre hay que mirar cuando se pasa, y hay que estar seguros de que el otro nos mira. El pase es cosa de dos, al menos de dos. Las órdenes no, piensa él, las órdenes son cosa de uno, o de ninguno, algo que queda flotando, un bicho que repta y transpira. Sudor de niños, nuevo, rancio. El vaso que cae al suelo y estalla. El serrín. El pantalón mojado. El hielo resbaladizo. Las miradas de compasión.

      La posibilidad de fingir que no ha escuchado esas palabras de Fernando, de no hacer caso.

      El pase, al pecho, siempre al pecho.

      Nada de pases con bote. Nada de pases por encima de la cabeza de un rival. Prohibido dar un pase en el que la pelota cruce la zona.

      Al próximo que dé un pase por detrás de la espalda lo siento en el banquillo hasta el día del Juicio Final, para que haga las jugadas de fantasía en el paraíso de los ángeles subnormales, a la diestra de Dios Padre, pero no en el campo, en el campo sólo se pasa al pecho, y de frente, y cuando el compañero está mirando. Pases firmes. Asegurarse de que la otra mano sostiene el objeto antes de soltarlo (aunque esa otra mano sea, también, tuya).

      A veces los niños necesitan un asentimiento del otro, un breve gesto de la cabeza, antes de dar el pase, antes de lanzar el balón con las dos manos a la diana palpitante del otro pecho. Por si acaso. Para asegurarse de que se ha establecido algún tipo de comunicación, el pase antes del pase, un hilo que une a los dos jugadores, una línea recta que prefigura una trayectoria.

      Diez vueltas al campo. Veinte vueltas al campo. Cien abdominales. Por listo. La próxima vez te asegurarás, la próxima vez te lo pensarás dos veces antes de dar un mal pase, que pareces idiota.

      Hace frío, tiene las manos heladas, crujientes y brillantes y secas como papel Albal o como papel de plata, como si sujetase un vaso lleno de hielo y se aferrase a él. Muévete, muévete para no congelarte. Juega, vas a jugar el final del partido, no tengas miedo.

      Se ríen todo el rato, o se aburren.

      Mira la cara de Fernando, la repasa desde la distancia, parece viejo de repente, si es que de verdad es él, más viejo que su padre. ¿De verdad le preocupa tanto perder hoy? Se tambalea por el frío, se acerca, mira su boca, es difícil oír nada con tantos gritos. ¿Eres tú, Fernando? Ruido. La mirada de reconocimiento. La banda. ¿Música? ¿Quién canta? ¿Por qué? ¿Gustavo?

      Su madre siempre le dice que se ponga la chaqueta cuando está en el banquillo, para no enfriarse. Sudar. Suda. Qué calor hace aquí dentro. Qué frío. Y los guantes. Pero nadie se pone guantes, no quiere que se rían de él. ¿Con guantes en el banquillo?

      Las tandas de bandejas, todos en fila entrando a canasta, soltar la mano en el último momento, cuando ya están casi debajo, contra el tablero. A tabla. Lo ha visto también en televisión.

      ¿Entrar o salir?

      En el viejo colegio hay túneles, túneles que recorren el suelo hasta el otro lado de la carretera. Pueden imaginar las líneas en el cemento, como enormes tuberías de calefacción radiante bajo un suelo de vidrio a punto de empezar a resquebrajarse por la diferencia de temperatura. Un mundo visible y frío y otro mundo oculto y en llamas. Se entra en los túneles por una puerta secreta, en el patio de los pequeños, los de Jardín de Infancia, una especie de caseta redonda donde se guardan también las mangueras, las palas, los rastrillos, el misterio adulto de las herramientas y la jardinería. Esa puerta está siempre cerrada con llave. Dentro hay otra puerta de madera, más pequeña, que comunica con los túneles del colegio. Una puerta que conduce a otra puerta. Ellos lo saben, los padres, los profesores, los hermanos mayores, todos, pero fingen que ese secreto es una invención de los niños, una fantasía infantil, incorpórea, recién inventada. Túneles que tienen millones de años, habitados por magos y duendes o elfos o criaturas ancestrales o monstruos o zombis o hadas o dragones o brujas o hobbits o el mismísimo Cthulhu, que fundó el colegio y eligió a los profesores. A veces dibujan mapas, planean el asalto a los túneles, la reconquista, la integración, vivir bajo tierra, no volver nunca al colegio y al mismo tiempo seguir allí para siempre, dominándolo, torturando a las siguientes generaciones de niños al igual que una fuerza oculta ha hecho con ellos. ¿A dónde llevarán esos túneles? ¿Qué habrá al otro lado?

      Se hace las pajas pensando en la madre de Juan, su mejor amigo.

      Escucha la voz de Fernando, o de ese hombre que se parece a Fernando: «Por eso se quiere más a los nietos que a los hijos, o al menos de otra forma, porque sabemos que no conoceremos su edad adulta, que cuando tengan veinte años nosotros ya estaremos muertos o chochearemos de tal forma que nos la sudará todo bastante tirando a mucho».

      Farsante. No sabes nada, farsante, puto farsante. ¿De qué vas? Palabras y más palabras vacías. ¿Es que no has oído hablar nunca del análisis dimensional?

      Otros niños, más pequeños, las manos sujetas a la valla, dedos minúsculos, de juguete, con sus batas, asomados, miran cómo juegan los mayores, no entienden las reglas del juego. A sus espaldas, sombras tras ellos, los toboganes que han dejado atrás para contemplar alucinados este simulacro de la edad adulta. Y también la caseta de las herramientas. Solamente miran, los pequeños, no juzgan, parecen hipnotizados o borrachos. También crecerán. ¿Qué hacen aquí todos estos niños? No deberían estar aquí, es sábado, no hay colegio.

      Sábado, siempre es sábado, busco el corazón del sábado, su hueso, su peine humedecido, sus avenidas.

      Las nociones de interior y exterior se confunden. A veces piensa en eso: ¿se sale a la cancha o se entra?

      Sal a la cancha, a la pista, sal a jugar. ¿Eran esas las palabras que se utilizan?

      Sal, hace frío fuera, ponte la chaqueta, sal si te atreves, a que no hay huevos de salir.

      ¿Qué te pasa? Dime, Gustavo, ¿te pasa algo?

      Todavía podemos ganar el partido, dice una voz a su alrededor, dentro de él.

      Nunca juega el último cuarto. Juega siempre el segundo y el tercero. Hay una norma, o una regla, o una ley: todos los jugadores (todos los niños) tienen que jugar al menos dos periodos, y ninguno puede jugar todo el partido. Así que el equipo se divide en dos grupos, los que juegan dos cuartos y los que juegan tres cuartos. Una clasificación esencial, espiritual. El final del partido nunca lo incluye a él, pero le da lo mismo. Cuando se encienden las luces y hay que barrer o huir. Juegan al aire libre. Una vez jugaron contra un colegio privado que tenía un pabellón cubierto, y vestuarios separados. Equipo local. Equipo visitante. Carteles, rotulador, etiquetas. Les dieron una paliza absoluta, estaban deslumbrados. 70-8, algo así. El chirrido de las zapatillas en el suelo. El eco. La fascinación del eco. Como si todo lo que sucede sucediera dos veces. Él suele pasar el último cuarto animando. Grita, hace bromas con sus compañeros, insulta a los rivales o al árbitro o a la mesa en voz baja. Se empujan. Alguien le explicó el origen o el propósito de esa regla, la de que todos tengan que jugar dos cuartos: evitar la discriminación, evitar que los malos no jueguen. Alguien se preocupa de que los malos también juguemos, piensa, de que también juegue

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