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mirada volvió a cruzarse con la del extraño sujeto. Eugenio vio dos pozos negros, sin fondo. Su mente hizo una conexión y la sangre se le heló.

      –Vámonos –dijo, mientras se levantaba y dejaba dinero sobre la mesa–. Es el hombre que nos espió la otra noche.

      Eugenio no quiso desnudarse. Acostado junto a Murcia en su jacal, vigilaba la ventana con mirada nerviosa. Ella apagó la lámpara de petróleo para tranquilizarlo. Le desabotonó la camisa y comenzó a acariciarle el pecho. Aunque su mano quería bajar hacia la bragueta, continuó haciéndole cariños.

      –No tenemos que hacerlo si no quieres. Puedes quedarte a dormir.

      La luna iluminaba el jacal con una luz más potente que la de la lámpara de petróleo. La incomodidad de Eugenio aumentó.

      –Quiero sacarte de aquí –dijo.

      –¿Ahorita? Si ya es de madrugada…

      –No. Me refiero al barrio. Es peligroso.

      Murcia sonrió. Le dio un beso en la frente. Estaba contenta.

      –¿Me llevarás en brazos a Catedral y pedirás mi mano ante todos los santos?

      Eugenio se incorporó y la miró fijamente.

      –Sí –dijo–. Ante Dios y ante el Diablo, si es preciso.

      –Ay, chamaco. Es la calentura.

      Murcia bajó la mano; sintió su verga dura, dispuesta. La estranguló con dulzura y dijo:

      –Ya se te pasará. Así son todos los hombres.

      UN NUEVO CRIMEN DEL FAMOSO CHALEQUERO

       Los viejos instintos reviven. No bastó la expiación. Salió libre y volvió a delinquir

      Periódico El Imparcial, 31 de mayo de 1908

       Extracto de nota

      “¿Volvemos a los tiempos del Chalequero?” fue el título con que encabezamos nuestro artículo informativo con el que El Imparcial dio cuenta del espeluznante crimen descubierto por un oficial de gendarmes en una de las márgenes del Río Consulado.

      Desde el día 26 del actual, fecha en que el horripilante crimen se perpetró, la policía no descansó ni un momento en las indagaciones, y el reportazgo de El Imparcial en que hicimos mención al olvidado Chalequero fue un rayo de luz que iluminó el sendero que había de conducir al descubrimiento del culpable.

      La policía indagó y fue así como se supo que Francisco Guerrero, alias el Chalequero, salió de la cárcel hace dos años, después de haber extinguido la pena de veinte años de prisión que se le impuso por el delito de homicidio perpetrado en la persona de Murcia Gallardo, encargada de una casa de asignación en la calle de Tepechichilco, a quien asesinó en igual forma que a la anciana a la que ya hemos aludido.

      V

       Ciudad de México, junio de 1908

      Eugenio se encontraba en la oficina de Rafael Reyes Spíndola, director de El Imparcial. El jefe lo había mandado llamar: estaba feliz con las notas del Chalequero, que aumentaron considerablemente las ventas del periódico. Lo recibió con un abrazo, le pidió que se sentara y le ofreció un poco de coñac.

      Eugenio permaneció con la copa en la mano, sin atreverse a darle un trago ni a ponerlo sobre el escritorio del patrón.

      –Siempre hago la broma de que mi periódico es para cocineras –dijo Reyes Spíndola, mientras se reclinaba en la silla y pasaba las manos por detrás de la cabeza–, pero tú me estás echando a perder el chiste. Con estas exclusivas, ahora sí parecemos un diario de verdad, como los de Estados Unidos.

      –Sólo hago mi trabajo –Eugenio no era modesto, pero le aterraba la posibilidad de que el jefe sospechara que él tenía un vínculo personal con esa historia.

      –Qué va. Si hasta pareces detective, carajo. La policía debería pagarte una recompensa o al menos darte una medalla. Gracias a ti, ahora ese lépero está tras las rejas.

      –La conexión era evidente. Lo que ocurre es que la policía cada vez tiene más trabajo…

      –Y nosotros más lectores –interrumpió el jefe–. Bendita sea la sangre. A nadie le gusta, la queremos lo más lejos posible de nuestro vecindario, pero cómo nos entretiene leer lo que le pasa al peladaje. ¿Quién lo hubiera dicho? El futuro del periodismo se encuentra en el crimen. Los privilegiados leen las desgracias del populacho desde la comodidad de su hogar. ¿No es el negocio perfecto?

      Eugenio pensó en las palabras que Madame Guillot le dijo la otra noche en su casa y sólo entonces se animó a beber el coñac.

      –Incluso he pensado –dijo el jefe– que deberías empezar a firmar tus notas. Te lo mereces.

      –No es necesario. Todos somos El Imparcial –Eugenio se arrepintió al instante de aquella frase. De hecho, comenzaba a crecer en él un rechazo al diario en el que trabajaba.

      –Como quieras. Pero pídeme algo, estoy dispuesto a complacerte…

      Eugenio vio una oportunidad y no la desperdició.

      –Quiero entrevistar al Chalequero. Usted tiene los contactos…

      Reyes Spíndola se enderezó y depositó los codos sobre el escritorio.

      –Tienes ambición, Casasola. Me agradas. Déjame ver qué puedo hacer…

      Eugenio dejó la copa vacía sobre el escritorio y salió de la oficina. La euforia provocada por el alcohol reafirmó los planes que se ordenaban al instante en su cabeza. Cuando estuviera frente al asesino, no iría armado precisamente con preguntas.

      VI

       Ciudad de México, julio de 1888

      Ese día Eugenio recibió su sueldo, así que invitó a comer a Julio. Su plan era echarse unos tragos con su amigo y después visitar a Murcia. Por la noche, después de que hicieran el amor, le hablaría del plan de irse juntos a Europa. Le detallaría las maravillas que ahí encontrarían y los lugares en los que podrían vivir, para que tomaran la decisión final juntos.

      Primero fueron a la calle del Espíritu Santo y entraron al restaurante del Bazar, situado en el edificio que albergaba al hotel del mismo nombre. Eugenio quería celebrar con Julio su decisión de emigrar al Viejo Continente, y qué mejor que hacerlo en ese palacio barroco, propiedad de franceses, antiguamente conocido como el hogar del conde de Miravalle. Comieron caracoles secos con perejil y limón, y mole de guajolote, acompañado de vino tinto. Una vez saciada la barriga la sed aumentó, así que se trasladaron a la esquina del Portal de Mercaderes, donde se encontraba el Salón Peter Gay. Allí bebieron mezcal potosino, luego tequila, la bebida de los pobres. En algún momento, Eugenio perdió de vista a Julio, pues el lugar estaba lleno. En parte la culpa la tuvo un breve pero perturbador encuentro que Eugenio experimentó al regresar del baño. Se topó con el general Sóstenes Rocha, veterano de la batalla de La Ciudadela y uno de los pocos que había enfrentado al Señor Presidente y había sobrevivido para contarlo. Además, era periodista y dirigía el periódico El Combate. Cuando Eugenio lo vio de frente, con su trago en la mano, se sintió intimidado. Estaba a punto de darse media vuelta, cuando el general lo tomó del hombro y dijo:

      –Te conozco, jovencito. Tú trabajas para El Nacional.

      Eugenio sólo atinó a hacer una mueca a manera de sonrisa.

      –No te apenes. No todos pueden jugar a ser combativos, como yo. ¿Podrías acaso dispararle al Dictador con un arma si lo tuvieras de frente?

      Eugenio negó con la cabeza.

      –¿Lo

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