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exclama una pintora sueca, de volumen ciclópeo, en tanto ingurgita, con remilgo y primor, cucharadas de
minestrone. «¡Ah!», repite un yanqui de pecho abultado, como palomo buchón, que tiene voz de barítono y está adoctrinándose en el
bell canto, con miras económicas, por ver de ganar tanto como Caruso. «Pues, ¿y los frescos del Giotto? ¡Oh!», interpone una provecta dama rusa, que tiene ante sí un libro de Ruskin, abierto y apoyado sobre una panzuda botella de
Chianti); vivero de filisteos estetas, de fementidos émulos de Apeles y Fidias y de presuntas estrellas operáticas, que con aullidos y fermatas martirizan al huésped sosegado e inofensivo. La
pensionshaus alemana, reducido
pandemónium, o sea, lugar consagrado al culto de la democrática Afrodita tudesca, de cadera copiosa y relevado seno. Algunas pensiones familiares francesas justifican, en efecto, su título, mediante ciertas virtudes y todos los defectos de la vida familiar, y conservan la mesa única, la mesa redonda, que en la casa de huéspedes española es de rigor. En todos aquellos hospedajes y albergues forasteros no niego que se aprende algo; pero ese algo es anecdótico, superficial, inconexo, al modo de las monografías de la ciencia experimental. Mas la casa de huéspedes es enciclopedia de las ciencias, es
summa, es biblia. Hace ya no pocos lustros, durante mi noviciado como pupilo de casa de huéspedes, entablé pronta amistad con otro pensionista, estudiante de medicina, quien primero suscitó mi curiosidad hacia los misterios hipocráticos y luego me inició en ellos. Con él asistí a un parto, en San Carlos. Hay dos espectáculos que el hombre debe presenciar alguna vez: uno es la salida del sol; otro es un parto. El primero nos enseña a respetar la idea de Dios; el segundo, a respetar a la mujer. Creo que la razón de que en los matrimonios españoles no se acate lo debido a la mujer estriba en que es uso entre comadrones y comadronas impeler y aun constreñir al padre a que permanezca fuera del recinto en donde se verifica el doloroso misterio. De esta suerte, el marido ignora por qué la maternidad es sacramento, martirio y santificación. La mujer, advierte San Agustín,
nisi mater, instrumentum voluptatis; o vemos en ella la madre, o nos rebajamos a tomarla como mero instrumento de voluptuosidad. Cuando sucede esto último y del misterio de la maternidad el hombre no hace cuenta sino de los fugitivos instantes de epilepsia que acompañan a la cópula, al acto de engendrar y concebir, entonces el esposo envilece a la esposa, y ¿cómo ha de respetar aquello que envilece? Prosigo. Estudié bastante tiempo la medicina, libremente y conforme mi arbitrio. Desde aquel punto, siempre he estado suscrito a alguna revista médica. Lo primero es el conocimiento del hombre físico, de la máquina deleznable y complejísima con que sentimos y pensamos. Las ideas, aun las más puras, son evaporaciones biológicas, vahos de la carne efímera; son como las nubes, que parecen nacidas del firmamento y exentas de la grave jurisdicción terrena, no obstante que de la tierra se desprenden y a la tierra tornan, y al volver la fecundan. Merced a otros muchos pensionistas y accidentales compañeros de hospedaje, fuí interesándome y adoctrinándome en las varias disciplinas y actividades del saber. En una ocasión cayó por mi misma casa de huéspedes un teutón, aprovechado como todos ellos, que buscaba aprender en vivo y por obra de práctica asidua el castellano. «Tate, pensé; tú aprenderás mi habla, pero yo aprendo la tuya», como así fué. El griego me lo enseñó un opositor a cátedras, y muy rápidamente, con gran sorpresa mía. Abundante copia de opositores a cátedras conocí, que me sirvieron de maestros. Existe en España una rara profesión: la de opositor a cátedras. Hay individuos, talludos ya, y aun valetudinarios, que no son ni han sido otra cosa que opositores a cátedras. Esto se explica porque en España se conceden las cátedras por amistad, parentesco o bandería, antes que por mérito; de donde se aprende más y mejor de los opositores que de los mismos catedráticos. No le fatigaré a usted con la relación meticulosa de lo que he aprendido y me figuro saber. Porque, al cabo, el saber poco o mucho, ¿de qué sirve? Cada ciencia, de por sí, es una abdicación al conocer íntegro, gesto de cansancio, tácita admisión de pequeñez e ignorancia, actitud de obligada humildad. El sabio se ha dejado colocar, como caballo que va de jornada, orejeras a entrambas sienes, por no ver sino lo que tiene delante de las narices. El universo es coordinación de infinitos fenómenos heterogéneos. Cada ciencia, en cambio, se conforma con añascar enteco troje de fenomenillos homogéneos, y obstínase en no admitir que de fuera, aparte, por debajo y por encima de ellos, exista realidad alguna. La edad científica sigue a la edad teológica. Es decir: cuando la humanidad, tras de haber imaginado penetrar el sentido de la vida y la muerte y tener asido el orbe entre las manos, como un niño una pelota, volvió sobre sí y, con maravilla y espanto, descubrió que todo había sido ensueño e ilusión, que la vida no tiene sentido ni el orbe consiente que se le abarque; en aquel trance lastimoso, que fué algo así como una almoneda en donde se desbarató el hogar y menaje de los dioses, algunos individuos remataron a bajo precio tales y cuáles trastos de la almoneda, que, aunque apolillados y claudicantes, todavía duran y se utilizan, y otros individuos, muy contados, más propensos a la desesperanza y al tedio, volviéronse de espaldas al cielo, ya vacío y desalquilado, humillaron los ojos hacia el suelo, y aplicáronse a reunir por semejas hechos minúsculos, no de otra suerte que un desocupado, por pasatiempo o ansia de olvido, se emplea en coleccionar objetos inservibles; y así se fué formando cada una de las ciencias particulares: que no es otra cosa una ciencia sino colección, jamás completa, de sellos usados o cencerros de vaca. Antes, en la edad teológica, el hombre se había acostumbrado a la presencia de lo absoluto en cada realidad relativa; el mundo estaba poblado de mitos; la esencia de los seres flotaba en la superficie, como la niebla matinal sobre los ríos; y el conocimiento íntegro se ofrecía al alcance de la mano, como la frambuesa de los setos. En un árbol, si era laurel, un antiguo veía a Dafne, sentía el contacto invisible de Apolo, y empleaba las hojas para guisar y para coronar los púgiles y los poetas. ¿Qué más necesitaba saber? En la edad científica un solo árbol se multiplica en tantos árboles como ciencias, y ninguno es el árbol verdadero. El botánico le pone un mote; el matemático le da ciertas dimensiones, en relación con la circunferencia del ecuador, ¡atiza!; el arquitecto lo considera como una viga maestra; el ingeniero naval, como una cuaderna o un mástil; el telegrafista, como un poste de telégrafos; el economista, como un valor cotizable; el ingeniero agrónomo, como un orden de cultivo; el médico, como una especie terapéutica; el químico, como una retorta en cuyo seno se efectúan ciertas reacciones; el biólogo, poco menos que como una persona; y así sucesivamente. La mosca tiene la retina tallada en millares de facetas, con que ve lo externo reproducido en millares de imágenes. Leí en un ensayista francés: «¡Quién poseyera la retina de la mosca! ¡Qué formidable panorama de la creación le ha sido otorgado a la mosca y negado al que llamamos rey de la tierra!…» Pues con penetrar un poco en todas las ciencias, así puras como aplicadas, se descompone al punto una imagen en millares de imágenes, como ya he esbozado en el paradigma del árbol. Y la familiaridad con las ciencias y subsecuente visión por miríadas de imágenes se obtiene profesando, por vocación y con fe, en una casa de huéspedes. «La verdadera universidad de nuestros días—asentó Carlyle—es una biblioteca.» Si Carlyle hubiera sido español, habría dicho casa de huéspedes, que no biblioteca. Pero, ya que uno es docto en toda ciencia y mira el objeto en todos sus visos y desde todos los sesgos, ¿es esto saber más, ni siquiera saber algo? Eso es dar vueltas en un tío-vivo, alredor de un objeto. Frontera a mí, en la mesa redonda, come una linda muchacha. Yo cabalgo un paquidermo del tío-vivo imaginario y científico, y me lanzo a observar la hermosa criatura, girando en torno de ella. Comienzo a observarla en un soslayo o escorzo, el fisiológico. Penetro la arcana alquimia que se está operando en su estómago a tiempo que deglute; sé cómo las proteínas, grasas y carbohidratos, almidones y azúcares de los alimentos que delicadamente va introduciendo en el precioso estuche de su boca se truecan al final en tejido orgánico; y no quiero profundizar más en estas observaciones entrañables, porque llegaría a términos lastimosos. Hago un cuarto de rotación sobre el giratorio paquidermo, y ahora observo a la niña desde otra perspectiva: la filológica. Por ciertas voces y matices ortológicos, sé, con certidumbre, que esta muchacha es galaica, y precisamente de Mondoñedo. Como por encantamento, la niña acaba de decir que es de Mondoñedo y nacida en agosto. Mi paquidermo da un bote hacia adelante, y ya estoy en otra línea de observación: la de los horóscopos y astrologías, que es ciencia no por olvidada menos respetable. Esta joven, como nacida en agosto (Napoleón Bonaparte nació en agosto), es apasionada, ardiente, muy proclive a gratificar la Venus, dicharachera, y debe cuidar de los dolores de cabeza (Napoleón no consumó la batalla de Borodino porque aquel día le aquejaba una
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