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eso es ciencia ficción!» es nuestra manera de silbar al atravesar el cementerio de noche.

      ¿Habitar otro cuerpo?

      Siempre me he hecho preguntas acerca de la transferencia de mentes a computadoras u otros cuerpos. Acaso porque lo vi en la ciencia ficción desde niño, porque lo estudié como problema filosófico después, y porque lo he vuelto a considerar más recientemente desde los descubrimientos científicos y avances tecnológicos en este siglo. Como señalé antes, es un tema tratado en abundantes relatos y novelas de ciencia ficción: está bien al centro del megatexto. Es, de hecho, uno de sus tópicos originarios. No es de extrañar que Frankenstein, el monstruo imaginado por Mary W. Shelley, desarrolle un nuevo Yo con el cerebro de un cadáver como soporte. Dos siglos más tarde, los herederos de esa imaginación son demasiados como para enumerarlos siquiera.

      Desde luego, la filosofía me hizo aguzar las preguntas que surgían de esa biblioteca temprana: ¿cómo sería estar en otro cuerpo? ¿Sentiría igual el dolor, cuando quizás la resistencia de la piel al maltrato ha cambiado? ¿Cómo sería tener otro tamaño? ¿Cómo sería hablar con otra boca? (¿Me mordería la lengua o el interior de los carrillos por sus formas desconocidas?). Finalmente, para repensar la identidad corpórea: ¿cómo sería que otra persona usara «mi» cuerpo? ¿Seguiría siendo otra persona? ¿Y cuánto de «mi yo» es «mi cuerpo», y cuánto lo que fue, y cuánto mis expectativas de lo que será?

      Los cuerpos del verano

      Suele atribuirse a las primeras líneas de La metamorfosis la primera narración de una circunstancia extraordinaria desde una voz neutra, de mesura fáctica, policial. Ese as-a-matter-of-factness tiene firmes antecedentes en Sterne, incluso en Rabelais. A diferencia de la brillante ejecución kafkiana, esto solía narrarse en primera persona. Castagnet recoge la vieja usanza, y reduce (tramposamente, diré) lo exótico de las peripecias de sus personajes para proporcionar al lector algo que lo ancle en lo que conoce. Entonces, desde allí, agita o cercena sus convicciones. La novela ostenta un lenguaje logrado, fluido, sin sobresaltos —una textura que es, ya digo, estructura—. El lector se encuentra transitando por párrafos de rara belleza y no sabe que está siendo manejado.

      La ciudad es una ciudad latinoamericana cualquiera, con sus fachadas, veredas, macetas, barrios bajos donde se comercia con órganos humanos robados o artificiales, y establos en las afueras. La compraventa de carroña plástica recuerda a Blade Runner. Los cuerpos tienen habitantes o usuarios. El alma cartesiana es un archivo informático, que si quiere permanece «en flotación» en internet, sin acceso a corporeidad o pestilencia. Hay tensiones con la religión por las primeras reencarnaciones, pero los exorcismos han pasado a ser excomuniones, y de allí a concelebrar la demostración científica de la existencia del alma. El protagonista, Ramiro («Rama», como el dios) ha logrado hacerse de un avatar relativamente económico. Es, como en el Congreso de Lem, el cadáver de una mujer débil. Está atrapado dentro, pero hay otros cuerpos que son oficialmente cárceles personales.

      Castagnet ha marcado sus preferencias por trabajar un internet que es no solo físico, sino incluso político: «La prolongación de la vida suele estar acompañada de una prolongación del fascismo». Esas cárceles, esos innovadores fascismos del cuerpo, pueden ser eróticos: hay parejas que se matan para reencarnar cada uno en el cuerpo del otro. La inmortalidad debe ser repensada. Se roza la reflexión borgiana de El inmortal: «Con paciencia, una única persona podría construir una pirámide; con perseverancia, otra única persona podría derribarla». Más relevante, sin embargo, es cómo la genealogía enloquece («ya no es un árbol, sino una red»). Esa red se ensancha, invadiendo los lados, rebalsándose a sí misma hasta la distorsión de las generaciones, la confusión de todo orden de parentesco y la multiplicación de las posibilidades del incesto.

      Esta novela, repito, revive a Descartes. Fantasmas en el cerebro se celebra como definición del alma... pero, al mismo tiempo, el texto vuelve a matar la diferencia entre res extensa (todo aquello que es cuerpo) y res cogitans (todo aquello que es consciente). «Internet cuenta como cuerpo...», dice Castagnet; «internet modificó la realidad al convertirse en objeto». Rama, como buen personaje de ciencia ficción, tiene permiso para andar en direcciones diferentes a las determinadas por los Dioses —o el hardware—. Como sabemos por la Eneida, un caballo de Troya no es un habitáculo sostenible: tarde o temprano tiende a expulsar a los aqueos que aloja en su entraña de madera. El miembro fantasma —que un mutilado cree tener pero ya no tiene— es la mente misma, es el Yo. El fantasma en el cerebro ya es solo una picazón. Y viceversa.

      El género que se regeneraba

      La ciencia ficción es un género de editores. Los autores escribimos relatos y novelas; los editores inventan

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