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traducido literalmente en las traducciones citadas por espíritu de campanario, expresión a la que hemos preferido, por más usual y explícita en nuestra lengua, patriotismo chico. Otras correcciones, menores en número, afectan, en cambio, al sentido de la idea o ideas expuestas por Proudhon. Hemos prestado especial atención a los pasajes en los que el francés expone su idea federal, que encontramos a veces un tanto desdibujada o simplemente alterada en las traducciones precedentes. Por ejemplo, la palabra contractuel, que encontramos en el capítulo VII de la primera parte de Du Principe fédératif, la traducimos aquí de manera literal, y por motivos que parecen obvios, por contractual, en vez de consensual, que encontramos en la traducción de Pi y Margall y de Trías. Otro ejemplo insignificante a primera vista es la traducción de contradiction, que encontramos varias veces traducido por contradicciones, lo que, a nuestro entender, desplaza el sentido de lo dicho, del principio de contradicción (teórico) a sus posibles manifestaciones. Por la misma razón (ya explicada, por lo demás, en el estudio introductorio), y a diferencia de las traducciones precedentes, se han conservado los términos federal, federativo, confederal, descentralización, federación o confederación, cada uno de ellos con mayúscula o minúscula, tal como aparecen escritos por Proudhon en la versión original, método que aplicamos también, por su especial importancia y relación con el tema central de la obra, a los términos nación, nacionalidad, patria o país.

      LA FEDERACIÓN Y LA UNIDAD EN ITALIA

      La federación y la unidad en Italia

      Nunca he creído en la unidad de Italia; tanto desde el punto de vista de los principios como del de la práctica y las transiciones, siempre la he rechazado.

      En apoyo de mi opinión, podría citar a los hombres más respetables e inteligentes de Italia: a Montanelli, a quien tanto echamos en falta y al que tuve el honor de conocer; a Ferrari, el sabio historiador; y al excelente general Ulloa, a quienes cuento, a ambos, entre mis amigos. Dichos nombres bastarían para ponerme a salvo del reproche de originalidad. Pero ni siquiera necesito tan preciadas garantías: si mis informaciones son exactas, la inmensa mayoría de los italianos es federalista y nunca ha visto en la unidad más que una máquina revolucionaria.

      Tras el Tratado de Villafranca, siempre he pensado que la prensa democrática se equivocaba al pedir la reunificación de toda Italia en manos de Víctor Manuel, que las ventajas que se prometían con esa maniobra no compensarían los inconvenientes, que esto significaba ignorar el principio de las revoluciones modernas y colocarse, por refinamiento político, fuera de la verdadera política, entorpecer el progreso desnaturalizando la idea de nacionalidad, comprometer la paz europea sin mejorar la libertad de los pueblos, y elevar entre Italia y Francia un antagonismo peligroso, útil sólo para terceros extranjeros.

      Sin embargo, una vez comenzado el movimiento de unificación, creí que era mi deber callar, limitándome a expresar de cuando en cuando, en algunos libros, mis dudas sobre el éxito de dicha empresa. Los pueblos, como los individuos, son propensos a dejarse llevar por pasiones que sólo las mortificaciones de la experiencia curan. No teniendo yo personalmente motivo alguno para impedir la unidad de Italia, si ésta pudiera hacerse, si les conviniera a todas las partes, si por fortuna fuera útil y de derecho, yo me decía –contento de ver a los italianos dueños de su destino, y más curioso todavía por ver lo que sería de este intento de realización de una utopía– que lo mejor era darle tiempo a los acontecimientos y juzgar hasta qué punto el libre arbitrio del hombre podía, en una circunstancia tan solemne, prevalecer sobre la necesidad de las cosas.

      Pero cuando se publicó la circular de Mazzini el 6 de junio de 1862, anunciando que dejaba Italia y que en adelante intentaría conseguir conspirando lo que no había podido obtener ni por la diplomacia, ni por la agitación popular, ni tampoco por la connivencia del gobierno piamontés con la ayuda de la prensa extranjera, la situación me pareció diferente. Aun admitiendo que el movimiento unitario hubiese servido hasta ese momento a la regeneración italiana, me dije que ese movimiento estaba agotado, que la revolución debía buscarse en adelante por otras vías, y que había llegado el momento de tomar la palabra.

      En las páginas que vais a leer no pretendo haber hecho más que introducir el tema, plantear problemas y apuntar soluciones. La teoría de las nacionalidades, entre otras sobre las que se ha pretendido establecer la unidad italiana, nunca se ha examinado con profundidad, cuando necesitaría, por sí sola, todo un volumen. No obstante, las argumentaciones dilatadas no están hechas para los periódicos, que se conforman con apreciaciones superficiales y exigen ante todo conclusiones prácticas. Hoy se trata, no sólo para Italia, sino para Francia y Europa, de mirar al frente sin perder más tiempo con una fantasía visiblemente irrealizable. Si una convicción tengo es que los defensores de la Italia unitaria no tienen nada mejor que hacer, en interés de sus clientes, que predicarles la resignación y abandonar cuanto antes la falsa senda en la que se han perdido. Añadamos asimismo que la gloria del Piamonte no debe hacernos olvidar, a nosotros franceses, nuestras propias necesidades. Desde hace cuatro años el pensamiento público ha estado entre nosotros encadenado al carroccio de la Italia una e indivisible: son cuatro años perdidos para nuestro propio progreso y para nuestras libertades. Honremos el patriotismo ferviente, aunque mal entendido, de Garibaldi, respetemos su herida, pero ¡por Dios! no hagamos una reliquia de esa pierna rota.

      El artículo que vais a leer es del 13 de julio de 1862; por consiguiente, posterior a la retirada de Mazzini. Se publicó en el Office de publicité, pequeño periódico que se publica en Bruselas, totalmente desconocido en París. Aquí lo doy al lector tal como fue publicado hace tres meses, con su talante polémico y su carácter reprobatorio; no, ciertamente, para aumentar la tristeza de una esperanza frustrada, sino en busca de la verdad histórica y a fin de mostrar con mayor claridad el vuelco que, si no me equivoco, está a punto de operarse en los espíritus.

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