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desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced á sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce á los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

      VI

      La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

      Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto, y miró á través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

      Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

      Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

      Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.

      Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto á brillar ante sus ojos; pero había brillado á sus pies un instante, no más que un instante.

      Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba á intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

      Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto á la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga é inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni á las caricias de su madre, ni á los consuelos de sus servidores.

      —Tú eres joven, tú eres hermoso—le decía aquélla;—¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer á quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

      —¡El amor!... El amor es un rayo de luna—murmuraba el joven.

      —¿Por qué no os despertáis de ese letargo?—le decía uno de sus escuderos;—os vestís de hierro de pies á cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos á la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

      —¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

      —¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

      —¡No! ¡no!—exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;—no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos á nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué? ¿para qué? para encontrar un rayo de luna.

      Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.

       Índice

      En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas á la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

      Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más ó menos sentimental ó sombría, según que mi imaginación se hallaba más ó menos exaltada y propensa á ideas risueñas ó terribles.

      Si á la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios, hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados; esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

      No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras, y por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.

      Voy, pues, á limitarme á narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe á los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.

      I

      Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia á los ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

      «En nombre de los poetas y de los artistas; en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe á la civilización que toque á uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»

      Da entrada á esta calle por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.

      En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.

      Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido é imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

      Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan á ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construídas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos ó tres ajimeces abiertos á capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece á ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, ó una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

      Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

      El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que

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