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       Emilia Pardo Bazán

      La Quimera

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664150219

       I ALBORADA

       II MADRID

       LAS CUATRO MEDITACIONES

       III PARÍS

       IV Intermedio artístico.

       V PARÍS

       VI ALBORADA

       ALBORADA

       Índice

      Los últimos tules desgarrados de la niebla habían sido barridos por el sol: era de cristal la mañana. Algo de brisa: el hálito inquieto de la ría al través del follaje ya escaso de la arboleda. En los linderos, en la hierba tachonada de flores menudas, resaltaba aún la malla refulgente del rocío. El seno arealense, inmenso, color de turquesa á tales horas, ondeaba imperceptiblemente, estremecido al retozo del aire. La playa se extendía, lisa, rubia, polvillada de partículas brilladoras, cuadriculada á trechos por la telaraña sombría de las redes puestas á secar, y festoneada al borde por maraña ligera de algas. Á la parte de tierra la limitaba el parapeto granítico del muelle, conteniendo el apretado caserío, encaperuzado de cinabrio.

      Un muchacho de piernas desnudas, andrajoso, recio, llevaba del ronzal á un caballejo del país, peludo y flaco, á fin de bañarlo cuando el agua está bien fría y tiene virtud. Volvió la cabeza sorprendido, al oir que le hablaba alguien y ver que un señorito bajaba corriendo desde el repecho de la carretera de Brigos hasta los peñascales, término del playal.

      —¡Rapaz! ¡Ey! La panadería de Sendo, ¿adónde cae?

      —Venga conmigo, se la enseñaré—contestó en dialecto el muchacho, tirando del ronzal del jaco y volteando hacia el caserío, en dirección á la plaza. Por callejas enlodadas, donde cloqueaban las gallinas, guió al forastero hasta la panadería, situada frente á la iglesia parroquial. La puerta del humilde establecimiento estaba abierta. El forastero echó mano al bolsillo y dió una peseta á su guía, que se quedó atónito de gozo, apretando la moneda en el puño, temeroso quizás de que le pidiesen la vuelta. Al ver que el forastero entraba en la panadería sin acordarse más de él, besó la peseta arrebatadamente, la escondió en el seno y partió disparado.

      La tienda del panadero, estrecha, comunicaba con la cocina y el horno; éste, con un salido á la corraliza. En la tienda no encontró el forastero á nadie. Un olor vivo y sano á cocedura, á pan nuevo, le alborotó violentamente el apetito. Una mujer todavía joven, sofocada y arremangada de brazos, se le presentó, saludándole con un “felices días nos dé Dios”.

      —Muy felices, señora... ¿Está Rosendo?

      —¿Qué le quería?

      —Soy su primo Silvio, el que ha venido de Buenos Aires—contestó el forastero.—Quería... nada; verle.

      —¡Ay, Jesús!... Siéntese... Haga el favor de aguardar un instantito.

      Y, exagerado por la emoción el acento cantarín y mimoso de la tierra, gritó metiéndose adentro:

      —Sendo... ¡ay, Sendo! ¡Ven aquí, hom...!

      Apareció el panadero, sudoroso, empolvado de harina, y no dijera nadie, al pronto, sino que era el propio Silvio, ó un hermano gemelo. La misma finura de tipo; ambos de ojos azul grisiento, de menudo bigote dorado, de tez blanca, de cara oval, de pelo alborotado, sedoso, rubio ceniza. Mirándoles más despacio, se advertía que, bajo iguales máscaras de carne, la cara verdadera, espiritual, era no sólo diferente: opuestísima. Sendo, al reconocer á Silvio, se había parado, receloso de lo desconocido; Silvio avanzaba con los brazos abiertos.

      —Y luego... ¿Tú por aquí?...—murmuró el panadero con retraimiento y precaución.

      Silvio comprendió. Su sensibilidad sufrió un arañazo leve. ¡Pobre primo! ¡Temía que viniesen á explotarle! Se apresuró á situarse en terreno despejado.

      —Sí, hombre... Vengo de Brigos, de casa de Moleque. Voy á Alborada...

      —Vamos, ¿á las Torres?—asintió Sendo, tranquilizándose, con entonación respetuosa. ¡Buena señal! Cuando Silvio iba á las Torres...

      —Y como no quiero llegar allí sin haber almorzado, me daréis una taza de caldo, ¿eh? y un poco de bolla fresca. Vengo á pie: estoy cansado. Toma—añadió precipitadamente;—esto lo compré en América para tu chiquilla mayor. ¿Dónde anda?

      Era un dije de oro bajo, con rubíes falsos y perlitas. La panadera exhaló un suspiro de admiración y placer.

      —Están ella y los hermanos en el arenal á se divertir, los pobriños. Mientras se cuece hay que espantarlos de aquí, que no dejan trabajar á uno. Sólo tengo al de pecho; descansa como un santo en la cuna. ¿Lo traigo?

      —No—replicó Silvio.—Antes de irme los veré.

      —Á ver luego el caldo, mujer—ordenó Sendo imperiosamente.

      Salió la frescachona á trastear por la cocina, y sentáronse los dos primos en la tienda, en sillas de paja desventradas y sucias. Hablaron. Cada tres minutos les interrumpía un parroquiano, pidiendo un mollete de á libra ó una rosca de trenza. Levantábase el panadero á despachar y cobrar, y era lento en retraer el coloquio adonde lo cortaban; no obstante, con habilidad y sorna aldeana, al fin lo conseguía. ¿Qué tal le había ido á Silvio allá en esas tierras donde tanto dinero se gana? ¿Traería, de seguro, un capitalito?

      —No...—y Silvio reía.—¡Aquí os figuráis que allá llueven billetes de Banco! Allá también hay ricos y pobres... Yo no emigré por hacer fortuna.

      Viendo la sombra de preocupación que nublaba el gesto del primo, añadió prontamente, con algo de nerviosidad:

      —Al principio... ¡pch! me fué muy mal. Ahora ya ganaba para vivir. No pido limosna. ¿Dices que al segundo hijo le pusisteis mi nombre? Ahí tienes para comprarle dulces...

      Tendió un billete de última fila, de á veinticinco. El panadero, radiante, después de varios “no te molestes”, lo recogió. Así como así, él iba á dar de almorzar á Silvio, ¡á obsequiar también! En una vuelta se acercó á la cocina, y por lo bajo:

      —María Pepa, mujer, si hubiese sardinas del pilo... Es loco por ellas. Traerás un neto de vino tinto de lo mejor, ¿eh, mujer?

      Serían las once cuando María Pepa dispuso la pitanza, en la mesa de la cocina. Al ver sobre el mantel gordo y rugoso la fuente de barro llena de sardinas asadas, plateadas y negruzcas, Silvio sintió que se le henchía de saliva la boca. Su estómago flojo, estropeado por privaciones y miserias en la primera edad, tenía súbitos antojos de golosina, como los niños y los enfermos, y le encaprichaban especialmente los platos ordinarios, los sencillos condumios regionales. Se arrojó á las sardinas; ayudadas por la bolla caliente, sabíanle á pura gloria. El vinillo del país, acidulado, hacía un maridaje delicioso con la carne blanca, salada á granel, de

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