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D. Primitivo y el juez ¿no estuvieron á saludarles?

      —Aguarda, hombre, voy allá. En esto se presenta D. Primitivo, y entonces el señor conde se bajó del carruaje y le dió un abrazo muy apretado y empezó á hablar con él que no cerraba boca. Después llega D. Juan Crisóstomo, y un poco más tarde el juez. Me dijo la señora Rafaela que el señor conde estuvo mucho menos cariñoso con el juez que con D. Primitivo. Todos se empeñaban en que se apeasen y descansasen un rato, pero no lo consiguieron, porque el señor conde les dijo que, faltando tan poco para descansar de una vez, no había necesidad. Y en eso creo que tenía razón. Á estas horas ya están de seguro en la Segada. Lo que siento es que tú no hayas ido á darles la bienvenida, porque lo que es tu padre... ya podía llegar el rey de España, que él seguiría tan quieto en su despacho, sin asomar siquiera las narices por el balcón para verle pasar... Pues á poco rato dicen que pasó Pedro á caballo, que traía al niño mayor delante de sí. El niño iba muy contento, y arreaba la caballería con un latiguillo. Dicen todos que los chicos son guapísimos.

      —Y la condesa, ¿cómo está?... Ya no me acuerdo de ella.

      —La señora condesa dicen que está aún más hermosa, pero de peor color. ¡Qué había de suceder! ¡Si todos los que vienen de la corte parece que llegan del otro mundo! La vida debe ser muy agitada en aquel Madrid: ¡tanto baile, tanto teatro, tanto café! Y luego tanta gente reunida en una casa... ya se lo decía á la señora Rafaela, no puede ser sano. En cambio, el señor conde igual que hace once años. La verdad es que su cara no podía perder. Toda la vida fué descolorido como la fruta de invierno. ¡Qué diferente de su padre, que en paz descanse! ¡Aquél sí que era un mozo como una plata!

      —Pues lo que es tipo de conde, me parece que ha de tener más éste. Por lo poco que recuerdo, su figura debe ser más delicada y más elegante. El otro era demasiado gordo y tenía las facciones abultadas y traía el pelo muy corto. Era un tipo de bourgeois.

      —Sería lo que se te antoje, pero era un hombre muy campechano y muy á la buena de Dios. ¡Así fuese éste como él! ¡Pobre señor conde, en qué pocos días se escapó al otro mundo!... Me voy, que aún no le he mandado el almuerzo á tu padre, y estará furioso. Ahora hazme el favor de salir de esa bendita cama y no vuelvas á dormirte. Hasta luego, hijo mío.

      La señora D.ª Rosario (que así se llamaba la mamá del héroe) dió algunos pasos por la sala en dirección á la puerta. Su hijo la llamó antes de llegar á ella.

      —Mamá.

      —¿Qué se te ofrece, hijo?

      —Mira, mamá—dijo bajando la voz y un sí es no es cortado,—al hablar de los condes ó cuando á ellos te dirijas, no digas señor conde ó señora condesa, sino conde ó condesa simplemente. El señor antes del título lo dicen sólo los criados y dependientes de la casa ó las personas inferiores que no se rozan con ellos en un pie de igualdad.

       Los señores condes, ó los condes á secas, como pedía el señorito Octavio que se dijese.

       Índice

      EN el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

      Hecha la señal de la cruz, los condes se sentaron, desdoblaron las servilletas y acercaron las sillas á la mesa.

      Los niños continuaron en pie con las manos sobre el pecho murmurando una oración. El aya, en pie también, con las manos cruzadas, los observaba atentamente, sin dejar por eso de mover sus labios finos y rojos. Concluída la oración, los niños miraron al aya: ésta hizo una imperceptible señal con los ojos y todos se sentaron. Un criado con librea fué anudando las servilletas á la garganta de los chicos bajo la atención vigilante de la institutriz. Nadie despegaba los labios. El criado empezó lentamente á dar la vuelta á la mesa sirviendo el primer plato del almuerzo.

      Ya que nadie habla en la mesa, dediquémonos un instante á observar la traza y figura de los que á ella se sientan, empezando por el conde, como jefe que es de la familia.

      Es un hombre flaco, de color moreno que tira á aceitunado, de labios delgados, ojos negros opacos que miran con notable insistencia, lampiño hasta cierto punto, pues que no adorna su rostro más que exiguo y negro bigote y no ofrecen sus mejillas señales del paso de la navaja; la nariz fina y la frente levantada y estrecha. Viste con esmerada corrección y á par con gravedad. Si á cualquiera, y sólo por la apariencia, se le preguntase la edad que puede tener, se vería muy embarazado para contestar; á tal punto parece indefinida y vaga. Su rostro, aunque sin frescura, es juvenil, y el cabello, lacio y sedoso, todavía no ofrece entre sus negras hebras ni una sola blanca. Mas con todo eso, hay en la extraña inmovilidad de sus ojos y en la fijeza de los rasgos de su fisonomía algo marmóreo y cadavérico que, irradiando sobre toda su persona, la comunica el sello de la vejez. Al mismo tiempo su modo de vestir es harto severo para un joven. Sus manos son tan finas y delicadas que si, como vulgarmente se cree, éste es signo de aristocracia, el conde debía pertenecer á una de las más antiguas y esclarecidas familias de España. Y en parte así era la verdad, porque el señor conde de Trevia pertenecía á una antiquísima familia, pero no española, sino italiana. Allá en tiempos lejanos, uno de sus antepasados había contraído matrimonio con cierta rica heredera del Norte de España y había venido á establecerse á Madrid. Sus descendientes continuaron residiendo en esta capital, enteramente naturalizados y disfrutando las pingües rentas que venían de Nápoles y las aún más cuantiosas que llegaban de la provincia española del Norte, en que ahora nos hallamos. El abuelo del conde actual quiso todavía ser más español y enajenó su patrimonio de Nápoles, rompiendo de esta suerte toda relación con Italia. Decían en Madrid por aquel entonces que una española vistosa y de mucho rumbo había tenido la culpa de este rompimiento. Los señores de Trevia, que ya eran españoles por naturaleza, lo fueron desde entonces también por la hacienda. Á partir de esta época padecieron de nostalgia.

      El conde que en este momento preside la mesa había sido educado en Francia desde sus más tiernos años por la voluntad de su madre, persona extremadamente caprichosa y extravagante, que nunca pudo acomodarse con el carácter franco y generoso y un poco rudo y agreste de su marido. De esta educación francesa quedábale, amén de muchas costumbres que chocaban abiertamente con las nuestras, una pronunciación extranjera que se esforzaba en disimular y una exquisita y un tanto afectada urbanidad en sus modales, que se grababa profundamente en la memoria de cuantos le trataban. Había en la eterna y leve sonrisa que plegaba sus labios y en lo insinuante y correcto de sus maneras algo de femenino, que no se compadecía poco ni mucho con lo firme é insistente de la mirada. Tal vez no sea femenino el adjetivo más propio para el caso, pero en este momento no hallamos el adecuado. Aunque no es posible cerciorarse ahora, dado caso que está sentado, podemos afirmar que es alto. Se encuentra de cara á la luz y sus negros cabellos, peinados negligentemente hacia atrás, brillan como el azabache, y sus largas pestañas, cada vez que levanta la cabeza, bajan y suben con ligero temblor queriendo evitar los rayos importunos de la luz. El conde no es hermoso, pero tenía mucha razón Octavio al presumir que era un hombre distinguido. La perfecta seguridad de sus movimientos y el descuido elegante con que toma los manjares y alarga la copa al criado para que le eche vino, acreditan en él al hombre nacido y educado en la opulencia. En este momento toma entre sus dedos afilados un hueso de ave que lleva á la boca y empieza á roer con limpieza de gato. Y aquí está la palabra que antes hacía falta. El conde de Trevia en sus actitudes y maneras tiene más de gato que de mujer.

      La condesa está sentada á su lado y es mujer que seguramente no llega á los treinta años, pequeñita, de mejillas frescas y sonrosadas, ojos pardos rasgados, cabellos de un castaño claro, con una boca deliciosa provista de pequeños y blancos dientes. Una mujer sana y hermosa. Aunque su figura es menuda, está admirablemente formada, pero se observan en ella tendencias á engordar que pudieran más adelante dañar su gentileza. Hoy por hoy, con su cuello mórbido y gracioso, el seno firme y decidido, que aspira á levantarse hacia la barba, su cintura delicada, los brazos redondos y macizos, las

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