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ellos con gesto brusco y paseó una rápida mirada por los lienzos grandes y decorativos de la rotonda, que recordaban las guerras del siglo XVII; generales de erizados bigotes y chambergo plumeado dirigiendo la batalla con un bastón corto, como si dirigiesen una orquesta; tropas de arcabuceros desapareciendo cuesta abajo con banderas al frente de aspas rojas ó azules; bosques de picas surgiendo del humo; verdes praderas de Flandes en el fondo; combates sonoros é infructuosos que fueron como las últimas boqueadas de una España de influencia europea. Levantó un pesado cortinaje y entró en el enorme salón central, viendo, á la luz mate y discreta de las claraboyas, las personas que estaban en último término como diminutas figurillas.

      El artista siguió adelante en línea recta. Apenas se fijaba en los cuadros, antiguos conocidos que nada nuevo podían decirle. Sus ojos buscaban á las personas, sin encontrar tampoco en ellas mayor novedad. Parecía que formaban parte de la casa y no se habían movido de allí en muchos años: padres bondadosos con un grupo de niños ante las rodillas explicándoles el argumento de los cuadros; una profesora con varias alumnas modositas y silenciosas que, obedeciendo á una orden superior, pasaban sin detenerse ante los santos ligeros de ropa; un señor que acompañaba á dos curas y hablaba á gritos para demostrar que era inteligente y se hallaba allí como en su casa; varias extranjeras con el velo recogido sobre el sombrero de paja y el gabancito al brazo, consultando el catálogo, todas con cierto aire de familia, con idénticos gestos de admiración y curiosidad, hasta el punto de hacer pensar á Renovales si serían las mismas que había visto antes, la última vez que estuvo en el Museo.

      Al pasar, saludaba mentalmente á los grandes maestros. Á un lado, las figuras santas del Greco, de un espiritualismo verdoso ó azulado, esbeltas y ondulantes; más allá las cabezas rugosas y negruzcas de Ribera, con gestos feroces de tortura y dolor: portentosos artistas que admiraba Renovales, proponiéndose no imitarlos en nada. Después, entre la barandilla que guarda los cuadros y la fila de vitrinas, bustos y mesas de mármol sostenidas por leones dorados, tropezó con los caballetes de varios copistas. Eran muchachos de la Escuela de Bellas Artes ó señoritas de pobre aspecto, con tacones gastados y sombreros de reblandecido contorno, que copiaban cuadros de Murillo. Iban marcándose sobre el lienzo el azul del manto virginal ó las carnes con mantecosos bullones de los niños rizados que juguetean con el Divino Cordero. Eran encargos de personas piadosas; género de fácil salida para conventos y oratorios. El humo de los ciríos, la pátina de los años, la discreta penumbra de la devoción, apagarían los colores, y algún día los ojos llorosos por la súplica, verían moverse con vida misteriosa las celestiales figuras sobre su fondo negruzco, implorando de ellas prodigios sobrenaturales.

      El maestro se dirigió á la sala de Velázquez. Allí trabajaba su amigo Tekli. Su visita al Museo no tenía otro objeto que ver la copia que el pintor húngaro estaba haciendo del cuadro de las Meninas.

      El día anterior, al anunciarle en su lujoso estudio la visita de este extranjero, quedó por largo rato indeciso, contemplando el nombre impreso en la tarjeta. ¡Tekli!... Y de pronto recordó á un amigo de veinte años antes, cuando él vivía en Roma; un húngaro bonachón que le admiraba sinceramente y suplía su falta de genio con una tenacidad taciturna para el trabajo, semejante á la de la bestia de labor.

      Renovales vió con gusto sus ojillos azules, hundidos bajo unas cejas ralas y sedosas; su mandíbula saliente en forma de pala, que le daba gran semejanza con los monarcas austriacos; su alto cuerpo, encorvado á impulsos de la emoción, extendiendo unos brazos huesosos, largos como tentáculos, al mismo tiempo que le saludaba en italiano.

      —¡Oh, maestro! ¡Caro maestro!

      Se había refugiado en el profesorado, como todos los pintores faltos de fuerzas para seguir cuesta arriba, que se tienden en el surco. Renovales vió al artista oficial en su traje obscuro y correcto, sin una mota; en la mirada digna que fijaba de vez en cuando en sus botas brillantes, que parecian reflejar todo el estudio. Hasta lucía en una solapa el botón multicolor de una condecoración misteriosa. El fieltro que tenía en la mano, de una blancura de merengue, era lo único que desentonaba en este aspecto de funcionario público. Renovales le cogió las manos con sincero entusiasmo. ¡El famoso Tekli! ¡Cuánto se alegraba de verle! ¡Qué tiempos los de Roma!... Y con una sonrisa de bondadosa superioridad escuchaba el relato de sus triunfos. Era profesor de Buda-Pest; hacía ahorros todos los años para ir á estudiar á algún museo célebre de Europa. Por fin, había podido venir á España, cumpliendo sus deseos de muchos años.

      —¡Oh, Velasqués! ¡Quel maestrone, caro Mariano!...

      Y echando atrás la cabeza, ponía los ojos en blanco, agitaba con expresión voluptuosa su mandíbula saliente cubierta de pelos rubios, como si estuviera paladeando un vaso del dulce Tokay de su país.

      Hacía un mes que estaba en Madrid trabajando todas las mañanas en el Museo. Casi tenía terminada su copia de las Meninas. No habla ido antes á ver á su caro Mariano porque deseaba enseñarle este trabajo. ¿Vendría á verle una mañana en el Prado? ¿Le daría esta prueba de amistad?... Renovales intentó resistirse. ¿Qué le importaba á él una copia? Pero había tal expresión de humilde súplica en los ojillos del húngaro, le envolvía en tantos elogios por sus grandes triunfos, detallando el gran éxito que había alcanzado su cuadro ¡Hombre al agua! en la última Exposición de Buda-Pest, que el maestro prometió ir al Museo.

      Y á los pocos días, una mañana en que excusó su asistencia un señor al que estaba pintando el retrato, Renovales se acordó de la promesa á Tekli y fué al Museo del Prado, sintiendo al entrar la misma impresión de empequeñecimiento y nostalgia que sufre un personaje al volver á la Universidad donde pasó su juventud.

      Al verse en la sala de Velázquez, sintióse asaltado por un respeto religioso. Allí estaba un pintor: el pintor por antonomasia. Todas sus teorías irreverentes de odio á los muertos se quedaron más allá de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no había visto en algunos años, surgía de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remordimientos. Permaneció largo rato inmóvil, pasando sus ojos de un lado á otro, queriendo abarcar de golpe toda la obra del inmortal, mientras en torno de él comenzaba á sonar un zumbido de curiosidad.

      —¡Renovales!... ¡Está aquí Renovales!

      La noticia había partido de la puerta, extendiéndose por todo el Museo, llegando á la sala de Velázquez, detrás de sus pasos. Los grupos de curiosos dejaban de contemplar los cuadros para mirar á aquel hombretón ensimismado, que no parecía darse cuenta de la curiosidad que le rodeaba. Las señoras, yendo de un lienzo á otro, seguían con el rabillo del ojo al artista célebre, cuyo retrato habían visto tantas veces. Le encontraban más feo, más ordinario que en los grabados de los periódicos. Parecía imposible que aquel mozo de cordel tuviese talento y pintase tan bien á las mujeres. Algunos jovencillos aproximábanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijándose en sus particularidades exteriores, con ese deseo de imitaciôn entusiasta de los aprendices. Uno se proponía copiar su lazo de corbata y sus greñas alborotadas, con la quimérica esperanza de que esto les diese nueva inteligencia para la pintura. Otros se plañían mentalmente de ser imberbes, por no poder ostentar las barbas canas y ensortijadas del famoso maestro.

      Éste, con su sensibilidad para percibir el elogio, no tardó en darse cuenta del ambiente de curiosidad que le rodeaba. Los jóvenes copistas parecían pegarse más á sus caballetes, frunciendo los ojos, dilatando la nariz, moviendo el pincel con lentitud y titubeos, sabiendo que él estaba á sus espaldas, estremeciéndose á cada paso que sonaba sobre el entarimado, con el temor y el deseo de que se dignase pasar su mirada por encima de sus hombros. Adivinaba con cierto orgullo lo que murmuraban todas las bocas al cuchichear, lo que se decían los ojos, al fijarse distraídos en los lienzos, para después mirarle á él.

      —Es Renovales... El pintor Renovales.

      El maestro miró un buen rato al más antiguo de los copistas: un viejo decrépito y casi ciego, con anteojos gruesos y cóncavos, que le daban el aspecto de un monstruo marino, y temblándole las manos con estremecimiento senil. Renovales le conocía. Veinticinco

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