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dan únicamente los 14 años, y el cuerpo recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena juventud.

      Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y reir.

      De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió nítida: "se va para que en el transporte de mi amor reconquistado, pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso". Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado y gratis a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho, de 18 años, sintió—como otra vez contra la pared—el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.

      Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez casados. El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de que se había destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado ni el más pequeño diamante.

      A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió la vidriera:

      —No están las señoras.

      —¿Han salido?—preguntó extrañado.

      —No, se van a Montevideo… Han ido al Salto a dormir abordo.

      —¡Ah!—murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.

      —¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?

      —No está, se ha ido al club después de comer…

      Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya nada más.

      Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dió una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!

      Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse—Nébel era adolescente—iría a verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas.

      A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.

      —¿Es ahora?—le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la mano.

      —¡Pst! ¡De todos modos!…—repuso el muchacho, mirando a otro lado.

      El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.

      —Vaya a su casa—concluyó—y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura?

      —Se lo juro—contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar.

      En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:

      "Idolatrado Octavio: Mi desesperación no puede ser más grande, pero mamá ha visto que si me casaba con usted me estaban reservados grandes dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca

      tu Lidia."

      —¡Ah, tenía que ser así!—clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con espanto su rostro demudado en el espejo.—¡La madre era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada del alma!

      Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor.

      #Otoño#

      Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.

      —Ya me parecía que era usted—exclamó la dama—aunque dudaba aún…

       No me recuerda, ¿no es cierto?

      —Sí—repuso Nébel abriendo los ojos—la señora de Arrizabalaga…

      Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata aún de parecer bien a un muchacho.

      De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la elegante mujer que un día hojeó la Illustration a su lado.

      —Sí, estoy muy envejecida… y enferma; he tenido ya ataques a los riñones… y usted—añadió mirándolo con ternura—¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también está igual.

      Nébel levantó los ojos:

      —¿Soltera?

      —Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?

      —Con mucho gusto—murmuró Nébel.

      —Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para… En fin, Boedo, 1483; departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina…

      —¡Oh!—protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.

      Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fué allá—un miserable departamento de arrabal.—La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.

      —¡Conque once años!—observó de nuevo la madre.—¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!

      —Seguramente—sonrió Nébel, mirando a su rededor.

      —¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es ese su único establecimiento?

      —Sí,… en Entre Ríos también…

      —¡Qué feliz! Si pudiera uno… Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!

      Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.

      —Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!

      El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.

      Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre.

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