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el Retiro, y me pidió un millón de pesetas para la canalización del río Manzanares. Se trataba de un negocio que importaría, aproximadamente, cincuenta millones; él se había suscrito ya por veinticinco: le faltaba la mitad; pero contaba con los banqueros más importantes de Madrid, y conmigo, por supuesto.

      Para llevar a feliz término este proyecto grandioso, le parecía muy conveniente, se puede decir indispensable, hacerse diputado. «Ya ves, en España la política lo absorbe todo... Si uno no es diputado», etc., etc.

      Montenegro lo fué. Es decir, no lo fué; pero como si lo fuese. Una tarde se presentó en el Congreso poco antes de abrirse la sesión; hizo avisar al presidente de que un señor diputado electo deseaba jurar. El presidente ordenó todo lo necesario para tan solemne acto, el crucifijo, los Evangelios, etc.

      Se dió la voz: «Un señor diputado va a prestar juramento.»

      Los que estaban en los escaños se pusieron en pie, y Montenegro, vestido de etiqueta y escoltado por los maceros, se presentó en el salón y avanzó majestuosamente hacia la Presidencia.

      ¿Por qué ríe todo el mundo a carcajadas? Es que Montenegro llevaba un zapato negro de charol y otro de color. El presidente le pregunta su nombre, se entera de que no es diputado, sospecha que se trata de un loco, y lo hace retirar.

      Más adelante se presentó en el Palacio Real, dió el nombre de un ex ministro del tiempo de la República poco conocido personalmente en Madrid, y logró llegar de esta suerte hasta la cámara regia. Averiguada en el momento la superchería, le agarrotaron como un paquete postal y lo enviaron a la cárcel. Costó un trabajo increíble a su familia persuadir a las autoridades de que no se trataba de un espeluznante complot anarquista. Convencidas, al fin, lo entregaron, a condición de que se le recluyese en un manicomio.

      Así se efectuó. Mi buen Montenegro pasó algunos meses en un establecimiento de alienados de Carabanchel. Pero como no había motivo para tenerle encerrado, porque era el hombre más sensato del mundo, el director lo restituyó a su familia, manifestando que se hallaba completamente curado.

      Después le encontré en la calle muchas veces, y solíamos charlar un rato. Algunas veces me convidó a almorzar, y luego nos dábamos un paseo en coche por el Retiro.

      Precisamente durante uno de estos paseos saltó nuestra conversación a la metafísica. Montenegro había leído bastante, y era hombre que le gustaba investigar la causa de las cosas y sorprender los secretos de la Naturaleza. Sostuvo aquella tarde una opinión que a mí me pareció al pronto paradójica, a saber: que la pretendida diferencia entre las leyes morales y las leyes físicas no era más que una ilusión del entendimiento humano.

      —No existe ley alguna, amigo Jiménez, que no dependa de una voluntad, y, por tanto, que no sea moral. Primitivamente, éste fué el concepto de la ley: una orden, una limitación dictada en nombre de una autoridad. Más tarde, pasando de la esfera moral a la física, este concepto se desnaturalizó. Un hecho se reproduce invariablemente y de un modo inevitable mediante ciertas circunstancias, y lo llamamos ley, esto es, una orden o prohibición. Nuestros primeros padres así lo comprendieron, y por eso veían detrás de cada fenómeno de la Naturaleza el agente secreto o el dios que lo producía. No había leyes inmutables para ellos, porque todas pendían de una voluntad libre que podía cambiar. Pero nosotros al observar que el fenómeno se reproduce incesantemente, y que el agente no se hace visible jamás, deducimos que no existe, abstraemos los fenómenos de la voluntad y les damos existencia propia... ¡La ley, la ley! ¿Qué es la ley? Para mí, sin la voluntad, es una palabra vacía.

      —Querido Montenegro—le respondí—, me parece que equivocas los términos. Existen dos clases de fuerzas. Unas tienen conciencia de sí mismas y obran con intención: son los agentes libres de que tú hablas. Pero hay otras que no tienen conciencia de sí mismas: son los agentes ciegos del mundo material. De aquí la necesidad de reconocer dos clases de leyes, las leyes del orden moral y las leyes del orden físico.

      —¡Ahí está el error! Esa separación es puramente arbitraria. Tú ves que dos bolas de billar se aproximan y chocan. De aquí deduces que hay un hombre que ha herido una de ellas con un taco. Pero ves que dos astros en el cielo se aproximan también y chocan, y en vez de deducir que existe un ser que los ha lanzado el uno contra el otro, te satisfaces con decir: «Ese choque se ha efectuado en virtud de una ley inmutable.» Yo digo: esa ley no es más que una abstracción. Si tú no ves los agentes inteligentes y libres que producen los fenómenos, yo tampoco veo los agentes ciegos de que me hablas. ¡Agentes ciegos! ¿Qué significa esto? Si las leyes del mundo moral no pueden aplicarse al mundo físico, ni las de éste al primero, fuerza es remontarse más alto y concebir un mundo que los abrace y los comprenda a los dos. Y en este mundo tiene que existir la inteligencia y la voluntad, porque no puede existir algo en la parte que no se dé en el todo. Por todos lados veo que eso de la inmutabilidad es una quimera.

      Así continuamos discutiendo hasta que los coches comenzaron a desfilar hacia la villa. Montenegro me invitó a tomar el té en su casa. Cuando hubimos terminado, me dijo, no sin cierto aparato de misterio y solemnidad:

      —Voy a darte una prueba de confianza, Jiménez. Voy a demostrarte prácticamente la verdad de lo que antes te he dicho acerca de las leyes del Universo.

      Altamente sorprendido, me dejé conducir desde el comedor hasta su gabinete de trabajo. Desde allí, por una puertecita de escape, me hizo entrar en otro gabinete, en cuyo centro había un gran aparato semejante a una esfera armilar. El sol era un globo de cristal esmerilado, iluminado en su centro por una bombilla de luz eléctrica. En torno suyo giraban, por medio de una máquina de relojería, hasta una docena de esferas más pequeñas y opacas, las cuales, como los planetas, no sólo tenían movimiento de traslación, sino también de rotación. Habitando en estas esferas opacas, me hizo ver gusanos en unas, escarabajos en otras, y en otras, por fin, grillos.

      —¡He aquí el Universo!—dijo sonriendo.

      Yo empecé á mirarle con recelo.

      —Por medio de este aparato que aquí ves—continuó—y al cual yo, haciendo de Providencia, me encargo de dar cuerda cada ocho días, estas esferas giran acompasadas y en orden eternal—como decís los literatos—las unas en torno de las otras. Los insectos que las pueblan están acostumbrados, porque han nacido aquí, a que el sol luzca doce horas seguidas. Yo me encargo de apagarle cuando acabo de cenar, y entonces enciendo estas estrellitas, que son unas cuantas bombillas de diferente color. Yo los alimento, los limpio, les refresco la vivienda cuando hace falta, o se la caliento... En fin, soy un Dios mucho más benévolo que el nuestro.

      Empecé a mirarle con más recelo aún.

      —Pero esta vida tranquila y feliz no puede durar eternamente, porque te repito que eso de las leyes eternas es una guasa. Soy un Dios benévolo en la apariencia, malo en el fondo, que les tiene preparada una sorpresa dolorosa, como a nosotros el nuestro, si hemos de dar crédito a San Juan Evangelista. El día menos pensado...

      Quedó unos instantes suspenso, y sus ojos comenzaron a girar de extraña manera.

      —¡Ese día ha llegado!—prorrumpió al fin con acento solemne—. Yo, que soy su Dios, así lo quiero. Empecemos por los signos precursores.

      Y acto continuo, por medio de adecuada manipulación, hizo que las esferas comenzasen a girar en sentido contrario.

      —¡Qué asombro el de estos pequeños seres—exclamó—al observar que el sol camina hacia su levante! Pero aún lo será mayor ahora.

      Y por medio de otra manipulación hizo que las esferas se moviesen como péndulos, en vez de girar circularmente.

      —¡Adiós ley de la gravedad!—profirió soltando una gran carcajada.

      Yo me hallaba cada vez más desconfiado, y con unas ganas horribles de marcharme.

      —¡Pero esto no es nada!... Ahora van a ver estos pequeños mortales cosas mucho más asombrosas.

      Apagó repentinamente el foco del globo y, después de una pausa, encendió otro de un color rojo subido.

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