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de luna, y esas dagas damasquinas? Te levantas tarde, generalmente; la patrona te sirve la consabida tortilla de finas hierbas y el conocido beefsteak con patatas; vienes al café, fumas dos tagarninas, dices algunas chirigotas; vas a la redacción y dices otras cuantas; después a comer los garbanzos soñadores; después, al café otra vez; luego, a escuchar una piececita en Lara o en Apolo, y a la cama. ¡Vaya una existencia bañada de luz y de color!

      Quedamos estupefactos. Aquella inesperada y briosa acometida nos dejó callados y suspensos por algunos instantes. Olivares fué el primero que rompió el silencio.

      —Venga esa mano, Corrales—dijo alargándole la suya—. Sea enhorabuena. Cuatro veces te has tirado a fondo, y las cuatro has tocado en el pecho. De hoy en adelante nadie podrá decir que no conoces la esgrima. Yo acepto la lección y te la agradezco; pero me vas a permitir que te diga una cosa, y es que lo mismo tú que nosotros somos unos infelices, porque las ideas que no se viven, sólo sirven, en último resultado, para escribir algún artículo.

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ENGO un amo, tengo un tirano que, a su capricho, me inspira pensamientos tristes o alegres, me hace confiado o receloso, sopla sobre mí huracanes de cólera o suaves brisas de benevolencia, me dicta unas veces palabras humildes, otras, bien soberbias. ¡Oh, qué bien agarrado me tiene con sus manos poderosas! Pero no me someto, y ésa es mi dicha. Le odio, y le persigo sin tregua noche y día. Él lo sabe, y me vigila. ¡Si algún día se descuidase!... ¡Con qué placer cortaría esta funesta comunicación que mi alma, que mi yo esencial mantiene con la oficina donde el déspota dicta sus órdenes! Quisiera ser libre, quisiera escapar a esos serviles emisarios suyos que se llaman nervios. Mientras ese momento llega, me esfuerzo en dominarlos. Los azoto con agua fría todas las mañanas, les envío oleadas de sangre roja por ver si los asfixio, y me desespero observando su increíble resistencia. Cuantos proyectos hermosos me trazo en la vida, tantos me desbaratan los indignos. He querido ser manso y humilde de corazón, y hasta pienso que empecé la carrera con buenos auspicios. Me pisaban los callos de los pies, y, en vez de soltar una fea interjección, sonreía dulcemente a mis verdugos; cuando alguno ensalzaba mis escritos, me confundía de rubor; sufría sin pestañear la lectura de un drama, si algún poeta era servido en propinármela; leía sin reirme las reseñas de las sesiones del Senado; ejecutaba, en fin, tales actos de abnegación y sacrificio, que me creía en el pináculo de la santidad. Mis ojos debían de brillar con el suave fulgor de los bienaventurados. Me sorprendía que tardara tanto en bajar un ángel a ponerme un nimbo sobre la cabeza y una vara de nardo en la mano. Pero, ¡oh dolor!, bastó que un oficial de peluquería me dijese con sonrisa impertinente que esta barba apostólica que gasto era cosa ya pasada de moda y cursi, para que le respondiese con denuestos gritando como un energúmeno, y estuviese a punto de arrancarle las tijeras de la mano y arrojarme sobre él como un lobo hambriento. Mi santidad se disipó en un instante como el humo. El tirano tuvo la culpa; el tirano, que aquel día, según mis noticias, tenía el estómago sucio. ¿Será necesario que el hombre, antes de decidirse a ser virtuoso, se mire la lengua al espejo?

      Aun para los goces más honestos y más puros he necesitado contar siempre con mi amo. ¿Cuál más honesto y más sencillo goce que el de levantarse un día de madrugada, ir de paseo a los Cuatro Caminos y comer allí una tortilla presenciando la salida del sol? Pues bien: jamás me lo ha consentido el infame. Parecía natural que, siendo del temperamento de Satanás, su poder terminase a la entrada del templo. Tampoco es así. Muchas veces me he acercado al altar de Dios lleno de fe, con el corazón contrito, y a los pocos momentos, con el fútil pretexto de que le dolían las rodillas, o sentía debilidad, o le crispaban las muecas del monaguillo, me arrancó de allí a viva fuerza. Entonces me acordé de Jesús. También Nuestro Señor quiso someterse por nosotros al capricho del tirano; también sintió la cruel impresión de sus garras en el huerto de Getsemaní y en el Calvario. Este recuerdo endulza mi pena y humillación. Sin embargo, confieso que siento un placer maligno en darle de vez en cuando un susto. Cuando paso por el viaducto de la calle de Segovia, suelo decirle, guiñando un ojo: «Eres muy arrogante y te consideras bien seguro de tu poder; pero si yo quisiera en este momento, ¿eh?... Ya sabes...» Y el tirano, que es cobarde como todos los tiranos, se estremece y tiembla.

      Hasta he pensado que si la misericordia de Dios, olvidando mis muchos pecados, me llamase a Sí después de la muerte y me diese a escoger un puesto en el cielo, yo le diría, confundido de temor y respeto: «Hágase siempre tu voluntad, Señor; pero, si es posible, no me des la naturaleza angélica, porque los ángeles tienen alas, y temo que un día me duela una de ellas y no pueda libremente volar hacia Ti, soberano Rey de los cielos.»

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I padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

      Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

      Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

      Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

      Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.

      ¡Qué diferencia entre aquel pálido demonio y mi buen padre, tan cariñoso, tan tierno, tan indulgente!

      Mas el terror que inspiraba a todos los chicos de la población no era comparable al que infundía a los labriegos de los contornos. Así que se mentaba el nombre de don Robustiano, no había paisano que no quedase repentinamente serio, por alegre que se hallase.

      Había motivo para ello.

      Cuando había cerrado los ojos un labrador medianamente acomodado, si la partición no se hacía a puertas cerradas, y bien cerradas, esto es, si algún malaventurado heredero tenía la torpeza de no conformarse y daba lugar a que don Robustiano se presentase en la casa, ya podían todos ellos decir adiós a los mejores prados y tierras del difunto. Don Robustiano era el águila que caía sobre aquel rico vellón y lo arrebataba por los aires. Mejor, era el lobo hambriento que penetraba en la casa y no salía hasta saciarse.

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