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ni siquiera cuando les explicaba pormenorizadamente el funcionamiento de su plancha de rizar el pelo.

      Sin pararse a pensar, Samantha metió la mano en el lavabo y asió el mango del martillo. Lo ocultó a su espalda mientras recorría el largo pasillo en dirección a la cocina.

      Todas las luces estaban encendidas. Fuera, el cielo se había oscurecido. Se imaginó sus zapatillas de correr junto a las de Charlie en el umbral de la cocina, y el testigo de plástico tirado en la explanada. La mesa estaba puesta: platos de papel, tenedores y cuchillos de plástico.

      Oyó una tos ronca, puede que de un hombre. O quizá de Gamma, porque últimamente tosía así, como si el humo del incendio se le hubiera metido de algún modo en los pulmones.

      Otra tos.

      Se le erizó el vello de la nuca.

      La puerta trasera de la casa se hallaba en el otro extremo del pasillo. Un halo de luz tenue rodeaba el cristal esmerilado. Samantha miró hacia atrás mientras avanzaba por el pasillo. Vio el pomo. Se imaginó girándolo, sin dejar de alejarse de él. Con cada paso que daba, se preguntaba si estaba comportándose como una idiota o si tenía razón en estar preocupada, o si todo aquello era una broma, porque a su madre solía gustarle gastarles bromas, como pegar ojos de plástico en el jarro de la leche del frigorífico o escribir Ayúdenme, estoy esclavizado en una fábrica de papel higiénico dentro del canuto del papel higiénico.

      Solo había un teléfono en la casa, el de disco de la cocina.

      La pistola de su padre estaba en un cajón de la cocina. Las balas, en una caja de cartón, en alguna parte.

      Charlotte se reiría de ella si la veía con el martillo. Samantha se lo metió en la parte de atrás de los pantalones de correr. Notó el frío del metal en los riñones, el mango húmedo como una lengua enroscada. Se levantó la camiseta para taparlo antes de entrar en la cocina.

      Sintió que se le agarrotaba el cuerpo.

      No era una broma.

      Había dos hombres en la cocina. Olían a sudor, a cerveza y nicotina. Llevaban guantes negros. Negros pasamontañas de esquí cubrían sus caras.

      Samantha abrió la boca. El aire había adquirido de pronto la densidad del algodón. Le oprimía la garganta.

      Uno era más alto que el otro. El bajo era más grueso. Más corpulento. Vestía vaqueros y camisa negra de botones. El alto llevaba una camiseta blanca descolorida, vaqueros y zapatillas de bota azules, con los cordones rojos sin atar. El bajo parecía más peligroso, pero costaba trabajo estar segura porque lo único que veía Samantha detrás de sus máscaras eran las bocas y los ojos.

      Y a los ojos no los miraba.

      El de las zapatillas de bota empuñaba un revólver.

      El de la camiseta negra, una escopeta con la que apuntaba directamente a la cabeza de Gamma.

      Ella tenía las manos levantadas. Le dijo a Samantha:

      —No pasa nada.

      —No, nada. —La voz del de la camisa negra sonaba como el tintineo rasposo de la cola de una serpiente de cascabel—. ¿Quién más hay en la casa?

      Gamma sacudió la cabeza.

      —Nadie.

      —No me mientas, zorra.

      Se oyó un golpeteo. Charlotte estaba sentada a la mesa. Temblaba tan violentamente que las patas de la silla golpeaban contra el suelo, produciendo un tamborileo semejante al de un pájaro carpintero.

      Samantha volvió a mirar hacia el pasillo, hacia la puerta, hacia el tenue halo de luz.

      —Ven aquí.

      El de las zapatillas azules le indicó con un gesto que se sentara junto a Charlotte. Ella se movió lentamente, dobló con cuidado las rodillas y mantuvo las manos encima de la mesa. El mango de madera del martillo golpeó el asiento de la silla, haciendo ruido.

      —¿Qué es eso? —El de la camisa negra la miró bruscamente.

      —Lo siento —susurró Charlotte. La orina había formado un charco en el suelo. Mantenía la cabeza agachada y se mecía adelante y atrás—. Lo siento, lo siento, lo siento.

      —Dígannos qué quieren —dijo Gamma—. Se lo daremos y luego podrán marcharse.

      —¿Y si lo que quiero es eso? —El de la camisa negra tenía los ojillos fijos en Charlotte.

      —Por favor —dijo Gamma—. Haré lo que quieran. Cualquier cosa.

      —¿Cualquier cosa? —preguntó el de la camisa negra en un tono que no dejaba lugar a equívocos.

      —No —intervino el de las zapatillas de bota. Su voz sonaba más joven, nerviosa o quizá asustada—. No hemos venido por eso. —Su nuez se movió bajo el pasamontañas cuando trató de aclararse la garganta—. ¿Dónde está su marido?

      Algo brilló en los ojos de Gamma. Un destello de ira.

      —Está trabajando.

      —Entonces, ¿por qué está su coche ahí fuera?

      —Solo tenemos un coche porque… —respondió Gamma.

      —El sheriff… —dijo Samantha, y se interrumpió al darse cuenta de que no debería haber dicho nada.

      El de la camisa negra volvió a mirarla.

      —¿Qué dices, niña?

      Ella bajó la cabeza. Charlotte le apretó la mano. «El sheriff», había empezado a decir. El hombre del sheriff llegaría enseguida. Rusty había dicho que iban a mandar un coche, pero Rusty decía muchas cosas que no se cumplían.

      —Está asustada, nada más —dijo Gamma—. ¿Por qué no pasamos a la otra habitación? Podemos dialogar, ver qué es lo que queréis, chicos.

      Samantha sintió que algo duro chocaba con su cabeza. Notó el sabor metálico de sus empastes. Le pitaban los oídos. La escopeta. El hombre le había apoyado el cañón de la escopeta en la cabeza.

      —Has dicho algo del sheriff, niña. Te he oído.

      —No —dijo Gamma—. Quería decir que…

      —Cállate.

      —Solo…

      —¡He dicho que te calles de una puta vez!

      Samantha levantó la vista cuando la escopeta giró hacia su madre. Gamma estiró los brazos, pero muy despacio, como si hiciera pasar las manos a través de arena. Se hallaron de pronto atrapadas en una película de stop motion: sus movimientos eran inconexos, sus cuerpos se habían convertido en plastilina. Samantha vio cómo, uno a uno, los dedos de su madre se cerraban en torno al cañón de la recortada. Las uñas pulcramente cortadas. Un grueso callo en el dedo, de sujetar el lápiz.

      Se oyó un chasquido casi imperceptible.

      El segundero de un reloj.

      El resbalón de una puerta al encajar en la cerradura.

      El percutor de una escopeta al golpear el cebo un cartucho.

      Puede que oyera el chasquido o puede que solo lo intuyera porque se encontraba mirando el dedo del hombre de la camisa negra cuando apretó el gatillo.

      Una roja explosión enturbió el aire.

      La sangre salió despedida en un chorro hacia el techo. Se derramó por el suelo. Calientes y espesos zarcillos salpicaron la cabeza de Charlotte y mancharon la mejilla y el cuello de Samantha.

      Gamma se desplomó.

      Charlotte soltó un grito.

      Samantha sintió que abría la boca, pero el grito quedó atrapado dentro de su pecho. Estaba paralizada. Los gritos de Charlotte se convirtieron en un eco lejano. Todo perdió su color. Estaban suspendidos en una imagen en blanco

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