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perderse el nombramiento del liberal Felipe Lachica como nuevo alcalde. Sobre todo, por si hay jaleo. En las elecciones de noviembre pasado ya lo hubo. Pistolas y palos. El concejal don Federico García habla desde la palestra, alzando su voz rotunda y ronca para sobreponerla a los constantes gritos, abucheos, pataleos y silbidos que intentan interrumpirlo desde el fondo de la sala.

      —La ausencia hoy aquí de los concejales conservadores y romanonistas es un insulto a esta institución y al pueblo de Granada. ¿De qué se quejan? La anulación de los resultados electorales del distrito 3 de San Ildefonso era obligación ineludible de este consistorio –silbidos, gritos, abucheos, pataleos–. Protesten, griten, insulten…

      —¡Don Federico! –se yergue el recién nombrado alcalde para atemperar la cólera del tribuno.

      —Decenas de testigos certificaron la presencia de hombres armados en San Ildefonso el día de las elecciones. Pistoleros con los que el candidato don Alejandro Roldán intimidó a los electores. Setecientos cuarenta y siete votos fueron cosechados a punta de pistola, señores concejales, vecinos de Granada. No podemos cerrar los ojos ante semejante atropello. Ni el candidato Alejandro Roldán ni el candidato Teodoro Sabrás se hicieron merecedores de la dignidad de subir a esta tribuna.

      Durante dos largos minutos, los aplausos de los concejales liberales intentan ahogar los abucheos que llegan desde el gallinero. Don Federico bebe agua y se diluye ligeramente la cólera roja de su cara. Espera pacientemente a que el silencio, o algo parecido al silencio, regrese al salón de plenos.

      —1917 ha sido un año especialmente difícil, pero este consistorio afrontó con firmeza la huelga general de agosto…,

      —¡Cacique! ¡Asesino! ¡A punta de pistola!

      —… La grave epidemia de viruela de septiembre recibió por parte del Gobierno liberal cumplida y enérgica respuesta, que evitó males mayores…

      —¡Llenando los cementerios!

      —¡No, señor! Cerrando los cementerios, que se habían constituido en el mayor foco infeccioso…

      —¡Ni visitar a nuestros muertos nos dejan ya! ¡Bolchevique! ¡Quemaiglesias! ¡Vete a Rusia!

      —Cierto que también fue necesario adoptar decisiones impopulares, como la incautación de trigo en los pueblos. ¡Pero es que Granada se quedaba sin pan, señores! ¡Sin pan!

      —¿Y por qué no te lo incautaron a ti, ladrón? ¡Mangante! ¡Carterista!

      —El establecimiento del denominado por este consistorio «pan de familia» permitió paliar la hambruna de noviembre –sigue gritando, desde el alero de su bigote, el padre del Lucero–. En un momento de precariedad, como el que vivíamos, el pan de familia a 40 céntimos llenó muchas bocas de nuestros vecinos granadinos…

      —¡Robándonos a nosotros! ¿Quién nos da pan a los panaderos, ladrón? ¡Bolchevista!

      —Por último, y con dolor –la voz del concejal Federico García se ha vuelto honda, lenta–, he de aludir a la vergonzante actitud mostrada recientemente en Madrid por los radicales señores Fernando de los Ríos y Pablo Azcárate. Estos caballeros, obrando con una deslealtad incalificable ante esta institución y ante esta ciudad, osaron cuestionar ante nuestro ministro de Gobernación, el Ilustrísimo Señor Bahamonde, la transparencia de esta corporación. Don Fernando de los Ríos, que se dice socialista y se decía mi amigo, viajó el pasado 22 de diciembre a Madrid con el único afán de socavar nuestra credibilidad y el orgulloso nombre de Granada. A su disposición pongo, don Fernando, la revisión de todos y cada uno de los documentos públicos que obran en poder de este Ayuntamiento. ¿Qué más quiere, viejo amigo, si es que me permite seguir tratándole así?

      Un silencio lunar se extiende por el salón de plenos. Todos saben quién es el joven moreno y atildado que acompaña hoy al profesor Fernando de los Ríos en el gallinero. Tiene los ojos idénticos al concejal que interpela al socialista. Quizá yo también hubiera tenido esos ojos.

      —Por supuesto que puede seguir llamándome amigo, don Federico. Tanto como a este joven que me acompaña puede seguir llamándole hijo –recita el socialista Fernando de los Ríos.

      —¡O hija! –se ríen desde las bancadas los simpatizantes de los conservadores, adoctrinados con minuciosas instrucciones para reventar el pleno.

      El Lucero sonríe arrogante al espontáneo que lo acaba de llamar maricón. Don Federico y Fernando de los Ríos, sin embargo, lo encaran con sendas miradas feroces. Un invisible pájaro de violencia sobrevuela el salón de plenos.

      —Pero, don Federico –prosigue De los Ríos–, ni su hijo ni este amigo que le habla podemos congratularnos con la forma caciquil y despectiva con que este consistorio ignora llevar a cabo cada uno de los acuerdos pactados con nuestra minoría de izquierdas. ¿Será que ustedes, los liberales de Granada, tienen más intereses comunes con la oposición conservadora y retrógrada que con nosotros? Me temo que sí, señor concejal. Ustedes están aquí para proteger su dinero y sus privilegios mientras el pueblo de Granada pasa hambre. Se enorgullece usted del «pan de familia». Valiente hipocresía, señor concejal. ¿Rebajó usted el precio del trigo que producen sus fincas para contribuir a paliar el hambre? ¿O quizás aprovechó la alteración de mercado que provocaron las incautaciones para hacer lo contrario?

      La bancada rompe en aplausos mientras De los Ríos, acompañado del Lucero y de Montesinos, hace un teatral mutis hacia la puerta de salida. Antes de que abandonen el salón de plenos, los corifeos silencian los intentos de don Federico por responder entonando un interminable: «¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!».

      Fernando de los Ríos es bajo, recio, de espesa barba negra, frente extensa, 39 años, catedrático, socialista. Camina sobre la nieve con valentía, a pesar de que el vaho de sus gafas le impide ver más allá de sus narices mientras atraviesan la plaza del Carmen.

      —Os veo muy callados. ¿Qué es lo que pensáis?

      —¿No cree que sus palabras han fortalecido a los conservadores, profesor? No sé si es una buena estrategia –apunta Montesinos a media voz.

      —La verdad nunca es estratégica. Por eso sólo hay una. ¿Y a ti, Lucero, qué te ha parecido?

      —Ya sabe que odio la política, profesor.

      —¿Por qué? Piénsate bien la respuesta, si eres tan amable.

      —No la necesito. Creo que la política sólo sirve para llenar de palabras vacías los periodos de entreguerras.

      —¡Oh, no! No me digas que tu amigo Paquito Soriano te ha traducido ya a Oscar Wilde. Jodidos epigramas. Qué bien suenan y cuánto daño pueden hacerle al pensamiento de los jóvenes.

      —Mientras me suenen bien, ¿qué importa el daño que me hagan?

      —¡Impertinente! ¡Frívolo! ¡Te castigo a pagar los cafés!

      —Vaya día tiene usted hoy con la familia García, profesor –se mofa Montesinos.

      —Soy un hombre recto rodeado de vanguardistas. Qué condena.

      —Los vanguardistas, por lo menos, pagamos los cafés.

      —En eso llevas razón, Lucerito. Dejadme pasar a mí primero, así la gente se creerá que me seguís respetando.

      Los dos jóvenes, entre sonrisas burlonas, escoltan la entrada del profesor en el café y le obsequian con una reverencia histriónica. La atmósfera está densa de humo proveniente de una chimenea esquinera con mal tiro y madera húmeda. Apenas hay una mesa vacía en el local abarrotado. Innumerables alientos han empañado los espejos para desgracia de los dandis locales, y mucha gente carga paquetes de víspera de Reyes en las manos. El tesón blanco de la nieve ha hipnotizado a De los Ríos, que no aparta la vista de las vidrieras.

      —¿No estará usted pensando, profesor? –pregunta el Lucero.

      —Rusia –contesta sin desviar la mirada.

      —Aquí ya tenemos bastante nieve –interviene

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