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religioso llamado fray Hernando que pasase á Yuste y se incautase de los bienes de los ermitaños, despidiéndolos además de sus celdas.—Así lo verificó el fraile, y los Hermanos de la pobre vida bajaron á Quacos, en donde la caridad pública les dió albergue y limosna.

      »No se desalentaron los cenobitas, ni eran hombres fáciles de vencer los dos recién llegados de Roma.—Muy por el contrario: estos infatigables varones, sin descansar de su larga y penosa peregrinación, encamináronse á Tordesillas, residencia entonces del infante D. Fernando, hermano del rey de Castilla D. Enrique III el Doliente, y le expusieron sus agravios, pidiéndole protección contra el Obispo de Plasencia. Favorable acogida alcanzaron los dos comisionados en el ánimo de aquel ilustre Príncipe, quien comenzó, á fuer de prudente y morigerado, por entregarles una carta para el mismo prelado Arias, en que le suplicaba devolviese los bienes á los Hermanos de la pobre vida y les permitiera hacer uso de la concesión del Sumo Pontífice. Pero el que había desobedecido al sucesor de San Pedro, no reparó tampoco en desatender la respetuosa carta del hermano del Rey, y los dos religiosos tornaron presto al lado del Infante con la noticia de que el Obispo no había hecho caso alguno de su respetuosa cuanto respetable recomendación.

      »Enojóse grandemente D. Fernando, y maravillado de aquella tenaz rebeldía, al par que decidido á vencerla, entregó á los monjes una carta para D. Lope de Mendoza, Arzobispo de Compostela, de quien era sufragáneo el obispo Arias, encargándoles volviesen á darle cuenta de cómo los había recibido y de las disposiciones que había tomado. Partieron, pues, Juan de Robledillo y Andrés de Plasencia á Medina del Campo, punto en que residía el Arzobispo, el cual, leído que hubo, con tanta indignación como asombro, la carta de D. Fernando, ampliada con el relato de los dos humildes ermitaños, albergó cariñosamente á éstos en su propia posada, y cuando los vió repuestos de tan continuos viajes y sinsabores, dióles dos cartas, una de ellas para el rebelado Obispo, en que, bajo santa obediencia y pena de excomunión, le ordenaba cumplir lo mandado por Su Santidad, y otra para Garci-Álvarez de Toledo, señor de Oropesa, rogándole se encargase de la ejecución de lo preceptuado por el Papa, á cuyo fin le autorizaba para que obligase al obispo Arias á devolver sus bienes á los Hermanos de la pobre vida.

      »La fecha de estas dos cartas es de 10 de Junio de 1409.

      »Provistos de ellas, pasaron otra vez los dos religiosos á Tordesillas, y se las mostraron al infante D. Fernando, el cual se complació mucho en leerlas y les dió otra para el mismo Garci-Álvarez, recomendándole vivamente el negocio que le había cometido el ilustre Arzobispo de Compostela.

      »Veraneaba á la sazón en su palacio señorial de Jarandilla el poderoso señor de Oropesa Garci-Álvarez, quien recibió á los dos cenobitas con extraordinaria benevolencia, y enterado de los escritos de que eran portadores, les manifestó que, siendo aquel día la festividad del Nacimiento de San Juan Bautista, dejaba para el siguiente el pasar á Yuste, á donde podían ellos marchar desde luego (Yuste dista de Jarandilla poco más de una legua, como ya hemos indicado), á decir á sus hermanos que se les haría cumplida justicia. Con esto, dirigiéronse ambos comisionados á Quacos, donde residía el resto de la Comunidad, caritativamente albergada por aquellos vecinos, entonces muy partidarios de todo lo que hacía relación con el naciente Monasterio de Yuste; y, llegado que hubieron Plasencia y Robledillo al puente situado á la entrada del lugar, fueron recibidos por unos y otros con abrazos y fraternal regocijo; con lo que, siendo la hora de vísperas, trasladáronse todos á la iglesia á dar gracias al Señor por la victoria que les había concedido.

      »En la mañana del siguiente día, 25 de Junio, cuando apenas alboreaba, el señor de Oropesa y un su amigo de Trujillo, que veraneaba con él en Jarandilla, y cuyo nombre omiten las crónicas, caballeros en briosos corceles y seguidos de brillante comitiva, pasaron por Quacos con dirección á Yuste. El concejo y vecinos de aquel lugar, y, por supuesto, todos los despojados anacoretas, siguieron á pie al esclarecido magnate, entre grandes aclamaciones, y de este modo llegaron al Monasterio, donde permanecía Fr. Hernando como administrador ó encargado del Obispo de Plasencia.

      »Aquel religioso intentó al principio eludir el cumplimiento de las órdenes que llevaba Garci-Álvarez; pero éste mostró tal energía y asustó de tal manera al fraile intruso (así le llama el libro del convento), que Fr. Hernando acabó por hacer entrega de todos los bienes de Yuste á los Hermanos de la pobre vida, á quienes donaron por su parte gruesas sumas el de Oropesa y el caballero trujillano, ofreciéndoles al despedirse constante protección para cuanto se les ocurriese en lo sucesivo.

      »Pero de aquí en adelante todo fué ya favorable á la santa empresa de aquellos animosos solitarios. Desde luego pusiéronse bajo la vocación de San Jerónimo y protección de fray Velasco, prior de los Jerónimos de Guisando, hasta que en 1414 los vemos acudir á Guadalupe, asiento del Capítulo general de la Orden, solicitando ingresar en ella y ser reconocidos como verdadera comunidad. Algunas objeciones les opusieron los padres graves de Guadalupe, alegando que los Hermanos de la pobre vida carecían de las fincas ó elementos necesarios para sostener con decoro la elevada Orden Jerónima; pero Juan de Robledillo y Andrés de Plasencia acudieron á su protector Garci-Álvarez, que por entonces residía en Oropesa, el cual montó en seguida á caballo y se presentó ante el Capítulo de Guadalupe, haciendo suya la solicitud de los anacoretas de Yuste. Reprodujeron los Jerónimos las razones de su anterior negativa, y oídas por el señor de Oropesa, exclamó sin vacilar: «Pues bien: hoy por mí, mañana por mis descendientes, me obligo á cubrir todas las necesidades del Monasterio de Yuste

      »Ante esta arrogante y caballeresca donación, tan propia del sujeto que la hacía, el Capítulo declaró Jerónimos á los Hermanos de la pobre vida, quedando así fundado definitivamente el convento que había de ser orgullo de la Orden.—Su primer Prior fué Fr. Francisco de Madrid, ignorándose las razones por qué no recayó este cargo ni en Robledillo ni en Plasencia.—Finó con ello el año de 1414.»

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      Tal es la historia de la fundación de Yuste.—La de su rápido crecimiento, esplendorosa magnificencia y lamentable ruina nos detendrá también muy poco, pues ni ofrece tanto interés dramático como la porfiada lucha que acabamos de reseñar, ni creemos oportuno diferir demasiado la narración de nuestra visita á los venerables restos de aquella santa casa.

      Diremos, pues, sucintamente, que D. Juan II, D. Enrique IV y los Reyes Católicos heredaron del piadoso hermano de D. Enrique III el decidido empeño de proteger el Monasterio de Yuste; y que, del propio modo, los Condes de Oropesa siguieron en estos reinados la tradición de Garci-Álvarez de Toledo y consagraron al propio fin gran parte de sus rentas.

      Al principio se edificó, además de la magnífica iglesia que ya describiremos, un extenso y cómodo convento, á la verdad nada suntuoso; pero, á mediados del siglo xvi, los mismos Condes de Oropesa costearon casi solos otro gran Monasterio (todo de piedra y en el soberbio orden arquitectónico del Renacimiento), dejando para Noviciado el adyacente primitivo edificio. La nueva obra, que había de vivir menos que la antigua, fué terminada en 1554.

      Cuando Carlos V concibió la primera idea de retirarse del mundo, fijó desde luego su atención, como en lugar muy á propósito para acabar tranquilamente su vida, en el Monasterio de Yuste, cuya fama llenaba ya el orbe cristiano, no sólo por la grandiosidad de su fábrica y por la riqueza de la Comunidad, sino también por lo ameno, sosegado y saludable de aquel solitario sitio. Así es que algunos años antes de su abdicación, hallándose el César en los Países Bajos, encargó á su hijo D. Felipe que, antes de partir á casarse con la Reina de Inglaterra, fuese al célebre convento y plantease en él las habitaciones que debían construirse para recibirlo y albergarlo en su día.—

      El que pronto había de llamarse Felipe II cumplió la orden paterna, y muy luego empezaron las obras del apellidado Palacio del Emperador, palacio modestísimo, reducido á cuatro grandes celdas, cuyo destino fué al principio un secreto para los mismos religiosos que allí vivían, excepción hecha del Prior y de algún otro.

      Más adelante veremos cómo Felipe II volvió algún tiempo

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