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púsose aún más pálido, contemplando con ojos azorados el paso de la cruz y el desfile de los sacerdotes, que rompieron a cantar gravemente, al mismo tiempo que miraban, unos con aversión, otros con envidia, a toda esa gente olvidada de Dios que corría a divertirse.

      El espada se apresuró a quitarse la montera, imitándole sus banderilleros, menos el Nacional.

      —Pero ¡mardita sea!—gritó Gallardo—. ¡Descúbrete, condenao!

      Le miraba furioso, como si fuese a pegarle, convencido por una confusa intuición de que esta rebeldía iba a atraer sobre él las mayores desgracias.

      —Güeno, me la quito—dijo el Nacional con una fosquedad de niño contrariado, luego que vio alejarse la cruz—. Me la quito... pero es al muerto.

      Permanecieron detenidos mucho tiempo para dejar pasar al largo cortejo.

      —¡Mala pata!—murmuró Gallardo con voz temblona de cólera—. ¿A quién se le ocurre traer un entierro por el camino de la plaza?... ¡Mardita sea! ¡Cuando digo que hoy pasa argo!

      El Nacional sonrió, encogiéndose de hombros.

      —Superstisiones y fanatismos... Dios u la Naturaleza no se ocupan de esas cosas.

      Estas palabras, que irritaron aún más a Gallardo, desvanecieron la grave preocupación de los otros toreros, los cuales comenzaron a burlarse del compañero, como en todas las ocasiones en que sacaba a colación su frase favorita «Dios u la Naturaleza».

      Al quedar libre el paso, el carruaje emprendió una marcha veloz a todo correr de sus mulas, pasando entre los otros vehículos que afluían a la plaza. Al llegar a ésta, torció a la izquierda, dirigiéndose a la puerta llamada de Caballerizas, que daba a los corrales y a las cuadras, teniendo que marchar a paso lento entre el compacto gentío. Otra ovación a Gallardo cuando descendió del coche, seguido de sus banderilleros. Manotazos y empellones para salvar su traje de sucios contactos; sonrisas de saludo; ocultaciones de la diestra, que todos querían estrechar.

      —¡Paso, cabayeros! ¡Muchas grasias!

      El amplio corral entre el cuerpo de la plaza y el muro de las dependencias estaba lleno de público que antes de ocupar sus asientos quería ver de cerca a los toreros. Sobre las cabezas del gentío emergían a caballo los picadores y los alguaciles con sus trajes del siglo XVII. A un lado del corral alzábanse edificios de ladrillo de un solo piso, con parras sobre las puertas y tiestos de flores en las ventanas: un pequeño pueblo de oficinas, talleres, caballerizas y casas en las que vivían los mozos de cuadra, los carpinteros y demás servidores del circo.

      El diestro avanzó trabajosamente entre los grupos. Su nombre pasaba de boca en boca con exclamaciones de entusiasmo.

      —¡Gallardo!... ¡Ya está ahí el Gallardo! ¡Olé! ¡Viva España!

      Y él, entregado por completo al culto del público, avanzaba contoneándose, sereno cual un dios, alegre y satisfecho, como si asistiese a una fiesta en su honor.

      Dos brazos se arrollaron a su cuello, al mismo tiempo que asaltaba su olfato un fuerte hedor de vino.

      —¡Cachondo!... ¡Gracioso! ¡Vivan los mozos valientes!

      Era un señor de buen aspecto, un burgués que había almorzado con sus amigos y huía de la risueña vigilancia de éstos, que le observaban a pocos pasos de distancia. Reclinó su cabeza en el hombro del espada, y así permaneció, como si en tal posición fuese a dormirse de entusiasmo. Los empujones de Gallardo y los tirones de los amigos libraron al espada de este abrazo interminable. El borracho, al verse separado de su ídolo, rompió en gritos de entusiasmo. ¡Olé los hombres! Que vinieran allí todas las naciones del mundo a admirar a toreros como aquél y a morirse de envidia.

      —Tendrán barcos... tendrán dinero... pero ¡todo mentira! Ni tienen toros ni mozos como éste, que le arrastran de valiente que es... ¡Olé mi niño! ¡Viva mi tierra!

      Gallardo atravesó una gran sala pintada de cal, sin mueble alguno, donde estaban sus compañeros de profesión rodeados de grupos entusiastas. Luego se abrió paso entre el gentío que obstruía una puerta, y entró en una pieza estrecha y obscura, en cuyo fondo brillaban luces. Era la capilla. Un viejo cuadro representando la llamada Virgen de la Paloma ocupaba el frente del altar. Sobre la mesa ardían cuatro velas. Unos ramos de flores de trapo apolillábanse polvorientos en búcaros de loza ordinaria.

      La capilla estaba llena de gente. Los aficionados de clase humilde amontonábanse dentro de ella para ver de cerca los grandes hombres. Manteníanse en la obscuridad con la cabeza descubierta, unos acurrucados en las primeras filas, otros subidos en sillas y bancos, vueltos en su mayoría de espaldas a la Virgen y mirando ávidamente a la puerta para lanzar un nombre apenas columbraban el brillo de un traje de luces.

      Los banderilleros y picadores, pobres diablos que iban a exponer su vida lo mismo que los maestros, apenas levantaban con su presencia un leve murmullo. Sólo los aficionados fervorosos conocían sus apodos.

      De pronto, un prolongado zumbido, un nombre repitiéndose de boca en boca:

      —¡Fuentes!... ¡Ese es el Fuentes!

      Y el elegante torero, con su esbelta gentileza, suelta la capa sobre el hombro, avanzó hasta el altar, doblando una rodilla con elegancia teatral, reflejándose las luces en el blanco de sus ojos gitanescos, echando atrás la figura recogida, graciosa y ágil. Luego de hecha su oración y de persignarse se levantó, marchando de espaldas hasta la puerta, sin perder de vista la imagen, como un tenor que se retira saludando al público.

      Gallardo era más simple en sus emociones. Entró montera en mano, la capa recogida, contoneándose con no menos arrogancia; pero al verse ante la imagen puso las dos rodillas en tierra, entregándose a su oración, sin acordarse de los centenares de ojos fijos en él. Su alma de cristiano simple estremecíase con el miedo y los remordimientos. Pidió protección con el fervor de los hombres sencillos que viven en continuo peligro y creen en toda clase de influencias adversas y protecciones sobrenaturales. Por primera vez en todo el día, pensó en su mujer y en su madre. ¡La pobre Carmen, allá en Sevilla, esperando el telegrama! ¡La señora Angustias, tranquila con sus gallinas, en el cortijo de La Rinconada, sin saber ciertamente dónde toreaba su hijo!... ¡Y él con el terrible presentimiento de que aquella tarde iba a ocurrirle algo!... ¡Virgen de la Paloma! Un poco de protección. El sería bueno, olvidaría «lo otro», viviría como Dios manda.

      Y fortalecido su espíritu supersticioso con este arrepentimiento inútil, salió de la capilla, emocionado aún, con los ojos turbios, sin ver a la gente que le obstruía el paso.

      Fuera, en la pieza donde esperaban los toreros, le saludó un señor afeitado, vestido con un traje negro que parecía llevar con cierta torpeza.

      —¡Mala pata!—murmuró el torero, siguiendo adelante—. ¡Cuando digo que hoy pasa argo!...

      Era el capellán de la plaza, un entusiasta de la tauromaquia, que llegaba con los Santos Oleos bajo la chaqueta. Venía del barrio de la Prosperidad, escoltado por un vecino que le servía de sacristán a cambio de un asiento para ver la corrida. Años enteros llevaba discutiendo con una parroquia del interior de Madrid que alegaba mejor derecho para monopolizar el servicio religioso de la plaza. Los días de corrida tomaba un coche de punto, que pagaba la empresa, metíase bajo la americana el vaso sagrado, escogía por turno entre sus amigos y protegidos uno a quien agraciar con el asiento destinado al sacristán, y emprendía la marcha a la plaza, donde le guardaban dos sitios de delantera junto a las puertas del toril.

      El sacerdote entró en la capilla con aire de propietario, escandalizándose de la actitud del público: todos con la cabeza descubierta, pero hablando en voz alta, y algunos hasta fumando.

      —Caballeros, que esto no es un café. Hagan el favor de salir. La corrida va a empezar.

      Este aviso fue lo que generalizó la dispersión, mientras el sacerdote sacaba los Oleos ocultos, guardándolos en una caja de madera pintada. El también, apenas hubo ocultado el sacro depósito, salió

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