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pretendió ser el remedio contra las desigualdades económicas y otras crueldades generadas por el desarrollo industrial burgués, una especie de populismo radical y liberal, mientras que en el antiguo Imperio otomanobizantino, donde nunca se había dado semejante desarrollo moderno, el comunismo no fue más que una fuerza destructiva, una segunda invasión de los mongoles.

      —Váci Utca —exclamó Fischer refiriéndose a una elegante calle comercial de Budapest—, con sus farolas y una atmósfera de la viuda alegre,[4] no es una creación del poscomunismo sino del comunismo, tal como lo interpretaron los húngaros, con su tradición centroeuropea, en los años setenta y ochenta.

      Evidentemente, la historia y la geografía sólo proporcionan esquemas generales sobre los cuales la humanidad aplica luego los detalles.[5] Basta fijarse en el telón de acero, obra no tanto de esquemas geográficos y culturales como de la política de poder de finales de la Segunda Guerra Mundial, política que generó otra división llamada a sumarse a la que separó al Imperio de los Habsburgo y al otomano. Las diferencias en desarrollo entre países excomunistas afectados por el régimen de los Habsburgo —como Hungría, la República Checa y Polonia— y aquellos otros afectados por Bizancio y la Turquía otomana —caso de Rumania y Bulgaria— son profundas. Sin embargo, en otro sentido, Hungría comparte más de lo que posiblemente le guste admitir con Rumania y Bulgaria, antiguas aliadas suyas en el Pacto de Varsovia. Fischer explicó que, a pesar de su progreso económico, Hungría aún no puede escapar fácilmente de su pasado.

      —Nuestras prostitutas, en Budapest, son rusas y ucranianas; nuestra moneda, aunque cotiza libremente, aún no tiene valor en Occidente; nuestro petróleo y nuestro gas vienen de Rusia; y tenemos asesinos mafiosos y corrupción exactamente igual que los países del sur y del este de Europa. Los crímenes de las mafias y el narcotráfico constituyen una presión que se ejerce sobre el gobierno húngaro con objeto de que establezca, con carácter obligatorio, visados para rumanos, serbios y ucranianos, a los que se considera responsables de esas actividades, pero tal cosa nunca ocurrirá, pues nos separaría de los húngaros de raza que viven en Rumania, al otro lado de la frontera. Estamos ligados al Este excomunista, tanto si nos gusta como si no.

      Fischer podría haber añadido que el vestíbulo de este edificio estaba oscuro y descuidado, como muchos que yo había visto en todo el antiguo mundo comunista, donde décadas de propiedad estatal no habían proporcionado a las personas ningún incentivo para cuidar del mantenimiento de sus bienes, actitud que empezaba a cambiar poco a poco. También era lamentable el edificio propiamente dicho, así como el resto de las viviendas del barrio de Fischer, cuyo aspecto de construcciones inacabadas y de baja calidad —vidrios bastos y ladrillos de cenizas color mostaza— era más propio de los edificios de Asia central en la época comunista que de los de Austria, país que se encuentra a sólo dos horas de distancia en tren. Aunque el muro de Berlín había caído en noviembre de 1989, para el viajero su espectro seguía presente aquí casi diez años después.

      —¿Qué me dice acerca de la OTAN? —le pregunté—. ¿Marcará su nueva frontera oriental, tras el ingreso de Polonia, la República Checa y Hungría, el límite de Oriente Próximo?

      —La OTAN no cuenta —contestó Fischer con un gesto excluyente de la mano—. Lo único real es la UE. —Y explicó que la Unión Europea se ocupa de la moneda, los controles de las fronteras, los pasaportes, el comercio, los tipos de interés, las normativas referentes al medio ambiente y a la alimentación, los detalles de la vida diaria que cambiarán la realidad húngara—. Durante décadas Austria no formó parte de la OTAN, pero ¿imaginó alguna vez a Austria como parte de Europa oriental o de Oriente Próximo? Pues claro que no. (Austria tampoco había formado parte de la Unión Europea, pero su economía operaba de acuerdo con las normas del libre mercado propugnadas por la UE.)

      Por consiguiente, parece una hipótesis probable —al menos si la UE se ampliaba hasta incluir Hungría, Eslovenia, la República Checa y Polonia, aunque tardara una década en conceder la condición de miembros de pleno derecho a Rumania, Bulgaria, Macedonia, Turquía y Rusia— que la alianza occidental se convierta en una extraña variante del Sacro Imperio Romano que alcanzó su apogeo en el siglo XI, lo cual institucionalizaría una vez más la escisión entre la cristiandad occidental y la oriental, como ya ocurriera durante las divisiones entre Roma y Bizancio, y entre el Imperio de los Habsburgo y el Imperio otomano. Entonces Oriente Próximo empezaría en la frontera de Hungría y Rumania. Para completar el restablecimiento de este viejo mapa, Rusia estaba recuperando la configuración de la Moscovia del siglo XVI: una vibrante ciudad-estado con un hinterland caótico.[6]

      —Los húngaros quieren «espiritualizar» las fronteras, éste es el término que utilizan aquí —subrayó Fischer.

      —Quiere decir que desean que las fronteras sean filtros que protejan, no que dividan, ¿no es así? —intervine.

      —Tal vez —repuso Fischer con sequedad—. Lo que quieren realmente es dejar que los húngaros de raza que están en el este entren en Hungría, pero nadie más.

      Fischer se puso entonces a despotricar contra la «modernidad» en Europa, donde los movimientos democráticos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX fortalecieron el nacionalismo étnico, mientras que la industrialización reforzaba el poder de los Estados. El resultado fue el colapso de los imperios multiétnicos como la Austria-Hungría de los Habsburgo y la Turquía otomana, y el surgimiento de potencias monoétnicas como Alemania y de perniciosos principados tribales en los Balcanes después de la Primera Guerra Mundial, aunque en algunos casos recibían el nombre de democracias parlamentarias. Ni siquiera las revoluciones democráticas de 1848 en Europa central fueron al parecer tan puras; se basaban en conceptos étnicos tanto como en ideales liberales, y al menos en las zonas húngaras (magiares) fueron rechazadas por las minorías croata, serbia y rumana.[7] Para Fischer, dada su formación, la «modernidad» había supuesto una «campaña de magiarización» y otras formas de «limpieza étnica», esenciales para el establecimiento de minúsculos estados tiranizados por mayorías étnicas. Para él, el símbolo de la «modernidad» se hallaba en lo ocurrido el 17 de septiembre de 1944, día en el que él cumplió veintiún años:

      —Como mi padre y yo huimos de Rumania cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y obtuvimos visados para Australia, cuando cumplí veintiún años yo servía en el ejército australiano. Mi comandante me había concedido un corto permiso y, así, pasé mi cumpleaños solo, caminando por el campo y pensando quiénes, entre los familiares y amigos que había dejado en Transilvania, estarían vivos y quiénes habrían muerto.

      »Poco después de la guerra me enteré de que aquel mismo día soldados húngaros fusilaron a todos los habitantes judíos de Sármás, un pueblecito situado al este de Kolozsvár, en Transilvania.[8] Pobre gente. Ellos se consideraban húngaros. ¡Hablaban húngaro! Habían conseguido sobrevivir a cinco años de fascismo sin que los deportaran a campos de concentración. Era como si milagrosamente se hubieran olvidado de ellos mientras alrededor reinaba el horror en todas sus formas. Entonces aparecieron en Sármás los soldados húngaros, sus soldados, ¿y qué hicieron? Encerraron a todos los judíos en unas porquerizas durante varios días, luego los condujeron a una colina y los masacraron. Dentro del Holocausto hubo muchos pequeños pogromos.[9]

      Una semana después de que Fischer me contara esta historia, visité aquella misma colina en Sărmaşu, Rumania. Los cerdos corrían por el fango y campesinos con zamarras negras segaban con guadañas las extensas y onduladas tierras de pastos salpicadas de aldeas de madera. Vi tres hileras de sepulturas, ciento veintiséis en total, cada una de ellas con su estrella de David y su inscripción en hebreo. Las sepulturas estaban cercadas por un horrible muro de cemento, una barrera monstruosa que podemos inscribir en la «historia moderna». Salté el muro y leí la inscripción rumana:

      ...tropas fascistas [húngaras], enemigas de la humanidad, ocuparon la aldea de Sărmaşu, donde reunieron a todos los judíos —hombres, mujeres y niños— en unas porquerizas, allí los tuvieron sin comida, los torturaron y los humillaron de la manera más inicua durante diez días, después, los trajeron a esta colina de llanto y los mataron de los modos más sádicos la víspera de la fiesta judía de Rosh Hashaná...[10]

      Naturalmente,

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