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de investigación bien pertrechado, me dijo que, al no permitir la existencia de un ala reformista en el partido comunista, ni ninguna forma de disidencia —a diferencia de lo que se había hecho en Hungría y Polonia—, Ceauşescu había destruido a conciencia la elite política e incluso el mecanismo evolutivo para que ésta emergiera. Şandor me definió ese estado de cosas de la siguiente manera:

      —Es una nación de políticos de café, donde, a pesar de los nombres de los partidos, no hay ideas, sólo personalidades. ¡Todo es vanidad! —exclamó—. Los políticos rumanos se caracterizan por una gran energía con resultados estériles. Somos Italia sin la clase media de Italia. Los liberales rumanos no son los reformistas del centroderecha que conforman los grupos liberales en cualquier otro lugar de Europa. Aquí tenemos liberales de maletín que sólo se preocupan de los beneficios a corto plazo, personas que no quieren que la competencia extranjera ponga en peligro su nueva riqueza. Como no los une ninguna idea, están fragmentados. Con partidos fragmentados e instituciones débiles, todos temen una catástrofe si dimite el primer ministro, cuando la caída de un primer ministro debería ser un hecho normal en un sistema parlamentario.

      Con su traje negro de elegante corte, su cuidada barba negra, su escritorio negro y su ordenador portátil negro con panel de cristal líquido de alta resolución y otros artilugios de la era de la información, Şandor parecía un ejecutivo de Manhattan.

      —Como los rumanos nos adaptamos con tanta facilidad, empezamos por arriba, con los últimos estilos y tecnologías exóticas —me dijo Şandor.

      No obstante, sus modos occidentales eran una prueba no sólo de su capacidad de adaptación, sino también de su apertura a Occidente —ya antes de la caída del comunismo—, gracias al cargo que había ocupado en el gobierno de Ceauşescu.

      A pesar de ello, su comentario sociopolítico era agudo. Éste era otro dilema del poscomunismo. Las personas que poseían los conocimientos necesarios, analíticos y burocráticos, los habían adquirido gracias a su pertenencia a la antigua elite comunista (y a menudo los utilizaban al margen de la burocracia, cuando no contra ella). Y, así, los únicos que sabían cómo realizar la reforma con frecuencia carecían de la motivación necesaria para hacerla. Şandor —asesor de un partido político de excomunistas ahora conocidos como socialistas— lamentaba, con perspicacia, una paralización política de la que él y otros como él eran en buena medida responsables.

      La paralización había costado a Rumania un tiempo del que no disponía. Mientras que, en 1998, el 70 por ciento de los bancos de Hungría habían sido vendidos a extranjeros —con lo que a partir de ese momento sus instituciones podían operar de acuerdo con las normas internacionales—, en Rumania apenas si se había iniciado la operación de vender bancos. Las privatizaciones rumanas fueron repetidamente demoradas, mientras se exigía que a los extranjeros sólo se les vendieran acciones por debajo del 50 por ciento del total. Un occidental, experto en privatizaciones, me dijo enfáticamente:

      —Ésta sigue siendo una sociedad de campesinos, con desconfianza de campesino a la hora de vender lo que se considera patrimonio nacional.

      En Rumania la información no se difundía, sino que se guardaba celosamente. Un compañero periodista me dijo que, mientras que el fax de su oficina de Budapest consumía un rollo de papel cada dos días por los muchos informes que le enviaban los ministros húngaros, en Rumania el rollo de papel de su fax duraba un mes.

      Según opinaban muchos diplomáticos e inversores extranjeros, la base de estos problemas era una realidad brutal: detrás del presidente y unos pocos ministros no había nada más que inútiles. En la burocracia no había casi nadie remotamente competente o potencialmente aprovechable, o alguien a quien una empresa occidental pudiera contratar. El sistema otomanolevantino de Rumania desalentaba la inversión que podía transformar la cultura, pues los valores morales de las empresas internacionales son occidentales. Henk Mulder, presidente del banco holandés ABN-Amro en Bucarest, me dijo:

      —Inculcamos al personal rumano la ideología de la compañía: integridad, respeto, trabajo en equipo y profesionalidad. Les decimos que nuestra política es pagar nuestros impuestos, y no conceder créditos a nuestros amigos. Los directivos occidentales no tienen una actitud distante, pero a los rumanos les gusta parapetarse detrás de títulos. Yo pido a mis empleados que no me llamen señor y que me expongan los problemas. Ésa es la manera de cambiar este país. El éxito depende de la propiedad occidental y de empresarios de verdad que desplacen a los representantes de la nomenbratura.

      Los hombres de negocios extranjeros que conocí en Bucarest admitieron que su política oficiosa era contratar únicamente a rumanos de menos de treinta años. Consideraban que toda persona de más edad estaba demasiado influida por «la manera local de hacer las cosas» para poder redimirla. De hecho, en el mundo comunista se han malogrado varias generaciones. Un amigo rumano me dijo levantando las manos al cielo en su miserable vivienda:

      —Incluso si tienes treinta y cinco años, tu vida está arruinada. Ningún occidental te va a contratar, y sólo las empresas occidentales pueden ofrecer buenos empleos.

      5.

      BALCÁNICOS REALISTAS

      Sylviu Brucan alzó la vista del original manuscrito que tenía encima del escritorio y me miró. Sus ojos azules eran fríos, penetrantes; su cabello blanco casi se confundía con su tez pálida. Percibí en él una extraordinaria inteligencia. A sus ochenta y dos años, Brucan parecía casi asexuado, un cerebro sin cuerpo: un eunuco de la corte o un Richelieu balcánico con holgada túnica negra y zapatillas deportivas blancas. En torno a él había una habitación llena de periódicos y revistas viejos y cientos de libros, incluidos los escritos por y acerca de Nixon, Kissinger y otros defensores de la realpolitik. Su casa, un tanto decadente, en el límite septentrional de Bucarest, tenía un aire triste. A través de la ventana abierta oí perros que ladraban y percibí olor a lignito.

      Yo había venido a ver a este icono viviente de la guerra fría porque percibía el legado del comunismo en los Balcanes de un modo más pronunciado que la última vez que visité la región, poco después de la caída del muro de Berlín. Nueve años después, la recuperación de Rumania no había hecho más que empezar.

      Brucan, un comunista que, cuando frisaba los veinte, pasó la Segunda Guerra Mundial en la cárcel por obra del régimen del general Antonescu, respaldado por los nazis, se convirtió en un importante asesor de Gheorghe Gheorghiu-Dej, el dictador estalinista de Rumania desde finales de la década de 1940 hasta su muerte en 1965. Con sus furibundas denuncias de Estados Unidos en los periódicos rumanos a finales de los años cuarenta, Brucan aportó su granito de arena al inicio de la guerra fría. Después escribió para Nicolae Ceauşescu, el protegido de Gheorghiu-Dej. Brucan sobrevivió a la purga que Gheorghiu-Dej hizo del ala del partido comunista liderada por Ana Pauker, promoscovita y claramente minoritaria. Pero cuando Ceauşescu accedió a la jefatura del partido a finales de los años sesenta, ese inculto zapatero de Valaquia mantuvo a su camarada, intelectual judío, a una distancia prudente pero respetuosa. En 1987, cuando Ceauşescu llevaba ya dos décadas en el poder, y Rumania estaba sometida al terror del Estado policial y el colapso económico, Brucan, en un acto de valentía, criticó públicamente a Ceauşescu por la brutal represión de un levantamiento obrero en Braşov. En diciembre de 1989, cuando los militares detuvieron a Ceauşescu y a su esposa Elena, después de los desórdenes de Bucarest y Timisoara, en la zona occidental de Rumania, Brucan y otros seis miembros de la cúpula comunista fueron los que dieron la orden de matarlos, lo que les ayudó a asegurarse el control del poder hasta 1996.[25]

      —Está volviendo el analfabetismo —empezó a explicar Brucan, como si estuviera aleccionando a un estudiante—. Cuando nosotros estábamos en el poder, un simple campesino podía enviar a sus hijos a la universidad. Ahora, no —añadió agitando la mano—. El precio de la reforma económica es muy alto. Históricamente fueron gobiernos de centroderecha, como en Polonia y la República Checa, los que llevaron a cabo la reforma poscomunista. Pero aquí los de derechas son nacionalistas radicales, como Funar y Vadim Tudor, que son los verdaderos herederos del nacionalcomunismo de Ceauşescu. Vadim Tudor promete poner fin

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