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escrutadora. El sol se ponía lentamente en medio de la tranquilidad otoñal del paisaje. De improviso el marqués soltó una carcajada. Era su risa, como suya, vigorosa y pujante, y, más que comunicativa, despótica.

      —El tío—exclamó, doblando la carta—siempre tan guasón y tan célebre.... Dice que aquí me manda un santo para que me predique y me convierta.... No parece sino que tiene uno pecados: ¿eh, señor abad? ¿Qué dice usted a esto? ¿Verdad que ni uno?

      —Ya se sabe, ya se sabe—masculló el abad en voz bronca.... Aquí todos conservamos la inocencia bautismal.

      Y al decirlo, miraba al recién llegado al través de sus erizadas y salvajinas cejas, como el veterano al inexperto recluta, sintiendo allá en su interior profundo desdén hacia el curita barbilindo, con cara de niña, donde sólo era sacerdotal la severidad del rubio entrecejo y la compostura ascética de las facciones.

      —¿Y usted se llama Julián Álvarez?—interrogó el marqués.

      —Para servir a usted muchos años.

      —¿Y no acertaba usted con los Pazos?

      —Me costaba trabajo el acertar. Aquí los paisanos no le sacan a uno de dudas, ni le dicen categóricamente las distancias. De modo que....

      —Pues ahora ya no se perderá usted. ¿Quiere montar otra vez?

      —¡Señor! No faltaba más.

      —Primitivo—ordenó el marqués—, coge del ramal a esa bestia.

      Y echó a andar, dialogando con el capellán que le seguía. Primitivo, obediente, se quedó rezagado, y lo mismo el abad, que encendía su pitillo con un misto de cartón. El cazador se arrimó al cura.

      —¿Y qué le parece el rapaz, diga? ¿Verdad que no mete respeto?

      —Boh.... Ahora se estila ordenar miquitrefes.... Y luego mucho de alzacuellitos, guantecitos, perejiles con escarola.... ¡Si yo fuera el arzobispo, ya les daría el demontre de los guantes!

       Índice

      Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se eleva la ancha mole de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz brillaba en el vasto edificio, y la gran puerta central parecía cerrada a piedra y lodo. Dirigióse el marqués a un postigo lateral, muy bajo, donde al punto apareció una mujer corpulenta, alumbrando con un candil. Después de cruzar corredores sombríos, penetraron todos en una especie de sótano con piso terrizo y bóveda de piedra, que, a juzgar por las hileras de cubas adosadas a sus paredes, debía ser bodega; y desde allí llegaron presto a la espaciosa cocina, alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo lo que se llama arcaicamente un mediano monte de leña y no es sino varios gruesos cepos de roble, avivados, de tiempo en tiempo, con rama menuda. Adornaban la elevada campana de la chimenea ristras de chorizos y morcillas, con algún jamón de añadidura, y a un lado y a otro sendos bancos brindaban asiento cómodo para calentarse oyendo hervir el negro pote, que, pendiente de los llares, ofrecía a los ósculos de la llama su insensible vientre de hierro.

      A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase acurrucada junto al pote una vieja, que sólo pudo Julián Álvarez distinguir un instante—con greñas blancas y rudas como cerro que le caían sobre los ojos, y cara rojiza al reflejo del fuego—, pues no bien advirtió que venía gente, levantóse más aprisa de lo que permitían sus años, y murmurando en voz quejumbrosa y humilde: «Buenas nochiñas nos dé Dios», se desvaneció como una sombra, sin que nadie pudiese notar por dónde. El marqués se encaró con la moza.

      —¿No tengo dicho que no quiero aquí pendones?

      Y ella contestó apaciblemente, colgando el candil en la pilastra de la chimenea:

      —No hacía mal..., me ayudaba a pelar castañas.

      Tal vez iba el marqués a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor imperio y enojo que su amo mismo, no terciase en la cuestión, reprendiendo a la muchacha.

      —¿Qué estás parolando ahí...? Mejor te fuera tener la comida lista. ¿A ver cómo nos la das corriendito? Menéate, despabílate.

      En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del vasar una sopera magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués.

      —¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?

      Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando la cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote; y el marqués—que vigilaba la operación—, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.

      —¡Pobre!—murmuró cariñosamente—. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo sangre? ¿Dónde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a reñirle a la perra nosotros. ¡Pícara, malvada!

      Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.

      —¡Farsante!—gritó—. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a meterte con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se conocen los valientes?

      Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un sorbo. El marqués aplaudió:

      —¡Retebién! ¡Viva la gente templada!

      —No,

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