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entrar en el patio, escoltado por don Andrés, con el título de abogado. Le regaló su escopeta, una verdadera joya, admirada por todo el distrito, y un magnífico caballo. Y como si sólo esperase ver cumplido el deseo del viejo Brull, que él no supo realizar, a los pocos días lanzó su última tos, sonaron quejumbrosamente todas las campanas de la ciudad, salió con una orla negra de a palmo el semanario del partido, y de todo el distrito llegó la gente como en procesión, para ver si el cadáver del poderoso don Ramón Brull, que sabía detener o acelerar el curso de la justicia en la tierra, se pudría lo mismo que los despojos de los demás hombres.

       Índice

      Cuando doña Bernarda se vio sola y dueña absoluta de su casa, no pudo ocultar su satisfacción.

      Ahora se vería de lo que era capaz una mujer.

      Contaba con el consejo y experiencia de don Andrés, más unido a ella que nunca y con la figura de Rafael, el joven abogado sostenedor del nombre de los Brull.

      El prestigio de la familia seguía inalterable. Don Andrés, que con la muerte de su patrón había adquirido en la casa una autoridad de segundo padre, se encargaba de mantener las relaciones con las autoridades de la capital y los señorones de Madrid. En la casa, se atendían lo mismo las peticiones: encontraban igual acogida los partidarios fieles y se hacían idénticos favores, sin que desmayara la influencia en los lugares que don Andrés llamaba «las esferas de la administración pública».

      Llegó una elección de diputados, y como siempre, Doña Bernarda sacó triunfante al individuo que le designaron desde Madrid. Don Ramón había dejado la máquina ajustada y montada perfectamente; sólo faltaba el engrase para que siguiera marchando, y allí estaba su viuda, siempre activa, apenas notaba el más leve chirrido en los engranajes.

      En el gobierno de la provincia se hablaba del distrito con la misma seguridad que en otros tiempos.

      —Es nuestro. El hijo de Brull tiene igual fuerza que su padre.

      La verdad era que a Rafael no le interesaba mucho el partido. Mirábalo como una de las fincas de la familia cuya legítima posesión nadie le podía disputar, y se limitaba a obedecer a su madre:—«Ve con don Andrés a Riola. Nuestros amigos se alegrarán de verte». Y emprendía el viaje para sufrir el tormento de una paella interminable, en la cual los partidarios le acongojaban con su regocijo alborotado y los obsequios ofrecidos entre los rústicos dedos.—«Convendría que dejases descansar al caballo unos días. En vez de pasear ve por las tardes al casino. Los correligionarios se quejan porque no te ven». Y abandonando aquellos paseos que eran su único placer, se hundía en un ambiente denso, cargado de gritos y humo, donde había de contestar a los más ilustrados del partido que, llenando de ceniza los platillos del café, querían saber quién hablaba mejor, Castelar o Cánovas, y en caso de una guerra entre Francia y Alemania, cuál de las dos naciones vencería; asuntos que provocaban disputas y enfriaban amistades.

      La única relación entablada voluntariamente con el partido era cuando cogía la pluma y fabricaba para el semanario algún artículo sobre «El Derecho y la Moral», o «La Libertad y la Fe», resabios de estudiante aprovechado y laborioso; largas tiradas de lugares comunes con fragmentos de lecciones de Metafísica, que nadie entendía y excitaban por lo mismo la admiración de los correligionarios, los cuales decían a Don Andrés guiñando los ojos:

      —¡Qué plumita! ¿eh? Cualquiera discute con él... ¡Qué profundo!...

      Cuando su madre no le obligaba por las noches a visitar la casa de algún pudiente, al que convenía tener contento, leía; no ya como en Valencia los libros que le prestaba el canónigo, sino obras que compraba siguiendo las indicaciones de los periódicos; volúmenes que respetaba su madre con la santa veneración que la inspiraba el papel cosido y encuadernado, sólo comparable al desprecio que sentía por los periódicos, dedicados casi todos ellos a insultar las cosas santas y favorecer los instintos de la pillería.

      Aquellos años de lectura al azar y sin los escrúpulos y temores de estudiante, abatían sordamente muchas de sus firmes creencias; rompían la horma que los amigos de la madre habían metido en su pensamiento; le hacían soñar con una vida grande, de la que no tenían ni noticias los que le rodeaban.

      Las novelas francesas le trasladaban a aquel París que obscurecía el Madrid apenas conocido en su época del doctorado; los relatos de amores despertaban en su cuerpo de joven y virtuoso, sin otros deslices que los vulgares desahogos de la crápula estudiantil, un ardor de aventuras y de complicadas pasiones en el que latía algo del intenso fuego que había consumido a su padre.

      Vivía en el mundo ideal de sus lecturas, rozándose con mujeres elegantes, perfumadas, espirituales, de cierto arte en el refinamiento de sus vicios.

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