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tupida nube que lo encerraba en un piélago de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un sinnúmero de recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos luminosos de que estaba sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose largo rato a contarlos recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y qué hermosos ardían en su memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban sobre los monótonos y laboriosos días de su existencia! Estaban rodeados de silencio y misterio; nadie los había gustado, nadie los conocía siquiera más que ella; la misma mano que había dejado caer en su corazón el bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora influencia. Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo que hacía asomar a sus labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber por qué, aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron borrando y perdiendo en los abismos profundos y negros de una idea. Su imaginación empezó a dar vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta idea triste y desesperada donde no penetraba el más delgado rayo de luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La felicidad que había venido a buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro recurso que contemplarla sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso constituía enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La escondida playa de la isla le vino de pronto a la memoria con su arena de oro y sus olas espumosas derramándose sobre ella. Un gran remordimiento, un remordimiento vivo y cruel empezó a entrar en su inocente corazón como la hoja fina de un puñal, produciéndole tal dolor que dejó escapar un grito ahogado que nadie escuchó más que ella misma. La confusión y el vértigo se apoderaron de su cabeza que ardía como un volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría como si fuese de mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario, ¡Tanto calor dentro y tanto frío fuera!

      El Océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol iba a sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas, iluminando algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica claridad y dejando otros en la sombra. Los rumores eran más graves y profundos, de una melancolía infinita. Aquella masa inconmensurable de agua perdía lentamente su color azul, tomando otro verde muy opaco sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El sosiego melancólico con que el mar se despedía de la luz causó en Marta impresión profunda. Con la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos contemplaba los más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a todos los rumores que sonaban en lo profundo.

      El sol se sumergió enteramente. El Océano dejó escapar un sollozo inmenso, colosal. En este sollozo había tal enternecimiento que Marta creyó sentir vibrar el ambiente con movimiento de simpatía y admiración. Nunca había visto al mar tan grande y tan sublime, tan fuerte y bondadoso a un tiempo mismo. Aquel silencio augusto, aquel reposo momentáneo del gran atleta la conmovían hasta lo íntimo, infundían en su espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le había dicho que el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de sus crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules.

      La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas...

      —¡Jesús!... ¿Qué ha sido eso?

      —¿Quién se ha caído al agua?

      —¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!... ¡Marta!... ¡Dejadme... dejadme salvar a mi hija!

      —Ya está salvada, D. Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje al agua.

      —¡Cía! ¡cía firme!—dijo la bronca voz del patrón.—Echa esa beta al agua, Manuel... No asustarse, señores, que no es nada... ¡Ciar más!... Basta... Agárrense ustedes a la beta... Ya no hay cuidado.

      La confusión fué muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar la corta distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el grito de alarma. Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos segundos tornó a aparecer con la niña entre los brazos. La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que los metieron dentro. D. Mariano, en los pocos momentos que esto duró, forcejeaba con D. Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al agua. Cuando vió a su hija en la embarcación faltó poco para que la ahogase contra su pecho.

      Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el corsé y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había tragado. Después la extendieron en uno de los asientos de popa, y Ricardo, tomando un frasco de éter que D. Máximo había traído, se lo aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y al ver el demudado semblante del joven inclinado sobre ella sonrió dulcemente, y le dijo de modo que nadie lo oyó más que él:

      —Gracias, señor marqués... ¡No se estaba tan mal allá abajo!

      Así que llegaron a El Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les dieron. Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle con una hora de noche, cuando ya las respectivas familias empezaban a inquietarse por su tardanza.

       Índice

      EL pueblecito costero que sirve de escenario a esta novela fué para mí un paraíso en los años juveniles. Allí gocé como en ninguna otra parte de los encantos de la mar que era mi pasión en aquella época. Nunca me sentí más feliz que entonces. Aquellos bravos y sencillos pescadores me acogieron con tanta cordialidad que despertaron en mí el deseo de compartir su vida y sus trabajos.

      Durante un verano no fuí más que un pescador. Me levantaba del lecho antes de la aurora como ellos, me vestía con la clásica blusa y la boina y me lanzaba a la mar en uno de sus barquichuelos cuyos nombres y propiedades conocía como si fuesen seres vivientes.

      Horas de dicha aquéllas que viví surcando la mar con los aparejos tendidos para anzolar el bonito y la caballa o soltando la red para aprisionar la sardina. Cuando el viento encalmaba nos recostábamos sobre los bancos y yo escuchaba con deleite su inocente plática. Allí conocí a José, a Gaspar, a Bernardo: todos fueron mis amigos y nunca los he tenido después en la vida más afectuosos. Al apretarme la mano cuando me separé de ellos vi sus ojos entristecidos. Uno me dijo: “¡Qué lástima, D. Armando, hubiera usted sido un buen marinero!”

      Tenía razón. Yo hubiera sido un buen marinero y también un buen aldeano. Todo menos un buen diplomático.

      Al publicarse esta novela no sé quién la hizo llegar a sus manos. Viéndose retratados se sintieron contentos y orgullosos. Llevaban mi libro a la mar y allí tendidos sobre los paneles en las horas de calma uno leía en voz alta y los otros escuchaban.

      Y después venían los interminables comentarios. Todo lo querían descifrar:—“Este es Fulano, esta doña Zutana.—Yo fuí quien puse la piedra en el anzuelo para engañarte.—A ti fué a quien tiró el golpe de mar cuando fuíste a desarbolar del medio...”

      Muchos años han transcurrido desde entonces. En medio de las miserias y resquemores de la vida cortesana mi pensamiento ha volado más de cien veces hacia aquellos nobles y valerosos amigos y he comprendido por qué nuestro buen Jesús ha buscado sus discípulos más amados entre humildes pescadores.

       Índice

      Don Fernando, segundón de la casa de Meira, nunca fué rico. Ultimamente

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