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Kevin. Debía confesar que tuvo un momento de esperanza al pensarlo. No quería que todo esto diera vueltas y más vueltas en su cabeza. Él no había pedido ser el que recibiera mensajes que nadie más entendía, y que eso le hiciera parecer loco cuando hablaba de ellas.

      —Puedes intentar buscar cosas que te distraigan de las alucinaciones cuando vengan —dijo la Dra. Yalestrom—. Puedes intentar recordarte a ti mismo que eso no es real. Si tienes dudas, busca maneras de comprobarlo. Tal vez preguntarle a alguien si ve lo mismo. Recuerda, no hay ningún problema con ver lo que veas, pero cómo reacciones a eso depende de ti.

      Kevin suponía que podría recordarlo todo. Aun así, no hizo nada para acallar el débil latido de la cuenta atrás, que tamboreaba de fondo, un poco más rápido cada vez.

      —Y pienso que tienes que contárselo a la gente que no lo sabe —dijo la Dra. Yalestrom—. No es justo que no los tengas informados de esto.

      Tenía razón.

      Y había una persona a quien debía hacérselo saber más que a nadie.

      Luna.

      CAPÍTULO CUATRO

      —Entonces —dijo Luna, mientras Kevin y ella se abrían camino por una de las rutas del área recreativa de Lafayette Reservoir, esquivando a los turistas y a las familias que estaban disfrutando del día—, ¿por qué me has estado evitando?

      Sin duda Luna iba a ir directo al grano. Era una de las cosas que a Kevin le gustaban de ella. A ella no le gustaba gustarle a él. La gente siempre parecía darlo por sentado. Pensaban que porque era guapa, y rubia, y probablemente material de animadora, si no fuera porque ella pensaba que todo eso era estúpido, que evidentemente eran novios. Daban por sentado que así era cómo funcionaba el mundo.

      No estaban juntos. Luna era, desde luego, su mejor amiga. La persona con la que pasaba más tiempo, fuera de la escuela. Probablemente la única persona en el mundo con la que podía hablar de absolutamente cualquier cosa.

      Excepto, mira por dónde, esto.

      —Yo no he… —Kevin se fue apagando ante la mirada fija de Luna. A ella se le daban bien las miradas. Kevin sospechaba que probablemente practicaba. Había visto a todo el mundo desde abusones hasta propietarios de tiendas maleducados echarse atrás por no mantenerle más la mirada. Ante aquella mirada fija, era imposible mentirle—. De acuerdo, sí, pero es difícil, Luna. Tengo algo… bueno, algo que no sé cómo contarte.

      —Oye, no seas tonto —dijo Luna. Se encontró una lata de refresco abandonada y la iba chutando por el camino, pasándosela de un pie a otro con la habilidad que proporciona hacerlo muy a menudo—. Quiero decir, ¿tan malo es? ¿Vas a mudarte? ¿Vas a cambiar de escuela otra vez?

      Tal vez notó algo en su gesto, pues se quedó callada durante unos segundos. Ese silencio tenía algo de frágil, como si los dos anduvieran de puntillas para no romperlo. Aun así, tenían que hacerlo. No podían seguir andando así para siempre.

      —¿Entonces es malo? —dijo, mandando la lata a una papelera con un último golpe con el pie.

      Kevin asintió. Malo era una buena palabra para ello.

      —¿Cómo de malo?

      —Malo —dijo él—. ¿El embalse?

      El embalse era el lugar al que iban los dos cuando querían sentarse y hablar de cosas. Habían hablado de que a Billy Hames le gustaba Luna cuando tenían nueve años y de que el gato de Kevin, Tiger, se estaba muriendo cuando tenían diez. Nada de esto parecía una buena preparación para lo de ahora. Él no era un gato.

      Se dirigieron hacia el borde del agua y miraron hacia los árboles del otro extremo, a la gente con sus canoas y sus botes a pedales en el embalse. Comparado con alguno de los sitios a los que iban, este era bonito. La gente daba por sentado que Kevin era el chico del lugar malo de la ciudad que llevaba por el mal camino a Luna, pero era ella la que tenía facilidad para saltar vallas y escalar por edificios abandonados, dejando a Kevin que la siguiera si podía. Aquí, no había nada de eso, solo agua y árboles.

      —¿Qué pasa? —preguntó Luna. Se quitó de una patada los zapatos y dejó los pies colgando dentro del agua. A Kevin no le apetecía hacer lo mismo. Ahora mismo, deseaba correr, esconderse. Cualquier cosa para no tener que decirle la verdad. Le daba la sensación de que, cuanto más tiempo pudiera evitar decirle la verdad, más tiempo no sería realmente real.

      —¿Kevin? —dijo Luna—. Ahora me estás preocupando. Mira, si no me dices qué es, voy a llamar a tu mamá y lo voy a saber de esta manera.

      —No, no hagas eso —dijo Kevin rápidamente—. No estoy seguro de que… mamá lo esté llevando bien.

      Luna parecía cada vez más preocupada.

      —¿Qué pasa? ¿Está enferma? ¿Estás enfermo tú?

      Kevin asintió a lo último.

      —Yo estoy enfermo —dijo. Puso la mano sobre el hombro de Luna—. Tengo una cosa que se llama leucodistrofia. Me estoy muriendo, Luna.

      Sabía que lo había dicho demasiado rápidamente. Algo así debería tener toda una preparación, un preámbulo adecuado, pero sinceramente, esa era la parte importante.

      Ella lo miró fijamente, diciendo que no con la cabeza con evidente incredulidad.

      —No, no puede ser, eso es…

      Entonces ella lo abrazó, tan fuerte que Kevin apenas podía respirar.

      —Dime que es una broma, dime que no es verdad.

      —Ya me gustaría que no lo fuera —dijo Kevin. Ahora mismo, no había nada que deseara más que eso.

      Luna se apartó y Kevin vio que hacía un gesto fuerte en un esfuerzo por no llorar. Normalmente, a Luna se le daba bien no llorar por las cosas. Sin embargo, ahora, él veía que ahora estaba haciendo un gran esfuerzo.

      —Esto… ¿cuánto tiempo? —preguntó ella.

      —Dijeron que quizás seis meses —dijo Kevin.

      —Y eso ya fue hace días, o sea que ahora es menos —replicó Luna—. Y has tenido que enfrentarte a esto tú solo, y… —Se fue apagando hasta quedar en silencio cuando toda su gravedad la golpeó.

      Kevin veía que miraba a la gente que había en el embalse, los observaba con sus pequeñas barcas y sus incursiones rápidas dentro del agua. Parecían muy felices allí. Los miraba fijamente como si fueran ellos la parte que no podía creer, no la enfermedad.

      —No parece justo —dijo—. Toda esta gente, siguiendo como si el mundo fuera lo mismo, continuando con la diversión mientras tú te estás muriendo.

      Kevin sonrió con tristeza.

      —¿Y qué se supone que tenemos que hacer? ¿Decirles a todos que dejen de divertirse?

      Se dio cuenta del peligro de decirlo un poco demasiado tarde cuando Luna se puso de pie de un salto y, con las manos ahuecadas alrededor de la boca, gritó todo lo fuerte que pudo.

      —¡Eh, todos vosotros, tenéis que parar! ¡Mi amigo se está muriendo y os exijo que dejéis de divertiros inmediatamente!

      Un par de personas echaron un vistazo, pero nadie se detuvo. Kevin sospechaba que no se trataba de eso. Luna se quedó quieta durante varios segundos y, esta vez, fue él el que la abrazó, sujetándola mientras lloraba. Era rareza suficiente que el mismo significado de la sorpresa mantuviera allí a Kevin. Que Luna gritara a la gente, que se comportara de un modo que nunca se esperaría de ella, era normal. Que Luna se derrumbara no lo era.

      —¿Estás mejor? —le dijo él después de un rato—.

      Ella negó con la cabeza.

      —La verdad es que no. ¿Y tú?

      —Bueno, está bien saber que hay

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