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extendió su pierna derecha con una fuerza imparable. Le dio al sospechoso en la parte de atrás de la pierna, justo debajo de su rodilla. El sospechoso zozobró por un instante y eso fue todo lo que ella necesitó. Se levantó de un salto y le puso el brazo derecho alrededor del cuello mientras él caía y le tiró con fuerza al suelo. Con una rodilla en su plexo solar y un movimiento veloz de su brazo izquierdo, el sospechoso cayó, fue atrapado, y le quitaron el arma rápidamente cuando su rifle cayó al suelo.

      Desde algún otro lado dentro del viejo edificio, una voz gritó, “¡Alto!”

      Aparecieron unas cuantas luces de bombilla cegadoras con chasquidos audibles, que inundaron el edificio de luz.

      Mackenzie se puso en pie y miró al sospechoso. Le estaba sonriendo de vuelta. Era un rostro familiar—uno que había visto en sus módulos de formación en varias ocasiones, por lo general ladrando órdenes e instrucciones a los agentes en formación.

      Ella mantuvo su mano extendida y él la agarró desde su posición en el suelo. “Un trabajo excelente, White.”

      “Gracias,” dijo ella.

      Por detrás de ella, Harry se tambaleaba mientras avanzaba, sujetando sus abdominales. “¿Estamos seguros de que solo están metiendo bolsas de judías en esas cosas?” preguntó.

      “No solo lo estamos, sino que estas son de grado inferior,” dijo el instructor. “Para la próxima, utilizaremos los sacos de disturbios.”

      “Genial,” gruñó Harry.

      Unas cuantas personas comenzaron a llenar la sala una vez el entrenamiento en el Callejón de Hogan se dio por finalizado. Era la tercera sesión de Mackenzie en el Callejón, una imitación de una calle abandonada que el FBI utilizaba con frecuencia para preparar a sus alumnos para situaciones de la vida real.

      Mientras dos instructores conversaban con Harry, informándole de lo que había hecho mal y lo que podía haber hecho para evitar que le dispararan, otro instructor se dirigió directamente a Mackenzie. Se llamaba Simon Lee, un hombre mayor que tenía el aspecto de alguien a quien la vida había dado una mala mano a la que él había respondido dándole una buena paliza.

      “Un gran trabajo, White,” dijo. “Rodaste tan rápido que apenas lo vi. Aun así… fue algo impulsivo. Si hubiera habido más de un sospechoso ahí fuera, podía haber resultado de un modo completamente diferente.”

      “Sí, señor. Entiendo.”

      Lee le sonrió. “Sé que es así,” dijo él. “La verdad es que solo a mitad de camino de tu preparación, ya estoy encantado con tu progreso. Vas a ser una agente de primera. Buen trabajo.”

      “Gracias, señor,” dijo ella.

      Lee la dejó y se fue a alguna otra parte del edificio, conversando con otro instructor. Cuando comenzaron a despejar el área, Harry se le acercó, todavía haciendo muecas.

      “Buen trabajo,” dijo él. “No duele ni la mitad cuando la persona que acaba por delante es increíblemente atractiva.”

      Ella volteó la mirada hacia él y enfundó su Glock. “Los halagos son inútiles,” dijo ella. “Los halagos, como suele decirse, no logran nada.”

      “Lo sé,” dijo Harry. “Pero, ¿lograría al menos un trago?”

      Ella le sonrió. “Si invitas tú.”

      “Claro, yo invito,” acordó él. “No me gustaría que me dieras una paliza.”

      Salieron del edificio y caminaron de vuelta a la lluvia. Ahora que el entrenamiento había concluido, la lluvia resultaba casi refrescante. Y con varios instructores y expertos escaneando la zona para terminar la noche, por fin se permitió sentirse orgullosa de sí misma.

      Tras once semanas de entrenamiento, ya había pasado la mayoría de las clases en el aula de su preparación con la Academia. Casi estaba allí… a unas nueve semanas de terminar el curso y de potencialmente convertirse en una agente de campo con el FBI.

      De repente se preguntó por qué había esperado tanto tiempo para irse de Nebraska. Cuando Ellington le había recomendado a la Academia, le había hecho el mayor regalo, el empujón que necesitaba para probarse a sí misma, para desprenderse de lo que le había resultado cómodo y seguro. Se había librado de su trabajo, su pareja, el apartamento… y había optado por una nueva vida.

      Pensó en la inmensa planicie, los maizales, y los cielos azules que había dejado atrás. A pesar de que tenían su belleza particular, habían sido, de alguna manera, una prisión para ella.

      Ahora todo formaba parte del pasado.

      Ahora que era libre, no había nada que la pudiera detener.

      *

      El resto del día continuó con entrenamiento físico: flexiones, carreras cortas, lagartijas, más carreras, y levantamiento selectivo de pesas. Durante los primeros días en la Academia, había odiado este tipo de entrenamiento. Pero a medida que su cuerpo y su mente se habían acostumbrado a ello, le daba la sensación de que en realidad lo ansiaba.

      Todo se hacía con precisión y rapidez. Hizo las cincuenta flexiones tan rápido que ni sentía la quemazón en la parte superior de sus brazos hasta que las terminó y se dirigió a la carrera de obstáculos con zonas de barro. Con cualquier tipo de actividad física, se había mentalizado de que no era ella la que estaba empujando realmente hasta que tanto sus brazos como sus piernas le temblaban y sus abdominales parecían tiras de carne dentada.

      Había sesenta alumnos en su unidad y ella era una de las nueve mujeres. Esto no le molestaba, seguramente debido a que el tiempo que había pasado en Nebraska le había endurecido como para que no le importara el género de la gente con la que trabajaba. Simplemente mantuvo la discreción y trabajó lo mejor que pudo, lo que, a pesar de que no era tan orgullosa como para decirlo, era bastante excepcional.

      Cuando el instructor anunció el final de su último circuito—una carrera de dos millas a través de bosques y caminos embarrados—la clase se disolvió y cada uno se fue por su lado. Mackenzie, por otra parte, se sentó en uno de los bancos junto al borde de la pista y estiró las piernas. Sin gran cosa por hacer el resto del día y todavía con la sensación de satisfacción de su exitosa prueba en el Callejón de Hogan, pensó en salir a correr una vez más.

      Por mucho que odiara admitirlo, se había convertido en una de esas personas a las que les gustaba correr. Aunque no tenía pensado registrarse en ningún maratón temático, había conseguido apreciar el acto en sí mismo. Además de los largos y las carreras que requería su entrenamiento, encontró tiempo para correr por los senderos forestales del campus que se encontraba a seis millas de las oficinas centrales del FBI y, como consecuencia, a unas ocho millas de su nuevo apartamento en Quantico.

      Con su camiseta de entrenamiento empapada de sudor y un rubor en sus mejillas, terminó el día con una carrera alrededor de la pista de obstáculos, saltándose las colinas, los troncos caídos y las redes. Mientras lo hacía, notó cómo le miraban dos hombres diferentes—no debido a ningún ensueño lujurioso, sino con cierta admiración que, sinceramente, le alentó a seguir.

      Aunque, la verdad sea dicha, no le hubiera importado recibir alguna mirada de deseo de vez en cuando. Este nuevo y esbelto cuerpo por el que había trabajado tan duro se merecía algo de aprecio. Era extraño sentirse tan cómoda en su propia piel, pero estaba aprendiendo a apreciarlo. Sabía que a Harry Dougan también le gustaba, aunque, por el momento, no había dicho nada. Y hasta si fuera a decir algo, Mackenzie no estaba segura de cómo le respondería.

      Cuando terminó con su última carrera (algo menos de dos millas), se dio una ducha en las instalaciones de la Academia y al salir compró un paquete de galletas saladas en la máquina expendedora. Tenía el resto del día a su disposición; cuatro horas para hacer lo que le diera la gana antes de pasarse por la cinta andadora en el gimnasio—una pequeña rutina a la que había conseguido acostumbrarse para mantenerse un paso por delante de todos los demás.

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