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de ayer. Después de registrarse, tuvo que hacer muchas filas para llenar formularios, comprar un uniforme y obtener su asignación de habitación.

      Hoy estaba resultando ser muy diferente.

      Sintió una punzada al oír que John Welch había sido asignado a otro grupo. Supuso que hubiese sido de ayuda tener a un amigo durante las semanas difíciles por delante.

      Por otro lado, pensó: «Quizá sea lo mejor.»

      Dado lo mucho que sus sentimientos hacia John la confundían, su presencia podría distraerla.

      Riley se sintió aliviada al encontrarse a sí misma en el mismo grupo que Francine Dow, la compañera de habitación que le habían asignado ayer. Frankie, como prefería ser llamada, era mayor que Riley, tal vez de casi 30, una pelirroja alegre cuyos rasgos la hacían parecer muy experimentada.

      Riley y Frankie no habían llegado a conocerse mucho. Habían tenido tiempo para poco ayer, excepto desempacar y ordenar todo en su pequeña habitación de residencia, y no habían desayuno juntas.

      El grupo de Riley fue reunido en el pasillo por el agente Marty Glick, el instructor del grupo. Riley supuso que tenía unos treinta años. Era alto, musculoso y parecía ser un hombre muy serio.

      Le dijo al grupo: —Tienen un gran día por delante. Pero antes de empezar, hay algo que quiero mostrarles.

      Glick los condujo hasta el vestíbulo principal, una enorme sala con el sello del FBI en el centro del piso de mármol. Riley había pasado por aquí al entrar, y sabía que se llamaba la Sala de Honor. Era un lugar donde se inmortalizaban los agentes del FBI que morían en el cumplimiento de su deber.

      Glick los condujo a una pared con retratos y nombres. Vio una placa que leía:

      Graduados de la Academia Nacional que murieron en el cumplimiento del deber como resultado directo de una confrontación.

      Todo el grupo jadeó mientras miró el santuario. Glick no dijo nada por un momento, solo permitió que el impacto emocional de todo surtiera efecto.

      Finalmente dijo en casi un susurro: —No los defrauden.

      Mientras abría el paso para llevar a los reclutas al resto de sus actividades, Riley miró sobre su hombro a los retratos en la pared. No pudo evitar preguntarse: «¿Mi foto estará allí algún día?»

      Obviamente no había forma de saberlo. Lo único que sabía con certeza era que los próximos días traerían retos que nunca había enfrentado antes. En ese momento, sintió que tenía una responsabilidad para con esos agentes que habían muerto en el cumplimiento de su deber.

      «No puedo defraudarlos», pensó.

      CAPÍTULO SIETE

      Jake condujo el vehículo prestado por un laberinto de caminos de grava desde Dighton hacia el pueblo de Hyland. El jefe Messenger le había prestado el auto para que Jake pudiera irse antes de que el helicóptero de prensa aterrizara.

      No tenía idea de qué esperar en Hyland, pero estaba agradecido de haber evadido los invasores. Odiaba ser asediado por reporteros haciéndole preguntas que no podía responder. A la prensa le encantaba los asesinatos sensacionales en lugares aislados. El hecho de que la víctima era la esposa del alcalde sin duda hacía la historia aún más irresistible para ellos.

      Condujo con la ventana abierta, disfrutando del aire fresco del campo. Messenger había marcado un mapa para él, y Jake estaba disfrutando del lento recorrido por estas carreteras rurales. El hombre que estaba en camino a entrevistar no se iba a ningún lado.

      Quizá el sospechoso en la cárcel de Hyland no tenía nada que ver con ninguno de los asesinatos. Había estado encarcelado durante el asesinato de la segunda víctima.

      «Sin embargo, eso no demuestra su inocencia», pensó Jake.

      Era probable que dos o más asesinos estuvieran trabajando juntos. Hope Nelson podría había sido tomada por alguien que estaba imitando el asesinato de Alice Gibson.

      Nada de eso sorprendería a Jake. Había trabajado en casos más extraños durante su larga carrera.

      A lo que Jake llegó a Hyland, lo primero que notó fue lo pequeño que era, mucho más pequeño que Dighton, con una población aproximadamente de un millar. El letrero que acababa de pasar indicaba que solo un par de cientos de personas vivían aquí.

      La comisaría no era más que otro escaparate en la corta calle comercial.

      Mientras se estacionaba junto a la acera, Jake vio a un hombre obeso uniformado apoyado en la puerta, pareciendo que no tenía mucho qué hacer.

      Jake se salió del auto. Mientras se acercaba a la comisaría, notó que el gran policía estaba mirando a alguien directamente al otro lado de la calle. Era un hombre que llevaba una bata médica blanca y estaba con los brazos cruzados. Jake tuvo la extraña impresión de que los dos habían estado mirándose el uno al otro en silencio por un buen rato.

      «¿De qué trata todo esto?», se preguntó.

      Se acercó al hombre uniformado en la puerta y le mostró su placa. El hombre se presentó como el sheriff David Tallhamer. Estaba masticando tabaco.

      Le dijo a Jake en un tono aburrido: —Adelante, déjame presentarte a nuestro invitado, Phil Cardin.

      Mientras Tallhamer abría el camino, Jake miró hacia atrás y vio que el hombre de la bata blanca seguía en su lugar.

      Una vez adentro, Tallhamer introdujo a Jake a un oficial que tenía los pies sobre su escritorio, leyendo un periódico. El policía le asintió con la cabeza a Jake y siguió leyendo.

      La pequeña comisaría parecía estar saturada de aburrimiento. Si Jake ya lo no supiera, jamás habría pensado que estos dos policías hastiados habían estado trabajando en un caso espantoso de asesinato.

      Tallhamer llevó a Jake hasta la parte trasera de la comisaría que llevaba a la cárcel. La cárcel en sí solo estaba compuesta por dos celdas frente a frente a lo largo de un pasillo estrecho. Ambas celdas estaban ocupadas.

      En una de las celdas, un hombre en un traje de negocios raído yacía en su cama roncando. En la otra, un hombre de aspecto sombrío con jeans y una camiseta estaba sentado en su litera.

      Tallhamer sacó sus llaves, abrió la celda del prisionero sentado y dijo: —Tienes visita, Phil. Un agente del FBI de buena fe, según él.

      Jake entró en la celda, mientras que Tallhamer se situó justo fuera, manteniendo la puerta de la celda abierta.

      Phil Cardin entrecerró los ojos y le dijo: —FBI, ¿eh? Bueno, tal vez usted pueda enseñarle a esta gentuza cómo hacer su maldito trabajo. No maté a nadie, mucho menos a mi ex esposa. Yo sería el primero en alardear de ello si lo hubiera hecho. Así que déjeme salir de aquí.

      Jake se preguntó: «¿Alguien le habrá hablado del otro asesinato?»

      Jake percibió que Cardin no sabía nada al respecto. Supuso que eso era lo mejor, al menos por el momento.

      Jake le dijo: —Tengo algunas preguntas, señor Cardin. ¿Quiere que esté un abogado presente?

      Cardin rio, señaló al hombre que dormía en la celda opuesta y dijo: —Él ya está presente, de cierta forma. —Luego le gritó al hombre—: Oye, Ozzie. Espabílate. Necesito representación legal. Asegúrate de que mis derechos no sean violados. Aunque supongo que de ese tren ya salió de la estación, borracho incompetente.

      El hombre del traje se sentó, se frotó los ojos y dijo: —¿Por qué demonios estás gritando? ¿No ves que estoy durmiendo? Dios mío, me duele mucho la cabeza.

      Jake quedó boquiabierto. El sheriff gordo se echó a reír de buena gana ante su evidente sorpresa.

      Tallhamer dijo: —Agente Crivaro, te presento a Oswald Hines, el abogado del pueblo. Cada cierto tiempo se

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