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los que se habían quedado en la aldea, en su hermana, que necesitaba su ayuda. Consideraba los números a los que se enfrentaban. Si podía sacar adelante la misión, quizás podría marcar la diferencia, quizás podría realmente ayudarlos. No era la manera de actuar , valiente y gloriosa, de sus hermanos guerreros; pero era la suya, la única manera que conocía.

      Al doblar una esquina, Godfrey elevó la mirada hacia delante y vio exactamente lo que estaba buscando: allí, en la distancia, un grupo de hombres salieron como desparramándose de un edificio de piedra, luchando los unos con los otros, mientras se formaba una multitud a su alrededor, animando con gritos. Daban puñetazos y se tambaleaban de una manera que Godfrey reconoció de inmediato: borrachos. Los borrachos, reflexionó, tienen la misma apariencia en cualquier parte del mundo. Era una hermandad de estúpidos. Divisó una pequeña bandera negra que ondeaba encima del establecimiento y enseguida supo qué era.

      “Ahí está”, dijo Godfrey, como si estuviera mirando una meca sagrada. “Esto es lo que queríamos”.

      “La taberna más limpia que he visto jamás”, dijo Akorth.

      Godfrey observó la elegante fachada y estaba dispuesto a darle la razón.

      Merek se encogió de hombros.

      “Todas las tabernas son iguales, una vez dentro. Serán tan borrachos y estúpidos aquí como lo serían en cualquier lugar”.

      “Mi tipo de gente”, dijo Fulton, relamiéndose los labios como si ya estuviera saboreando la cerveza.

      “¿Y cómo se supone que vamos a llegar hasta allí?” preguntó Ario.

      Godfrey miró hacia abajo y entendió a lo que se refería: la calle terminaba en un canal. No había manera de llegar andando hasta allí.

      Godfrey observó cómo una pequeña embarcación de oro se detenía a sus pies, con dos hombres del Imperio dentro y observó cómo salían de ella, ataban la barca a un poste con una cuerda y la dejaban allí mientras se adentraban en la ciudad, sin mirar nunca hacia atrás. Godfrey observó la armadura de uno de ellos y se imaginó que eran oficiales y no les hacía falta preocuparse por su barca. Obviamente, sabían que nadie sería jamás tan estúpido para atreverse a robarles su barca.

      Godfrey y Merek inrecambiaron una mirada cómplice a la vez. Las grandes mentes, pensó Godfrey, piensan igual; o al menos las grandes mentes que habían tenido experiencia en mazmorras y callejones.

      Merek dio un paso adelante, sacó su puñal y cortó la gruesa cuerda y, uno a uno, se apiñaron dentro de la pequeña embarcación de oro, que se balanceaba bruscamente mientras lo hacían. Godfrey se inclinó hacia delante y con su bota los empujó lejos del puerto.

      Se deslizaron por los canales, balanceándose, y Merek agarró el largo remo y los dirigió, remando.

      “Esto es una locura”, dijo Ario, echando una mirada a los oficiales. “Podrían volver”.

      Godfrey miró hacia delante y asintió.

      “Entonces será mejor que rememos más rápido”, dijo.

      CAPÍTULO NUEVE

      Volusia se encontraba en medio de un desierto interminable, su suelo verde agrietado y reseco, duro como la piedra a sus pies, y miraba fijamente hacia delante, encarándose al séquito de Dansk. Estaba allí con orgullo, una docena de sus consejeros más cercanos detrás de ella, y se encaró a dos docenas de sus hombres, típicos del Imperio, altos, de espalda ancha, con la piel amarilla y brillante, los ojos de un rojo reluciente y dos pequeños cuernos. La única diferencia destacable de esta gente de Dansk era que, con el tiempo, los cuernos les crecían hacia los lados en lugar de hacia arriba.

      Volusia miró por encima de sus hombros y vio, situada en el horizonte, la ciudad desierta de Dansk, alta, absolutamente imponente, levántandose unos treinta metros hacia el cielo, sus muros verdes del color del desierto, hechos de piedra o bloques, no podía decir de qué. La ciudad tenía forma de círculo perfecto, con parapetos por encima del muro y, entre ellos, soldados colocados cada tres metros, de cara a cada puesto, vigilando, observando cada rincón del desierto. Parecía impenetrable.

      Dansk se encontraba directamente al sur de Maltolis, a medio camino entre la ciudad del Príncipe Loco y la capital del sur, y era una fortaleza, un cruce esencial. Volusia había oído hablar de ella a su madre muchas veces, pero nunca la había visitado. Siempre había dicho que no se puede tomar el Imperio sin tomar Dansk.

      Volusia miró a su líder, detrás suyo con su enviado, engreído, sonriéndole con aires de superioridad y con arrogancia. Se veía diferente a los demás, estaba claro que era su líder, con un aire de confianza, con más cicatrices en la cara y con dos largas trenzas que iban de la cabeza hasta la cintura.

      Habían estado así en silencio, cada uno esperando a que hablara el otro, con el único sonido del viento fuerte del desierto.

      Finalmente, él se debió cansar de esperar y habló:

      “¿O sea que deseáis entrar en la ciudad?”, le preguntó. “¿Vos y sus hombres?”

      Volusia lo miró fijamente, orgullosa, confiada y sin expresión.

      “No deseo entrar”, dijo ella. “Deseo tomarla. He venido a ofrecerle las condiciones para entregaros”.

      Él la miró fijamente perplejo durante unos instantes, como si intentara comprender sus palabras, entonces finalmente abrió los ojos como platos, sorprendido. Se echó hacia atrás y se rió a carcajadas y Volusia enrojeció.

      “¡¿Nosotros?!” dijo él. “¿¡Entregarnos!?”

      Reía a gritos, como si hubiera oído el chiste más gracioso del mundo. Volusia miró fijamente y con calma y se dio cuenta de que todos los soldados que estaban con él no reían- ni siquiera sonreían. La miraban fijamente a ella con la mirada seria.

      “Solo eres una chica”, dijo al final, como divirtiéndose. “No sabes nada de la historia de Dansk, de nuestro desierto, de nuestra gente. Si supieras algo, sabrías que nunca nos hemos rendido. Ni una sola vez. Nunca en diez mil años. Ante nadie. Incluso ni ante los ejércitos de Atlow el Grande. Ni una sola vez Dansk ha sido conquistada”.

      Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido.

      “Y ahora llegas tú”, dijo él, “una joven estúpida, aparecida de la nada, con una docena de soldados y ¿nos pides que nos rindamos? ¿Por qué no podría matarte aquí mismo o llevarte a las mazmorras? Creo que eres tú la que debería negociar las condiciones para rendirse. Si te prohíbo la entrada, este desierto te matará. De igual manera que, si te acojo, yo mismo podría matarte”.

      Volusia lo miró fijamente con calma, sin encogerse ni un momento.

      “No te ofreceré mis condiciones dos veces”, dijo con calma. “Rendíos ahora y os perdonaré la vida a todos”.

      Él la miró fijamente, atónito, como si por fin se diera cuenta de que hablaba en serio.

      “Estás engañada, jovencita. has sufrido bajo el sol del desierto durante demasiado tiempo”.

      Ella lo miró fijamente, los ojos se le oscurecían.

      “Yo no soy una jovencita”, respondió. “Soy la gran Volusia de la gran ciudad de Volusia. Soy la Diosa Volusia. Y vosotros, y todos los seres de la tierra, sois mis subordinados”.

      Él la miró fijamente, con la expresión cambiante, mirándola fijamente como si estuviera loca.

      “Tú no eres Volusia”, dijo. “Volusia es mayor. Yo la he conocido. Fue una experiencia muy desagradable. Y aún así encuentro el parecido. Tú eres…su hija. Sí, ahora lo veo. ¿Por qué no ha venido tu madre a hablar con nosotros? ¿Por qué te envía a ti, a su hija?”

      “Yo soy Volusia”, respondió. “Mi madre está muerta. Yo me aseguré de que así fuera”.

      Él la miró fijamente, con la expresión cada vez más seria. Por primera vez, parecía inseguro.

      “Puede que hayas conseguido asesinar

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