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empuñadura de su espada como si estuviera pensando en matarla.

      Ella lentamente sonrió.

      “No puedo tomarla con una docena”, dijo ella. “Pero puedo tomarla con doscientos mil”.

      Volusia levantó su puño en alto, agarrando el Cetro Dorado, levantándolo incluso más alto, sin sacarle los ojos de encima y, al hacerlo, observó el rostro del líder de la misión de Dansk mirando tras ella, cambiando a pánico y conmoción. No necesitaba darse la vuelta para saber qué estaba mirando: sus doscientos mil soldados Maltolisianos habían doblado la colina a su señal y se desplegana a lo largo del horizonte. Ahora el líder de Dansk sabía la amenaza a la que se enfrentaba su ciudad.

      Todos en su misión parecían nerviosos, parecían aterrorizados y angustiados por volver corriendo a la seguridad de su ciudad.

      “El ejército Maltolisiano”, dijo su líder, con la voz llena de miedo por primera vez. “¿Qué están haciendo aquí, contigo?”

      Volusia le sonrió.

      “Soy una diosa”, dijo ella. “¿Por qué no me iban a servir?”

      Ahora la miraba con asombro y sorpresa.

      “Y, aún así, no te atreverías a atacar Dansk”, dijo, con la voz temblorosa. “Estamos bajo la protección directa de la capital. El ejército del Imperio se cifra en millones. Si tomaras nuestra ciudad, se verían obligados a tomar represalias. Todos seríais masacrados a su debido tiempo. No podríais ganar. ¿Eres tan imprudente? ¿O tan estúpida?”

      Ella seguía sonriendo, difrutando del desasosiego de él.

      “Quizás un poco de cada cosa”, dijo ella. “O quizás solo estoy deseando probar mi nuevo ejército y refinar sus habilidades con vosotros. Tenéis la gran mala suerte de encontraros en el camino entre mis hombres y la capital. Y nada, nada, se interpone en mi camino”.

      Él le echó una mirada asesina, su rostro se convirtió en desprecio. Sin embargo ahora, por primera vez, podía ver pánico real en su mirada.

      “Vinimos a hablar de las condiciones y no las aceptamos. Nos prepararemos para la guerra, si eso es lo que deseáis. Solo recuerda: tú misma te lo has buscado”.

      Él de repente dio una patada a su zerta con un grito y se dio la vuelta, con los demás, y se fueron galopando, sus séquito levantó una nube de polvo.

      Volusia bajó con desinterés de su zerta y agarró una corta espada de oro, mientras su comandante, Soku, se la pasaba.

      Levantó una mano al viento, sintió la brisa, entrecerró un ojo e hizo puntería.

      Entonces se inclinó hacia delante y la lanzó.

      Volusia observó cómo la lanza salía volando dibujando un arco en el aire, a unos quince metros de altura, y finalmente se oyó un gran grito y el satisfactorio ruido sordo de una lanza al impactar con la carne. Miró deleitada cómo se clavaba en la espada del líder. Este gritó, cayó del zerta y fue a parar al suelo del desierto, tambaleándose.

      Su séquito se detuvo y miró hacia abajo, horrorizados. Estaban sentados en sus zertas, como si debatiendo si debían parar a recogerlo. Miraron hacia atrás y vieron a todos los hombres de Volusia en el horizonte, ahora en marcha y, obviamente, se lo pensaron mejor. Se dieron la vuelta y se fueron galopando, con dirección a las puertas de la ciudad, abandonando a su líder en el suelo del desierto.

      Volusia cabalgó con su séquito hasta que alcanzó al líder moribundo y desmontó a su lado. En la distancia, escuchó hierro retumbando y vio que su séquito entraba a Dansk, una enorme puerta de hierro con rejas se cerraba de golpe tras ellos y las enormes dobles puertas de hierro de la ciudad se cerraban como si selladas tras ellos, creando una fortaleza de hierro.

      Volusia miró hacia abajo, al líder moribundo, que se dio la vuelta apoyado en su espalda y miró hacia arriba, hacia ella, con angustia y asombro.

      “No puedes herir a un hombre que viene a pactar condiciones”, dijo furioso. “¡Esto va contra todas las leyes del Imperio! ¡Nunca se ha hecho una cosa así!”

      “No pretendía herirte”, dijo ella, arrodillándose a su lado, tocando el mango de la lanza. Le clavó la lanza en lo profundo de su corazón, sin soltarla hasta que finalmente dejó de retorcerse y dio su último suspiro.

      Ella sonrió ampliamente.

      “Pretendía matarte”.

      CAPÍTULO DIEZ

      Thor estaba en la proa de su pequeña embarcación, sus hermanos se encontraban detrás de él, su corazón latía fuerte a la expectativa mientras la corriente los llevaba directos a la pequeña isla que estaba delante de ellos. Thor miró hacia arriba, examinó sus acantilados maravillado; nunca había visto algo así. Las paredes eran perfectamente suaves, un granito blanco, sólido, brillando bajo los dos soles y se elevaban hacia arriba, a unos cien metros de altura. La isla tenía forma de círculo, su base estaba rodeada de peñascos y costaba pensar en medio del incesante romper de las olas. Parecía inexpugnable, parecía imposible que un ejército la pudiera escalar.

      Thor se llevó una mano a los ojos y miró con dificultad por el sol. Los acantilados parecían detenerse en algún punto, terminar en una espalanada a casi cien metros de altura. Quién sea que viviera allá arriba, en la cima, viviría a salvo para siempre, pensó Thor. Suponiendo que alguien viviera allí en cualquier caso.

      Arriba del todo, cerniéndose sobre la isla como una aureola, había un anillo de nubes, de un rosa y lila suaves, cubriéndola de los duros rayos del sol, como si este sitio estuviera coronado por el mismo Dios. Se movía una suave brisa, el aire era agradable y templado. Incluso desde allí, Thor podía sentir que ese lugar tenía algo especial. Parecía mágico. No se había sentido de aquella manera desde que había llegado a la tierra del castillo de su madre.

      Todos los demás miraron hacia arriba también, con esxpresiones de asombro en sus rostros.

      “¿Quién creéis que vive aquí?” O’Connor hizo en voz alta la pregunta que estaba en mente de todos.

      “¿Quién…o qué?” preguntó Reece.

      “Quizás nadie”, dijo Indra.

      “Quizás deberíamos seguir navegando”, dijo O’Connor.

      “¿Y saltarnos la invitación?” preguntó Matus. “Veo siete cuerdas, y nosotros somos siete”.

      Thor examinó los acantilados y, al mirar más de cerca, vio siete cuerdas de oro colgando de la cima hasta las orillas, brillando con el sol. Se quedó maravillado.

      “Quizás alguien nos está esperando”, dijo Elden.

      “O tentando”, dijo Indra.

      “¿Pero quién?” preguntó Reece.

      Thor miró hacia la cima, todos aquellos mismos pensamientos corrían por su mente. Se preguntaba quién podía saber que estaban llegando. ¿Les estaban vigilando de alguna manera?

      Todos estaban en la barca en silencio, balanceándose en el agua, mientras la corriente los acercaba incluso más.

      “La pregunta real es”, preguntó Thor en voz alta, rompiendo finalmente el silencio, “¿serán amables o esto será una trampa?”

      “¿Y esto cambia algo?” preguntó Matus, acercándose a su lado.

      Thor negó con la cabeza.

      “No”, dijo, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada. “Los visitaremos de todas formas. Si son amables, los abrazaremos; si son enemigos, los mataremos”.

      Las corrientes se levantaron y unas olas largas y onduladas llevaron su barca directo hacia la estrecha orilla de arena negra que rodeaba el lugar. Su barca fue arrastrada suavemente, se quedó atascada en ella y, al hacerlo, todos saltaron a la vez.

      Thor agarró con fuerza la empuñadura de su espada, tenso, y miró a su alrededor en todas direcciones. No había movimiento en la playa, nada con excepción del romper de las olas.

      Thor

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