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con presilla de acero, un coleto de ante, cruzado por una banda roja, una loba abierta de paño burdo que dejaba ver el coleto, la banda y un ancho talabarte de que pendía una enorme espada, unas calzas rojas imitadas á grana, y unos zapatos altos.

      Este hombre, en el conjunto, podía llamarse buen mozo, uno de esos Rolandos lo más á propósito para volver el seso á ciertas mujeres que pertenecían á cierta clase media, despreciadoras de gente menuda, que no podían aspirar á los amores de los caballeros de alto estado, y que se contentaban y aun se daban por dichosas con los amores de hidalgos del porte y talante del sargento mayor don Juan de Guzmán, que era el hombre que hemos descrito, que se paseaba en el profanado dormitorio de Francisco Montiño y que hablaba por monosílabos con su mujer.

      – Es preciso… pues… sí… de otro modo… – decía este hombre cuando el bufón y Quevedo se pusieron en acecho.

      Tembló toda Luisa.

      – Ha sido herido, casi muerto – añadió el soldadote.

      – Pero yo…

      – Sí; tú no tienes la culpa de que don Rodrigo Calderón haya tenido un mal encuentro, pero esto me impide pasar la noche á tu lado.

      – ¿Tienes miedo? – dijo Luisa.

      – ¡Miedo! ¿Y de qué? – dijo Guzmán – ; es cierto que todo marido, aunque sea tan ruin y tan cobarde como el tuyo, es respetable; no sé qué tienen los maridos; pero cuando él llama por allá yo escapo por ahí.

      Y el sargento mayor señaló la ventana.

      – Bueno es saberlo – dijo para sí Quevedo, probando si su daga salía con facilidad de la vaina.

      – Me alegro por otra parte de que el bueno de Montiño haya tenido que ir á ver á su hermano. Tenía que hablarte.

      – Yo también. Desde el día en que te vi estoy sufriendo, Juan. Primero, porque te amé, luego… porque cuando te amé conocí lo horrible que era estar unida para toda la vida con un marido como el mío. Hace seis meses que te escuché, y poco menos tiempo que te recibí en esta habitación por primera vez. La vida se me hace insoportable, Juan. Yo no puedo vivir así. Se pasan semanas y aun meses sin que podamos hablar… me veo obligada á contentarme con verte cruzar allá abajo por lo hondo del patio paseando con ese eterno amigo tuyo de quien tengo celos… me parece que le quieres más que á mí, que á mí me tomas por entretenimiento.

      – ¡Dios de Dios! – exclamó el sargento mayor, atusándose el mostacho y parándose delante de Luisa, el un pie adelante, afirmando el cuerpo en el otro y la mano en la cadera; ¿pues por qué, buena moza, no estoy yo ahora en Nápoles?

      – ¿Qué diablos tendrá que hacer este tunante en Nápoles? – pensó Quevedo – ; oigamos, y palabras al saco.

      – Es que si tú te fueras y no me llevaras, yo moriría de pesar.

      – Descuida, descuida, paloma mía – dijo volviendo á su paseo el soldado – , que en concluyendo cierta empresa que tenemos acá entre manos, iremos á Nápoles á concluir otra. Tú no sabes bien con qué hombre tratas y qué hombres tratan con él.

      – Lo que es el que pasa contigo por los corredores bajos de palacio no me gusta nada – dijo Luisa – , tiene el mirar de traidor.

      – ¡Ah! ¡Agustín de Avila, el honrado alguacil de casa y corte! Pues mira, él no dice de ti lo mismo. Sólo se le ocurre un defecto que ponerte.

      – Me importa poco.

      – Maravíllase mi amigo de que teniendo por amante un hombre tal como yo, puedas vivir al lado de un marido tal como el tuyo.

      – ¿Y qué le he de hacer?

      – Ya te lo he dicho…

      – ¡Oh! ¡nunca!.. ¡nunca!.. ¡qué horror! – exclamó Luisa.

      – Pues será necesario que renuncies á verme.

      – ¡Juan! – exclamó Luisa, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

      – Preciso de todo punto: las cosas se ponen de manera que no se puede pasar más adelante. ¿No oyes que esta noche la reina ha salido á la calle?

      – ¡Oh! no, eso no puede ser.

      – ¿Que la amparaba un hombre desconocido?..

      – ¡Dios mío! ¿pero qué tengo yo que ver con todo eso?

      – Que ese hombre ha herido malamente á don Rodrigo Calderón.

      – ¿Y á ti qué te importa?

      – Luisa, todo lo que soy, lo debo á don Rodrigo.

      – Bueno es ser agradecidos, pero cuando no nos piden imposibles.

      – Nada hay imposible cuando se ama.

      – Don Rodrigo no puede pedirte tanto.

      – Debo á don Rodrigo el no haber dado en la horca.

      – ¡En la horca tú! ¿y por qué?

      – Por una calumnia. Pero tal, que si no hubiera mediado don Rodrigo…

      – ¿Y qué te cargaron?

      – ¡Bah! ¡poca cosa! Haber envenenado al marido de una querida mía.

      – ¿Y eso es verdad? – dijo estremeciéndose Luisa.

      – Ni por asomo; pero como yo era amigo del marido y entraba en la casa aun cuando él no estaba, y la mujer era una moza garrida, y un día amaneció muerto el marido, y dieron en decir los que le vieron que tenía manchas en el rostro…

      – ¿Y eso era verdad?

      – Pudo serlo, pero no lo era. Pues tanto dijeron y murmuraron y hubo tantos que supusieron que yo era el causante de aquella muerte, que dieron con los dos, con ella y conmigo, en la cárcel.

      – ¡Dios mío!

      – Ella murió.

      – ¿La ajusticiaron?

      – Tanto da, porque la pusieron al tormento y no pudo resistir.

      – ¡Dios mío! ¿Y á ti no te atormentaron?

      – Sí, pero el alcalde y el escribano eran amigos; mejor: les había hablado don Rodrigo, y aun más que hablado, y lo del tormento quedó en ceremonia. Dos meses después estuve libre y salvo y declarada mi inocencia, y para satisfacerme, de capitán que era de la guardia encarnada, hízome su majestad, por los buenos oficios del duque de Lerma, á quien don Rodrigo había dicho mucho bien mío, sargento mayor de la guardia española: mira, pues, si estoy obligado á servir á don Rodrigo.

      – ¡Juan! ¡Juan! ¡por Dios! no me obligues á lo que yo no quiero hacer.

      – ¿Pero á ti qué te importa? Toda la culpa caerá sobre tu marido.

      – ¡Y si le ahorcaran inocente!.. ¡no y no!

      – Pues bien, no me volverás á ver.

      – No, tampoco.

      – ¿En qué quedamos, pues? ¿no te digo que estoy haciendo falta en Nápoles?

      – Echad abajo la ventana con vuestras fuerzas de toro, hermano – dijo rápidamente Quevedo al oído del bufón.

      – Paciencia y calma, y dejemos que corra el ovillo – dijo el bufón.

      Una ráfaga de viento arrastró las palabras de Quevedo y del tío Manolillo.

      Habíase distraído Quevedo, y cuando volvió á mirar, vió que don Juan de Guzmán mostraba á Luisa un objeto envuelto en un papel, sobre el cual arrojó una mirada medrosa Luisa.

      – No, no – repitió la joven – . ¡Qué horror!

      – Pues bien – dijo el sargento mayor guardando el papel con una horrible sangre fría – , no hablemos más de eso. Adiós.

      Y se dirigió á la puerta.

      – No,

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