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se hizo vaga.

      – Y torpe, torpe… porque no previó las funestísimas consecuencias que pudo traer sobre España, y que en la parte de su riqueza y de su población la ha traído, el cumplimiento de aquel infame edicto.

      – ¡Margarita! – exclamó el rey, cuya conciencia se retorcía.

      – Yo te pedí de rodillas, aquí, en este mismo sitio, que revocaras aquel edicto; y te lo pedí por ti mismo, por la gloria de tu nombre, por tu dignidad de rey, más que por el bien de tus reinos. Te lo pedí, Felipe, porque te amo, y porque te amo, te pido la deposición del duque de Lerma.

      – ¡Que me amas, Margarita! ¡que me amas! – exclamó el rey – ¡y no me lo has dicho hasta ahora!

      – ¿Qué mujer honrada, y que nunca ha amado, no ama al padre de sus hijos? – exclamó en un sublime arranque Margarita, arrojándose á los brazos del rey.

      Y levantándose de repente, añadió:

      – Y no te lo he dicho; no se lo he dicho á nadie, no, y me he mostrado siempre contigo reservada y fría porque… mi orgullo de mujer ha estado continuamente ofendido al verme pospuesta á un favorito.

      – Y á quién, á quién buscar…

      – ¿A quién? al duque de Osuna…

      – Es demasiado soberbio.

      – Pero es justo, y valiente, y buen vasallo. Y si no, Ambrosio Espínola, y si no… si no… Quevedo.

      – ¡Osuna, Espínola, Quevedo! ¡dos soldados y un poeta!

      – Tres españoles que no han renegado de su patria, y que por lo mismo, están alejados de ella por el temor de los traidores.

      – Lo pensaré, lo pensaré – ; dijo el rey.

      – No, no; pensarlo, no; ya lo he pensado yo bastante; ¿no tienes confianza en tu esposa, Felipe?.. ¿no me amas? ¿no crees en mi amor?

      – Lo pensaré… me duermo… necesito rezar antes mis oraciones.

      Y el rey se dirigió al oratorio de la reina.

      – ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! – dijo Margarita viendo desaparecer al rey por la puerta del oratorio – ¡Ten piedad de España! ¡Ten piedad de mí!

      CAPÍTULO XIV

      DEL ENCUENTRO QUE TUVO EN EL ALCÁZAR DON FRANCISCO DE QUEVEDO, Y DE LO QUE AVERIGUÓ POR ESTE ENCUENTRO ACERCA DE LAS COSAS DE PALACIO, CON OTROS PARTICULARES

      Apenas Juan Montiño había desaparecido por la escalerilla de las Meninas, cuando Quevedo, que como sabemos observaba desde la puerta, se embocó por aquellas escaleras en seguimiento del joven.

      – En peligrosos pasos anda el mancebo – dijo don Francisco – ; sobre resbaladiza senda camina; sigámosle, y procuremos avizorar y prevenir, no sea que su padre nos diga mañana: con todo vuestro ingenio, no habéis alcanzado á desatollar á mi hijo.

      Y Quevedo seguía cuanto veloz y silenciosamente le era posible, á la joven pareja que le precedía en las tinieblas.

      – ¿Y quién será ella? – ¿quién será ella? decía el receloso satírico.

      Y seguía, sudando, á pesar del frío, á los dos jóvenes, que andaban harto de prisa.

      – Pues ó he perdido la memoria y el tiento, ó todo junto – decía Quevedo – , ó se encaminan á la portería de Damas; paréceme que se paran: ¡adelante y chito! suena una llave, se abre una puerta, entran… ¡ah! esa momentánea luz… el cuarto de la reina… ¿será posible? ¿me habré yo engañado pensando bien de una mujer? Merecido lo tendría. ¿Pero quién va?

      Había oído pasos Quevedo.

      – No va, viene – dijo una voz ronca.

      – ¡Por el alma de mi abuela! ¿y de dónde venís vos, hermano?

      – Ni sé si del cielo ó si del infierno. Vos, hermano, ya sé que del infierno sois venido, porque San Marcos no debe de haber sido para vos la gloria.

      – Ha venido á ser el purgatorio, Manolillo, hijo.

      – Veo que no habéis olvidado á los amigos.

      – ¿Y cómo olvidaros, si creo que por haberos tratado en mi niñez se me han pegado vuestras picardías?

      – Yo no soy pícaro, y si lo soy, soy pícaro á sueldo.

      – Tanto monta, que nadie hace picardías al aire. ¿Pero dónde vivís? Paréceme de que me lleváis por las escaleras de las cocinas.

      – Así es la verdad, hermano Quevedo; he visto cuanto podía ver, y á mi mechinal me vuelvo.

      – Pues sígoos.

      – En buen hora sea.

      – Decidme, ¿por qué me dijísteis allá abajo que no sabíais si veníais del cielo ó del infierno?

      – Decíalo por un mancebo que acaba de entrar…

      – ¿En el cuarto de la reina?..

      – ¿Habéisle visto?

      – Le seguía.

      – ¿Y no os parece que ese mancebo puede muy bien encontrar en ese cuarto una gloria ó un infierno?

      – Alegraríame que le glorificasen.

      – Y yo; aunque no fuese más que por verme vengado…

      – ¿Del rey?..

      – ¡Qué rey! ¡qué rey! – dijo el bufón.

      – Paréceme será bien que callemos hasta que nos veamos en seguro.

      – Decís bien… nunca palacio ha sido tan orejas todo como ahora. Pero ya llegamos.

      Acababan de subir las escaleras, y el tío Manolillo había tomado por un callejón estrecho.

      Detúvose á cierta distancia del desemboque de las escaleras, y sonó una llave en una cerradura.

      – Pasad, pasad, don Francisco – dijo el bufón.

      Quevedo entró á tientas en un espacio densamente obscuro.

      El bufón cerró.

      Poco después se oyó el chocar de un eslabón sobre un pedernal, saltaron algunas chispas, y brilló la luz azul de una pajuela de azufre, que el bufón aplicó al pábilo de una vela de sebo.

      Quevedo miró en torno suyo.

      Era un pequeño espacio abovedado, deprimido, denegrido, desnudo de muebles, á cuyo fondo había una puerta, á la que se encaminó el bufón.

      Siguióle Quevedo.

      El tío Manolillo cerró aquella puerta.

      Era el bufón del rey un hombre como de cincuenta años, pequeño, rechoncho, de semblante picaresco, pero en el cual, particularmente entonces que estaba encerrado con Quevedo, y no necesitaba encubrir el estado de su alma, estaba impresa la expresión de un malestar roedor, de un sentimiento profundo, que daba un tanto de amargura infinita á su ancha boca, cuyos labios sutiles habían contraído la expresión de una sonrisa habitual, burlona y acerada cuando estaba delante del mundo, sombría y dolorosa entonces que el mundo no le veía. El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no sé qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo. Sus miembros, contrastando desapaciblemente con su estatura, eran de gigante, cortos, musculosos, fuertes; vestía un sayo y una caperuza á dos colores, rojo y azul; llevaba calzas amarillas, zapatos de ante y un cinturón negro que sólo servía para sujetar un ancho y largo puñal.

      El bufón se sentó en un taburete de pino, y dijo á Quevedo:

      – Ahora podemos hablar de todo cuanto

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