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– dijo doña Clara – : ¿le ha visto bien vuestra majestad cuando estaba hablando conmigo?

      – Me ha parecido bien criado, generoso, franco, con el alma abierta á la vida… y enamorado, sobre todo, Clara, enamorado.

      – ¿Y no ha visto más vuestra majestad en ese joven?

      – No – contestó con una ingenua afirmación la reina.

      – La frente, el nacimiento de los cabellos, la mirada de ese joven, ¿no han recordado á vuestra majestad uno de sus más grandes, de sus más leales vasallos, que por serlo tanto está alejado de España?

      – No – repitió con la misma ingenuidad la reina.

      – Pues yo he creído, durante algunos momentos, estar hablando con el noble, con el valiente duque de Osuna, no ya en lo maduro de su edad, sino á sus veinticuatro años.

      – ¡Parecido ese joven al duque de Osuna!

      – Es un parecido vago, en el que es muy difícil reparar cuando el semblante de ese joven está tranquilo; pero cuando se exalta, cuando su mirada arde… entonces el parecido es maravilloso: yo creo que se parece más ese joven al duque en el alma que en el semblante, y como en ciertas situaciones el alma sale á los ojos…

      – Sí, cuando se ama por primera vez…

      – ¡Oh, señora! juro á vuestra majestad que me contraría el amor de ese joven.

      – Hablemos un poco de ti, ya que tanto hemos hablado de mí: la verdad del caso es que ese joven ha hecho por ti lo que difícilmente hubiera hecho otro hombre.

      – Lo que ha hecho lo ha hecho por vuestra majestad.

      – Es que él creía, y no sin fundamento, que mi majestad eras tú.

      – Púsose vivamente encendida doña Clara.

      – Una casualidad inconcebible: yo creí llevar más seguro el brazalete en el brazo, y una audacia de ese joven…

      – ¡Una audacia!..

      – Más bien una galantería.

      – No es lo mismo, pero me agrada tu declaración; ya le disculpas, y eso significa mucho: eso significa, Clara, si yo no me equivoco…

      – Que le hago justicia.

      – No, que le amas.

      – ¡Que le amo! ¡En una hora!..

      – En una hora has recibido una impresión de tal género, que no le olvidarás, yo te lo afirmo; que recordándole le amarás… le amarás de seguro, y contando con esa seguridad, y hablando por adelantado, puede decirse que ya le amas.

      – No sé, no sé… pero… he causado por mi desdicha una impresión tan profunda en su alma…

      – Impresión de que estás orgullosa, Clara, y que por primera vez te ha hecho bendecir á Dios por la hermosura que te ha concedido.

      – No, no – contestó doña Clara con la misma turbación que si la reina hubiera leído en su alma.

      – ¿Y por qué no amarle? Un joven que por ti lo ha arrostrado todo; que por ti está en peligro… porque al fin y al cabo ha herido ó muerto á don Rodrigo, ha deshecho con su espada, como noble, una traición infame que traerá contra él poderosos enemigos, de los cuales acaso no podamos libertarle. ¿No merece tanto sacrificio que tú le ames?

      – Mi amor, señora, sería un tormento para mí, y una desesperación para él.

      – El día en que caiga el duque de Lerma, ese joven será tu esposo: te prometo ser tu madrina.

      – Más fácil es que el duque de Lerma muera en un patíbulo, lo que por desgracia no deja de ser dificilísimo, que el que yo sea esposa de ese joven.

      – ¿Y por qué?

      – Olvida vuestra majestad que mi padre, tratándose de mi enlace, no prescindirá jamás de su nobleza.

      – Ese joven es hidalgo, según he entendido.

      – Sí; sí, señora, hidalgo es, pero…

      – No importa que sea pobre; es valiente y alentado.

      – Sí, es cierto; pero…

      – Como valiente y alentado hará fortuna.

      – Por mucha que haga…

      – Tu padre no es codicioso.

      – Pero siempre verá que ese joven es sobrino de Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.

      Y doña Clara pronunció la palabra «cocinero mayor» de una manera singular, en que había mucho de repugnancia propia.

      – Pero se parece al gran duque de Osuna – insistió sonriendo la reina – , sobre todo cuando se entusiasma.

      – Pues peor, señora, peor.

      – ¡Oh! ¡Peor!

      – Sí, por cierto.

      – Supongamos, porque estamos rodeadas de misterios, y los misterios no deben sorprendernos, que ese joven es hijo del duque de Osuna, que bien pudiera ser; dicen que el duque en sus mocedades ha sido muy galanteador.

      – Pues por eso digo que peor: ¡un bastardo! Ni mi padre ni yo querríamos semejante enlace.

      – ¿Ni aun interesándome yo por él?

      – Respetar debe el rey la honra del vasallo, como el vasallo honra y reverencia la excelsitud del rey.

      – ¿Conque no hay esperanza ninguna para ese pobre mancebo enamorado?

      – Yo le desenamoraré.

      – ¡Ah! Difícil lo veo.

      – Le trataré…

      – Como tu corazón te deje tratarle…

      – He resistido los amores de unos por muy altos y de otros por muy bajos; resistiré este también. ¿Cree vuestra majestad que á los veinticuatro años y criada en la corte, no habré tenido ocasión de resistir tentaciones?

      – Sí, sí; ya sé que eres una mujer fuerte… una maravilla, y esto es una de las razones del amor que te tengo, Clara. Pero en el asunto de que se trata debo demasiado á ese joven para no ayudarle… Aunque creo necesite poca ayuda, creo que él es bastante para hacerse amar de ti.

      – Lo veremos – dijo sonriendo tristemente doña Clara.

      – Lo veremos. ¿Pero qué hora es ésta?

      – Las doce – dijo doña Clara contando las campanadas de un magnífico reloj de pared.

      – ¡Oh, las doce!.. Ya es hora de que tú descanses y de que yo me recoja; hasta mañana, Clara. Di á la camarera mayor que me recojo.

      – Adiós, señora – dijo doña Clara doblando una rodilla y besando la mano á la reina.

      Margarita de Austria la alzó y la besó en la frente.

      Doña Clara salió, y la reina se quedó murmurando:

      – Ve, ve á soñar con tu primer amor. ¡Dichosa tú que amas! ¡Dichosa tú que puedes amar!

      Y dos lágrimas asomaron á los ojos de Margarita de Austria, que tuvo buen cuidado de enjugarlas porque se sentían pasos en la cámara.

      Se abrió la puerta y apareció la camarera mayor; con ella venían la condesa de Lemos y la joven doña Beatriz de Zúñiga.

      La duquesa de Gandía se inclinó profundamente.

      – ¿Qué os ha sucedido esta noche, mi buena doña Juana? – dijo sonriendo la reina – ; creo que me habéis creído perdida y que habéis estado á punto de ofrecer un hallazgo por mi persona.

      – ¡Ah, señora! Nunca me consolaré de mi torpeza. ¡No pensar que podía vuestra majestad estar recogida en el lecho! ¡Y en qué circunstancias! ¡Cuando su majestad

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