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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
Читать онлайн.Название El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Fernández y González Manuel
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
– Cuando volvamos á vernos será para no separarnos. Pero adiós, adiós, que estoy haciendo falta en otra parte.
–¿Dónde hará falta este pícaro? – dijo Quevedo.
Oyóse entonce un beso dentro de la habitación. Cuando miró Quevedo de nuevo por los agujeros, ni Luisa ni don Juan de Guzmán estaban en la estancia.
– Nada tenemos que hacer ya aquí – dijo el tío Manolillo. Yo lo sospechaba, pero no había creído que se diesen tanta prisa. ¿Y no haber muerto ese infame de don Rodrigo? ¿tenía acaso las manos de lana el bastardo de Osuna? Pues no, cuando su padre daba un golpe no le daba en vano.
– Desengañáos, desengañáos, hermano Manolillo – dijo Quevedo – : hay hombres que tienen siete vidas como los gatos.
Y volvióse bruscamente hacia el almenar, y poniendo en él las manos, exclamó con ronca voz entre las tinieblas:
– ¡Ah! ¡infame alcázar, cueva de la tiranía, almacén de pecados, arca de inmundicias, maldígate Dios, maldígate como yo te maldigo!
– ¡Oh!, sí, maldiga Dios estos alcázares de la soberbia, donde sólo se respira un aire de infamia – exclamó el bufón.
– Un día soplará viento de venganza, y estos alcázares serán barridos como las hojas secas – murmuró con acento profético Quevedo – . Pero hasta entonces, ¡cuánto crimen, cuánta sangre, cuántas lágrimas!
– Habéis visto lo alto del alcázar, hermano don Francisco, y voy á llevaros á que veáis lo bajo. Seguidme.
– En buen hora sea, vamos á sorprender al alcázar en otra hora mala.
– Llegamos á los desvanes; bajad la cabeza, hay cinco escalones.
Poco después añadió el bufón:
– Abrid la linterna. Voy á llevaros á la cámara de la reina.
– Vamos, hermano, vamos, y que Dios nos tome en cuenta esta aventura gatuna, y el no haberla dado buena de esa infame adúltera y de ese rufián asesino.
– No hubiera sido prudente matar á don Juan de Guzmán; hubiera sido romper una de las cien manos de que se valen los traidores, y nada más; les sobrarían medios de llevar á cabo sus proyectos, de modo que acaso no podríamos conocerlos y estar á punto para destruirlos. Confiad en mí, que ni duermo ni reposo, que estoy siempre alerta, y que como decís muy bien, soy el mochuelo del alcázar, y que contando con vos, don Francisco, nada temo. Don Rodrigo se nos escapa; pero juro á Dios, que como el diablo no le ayude…
– Diablo y aun diablos debe tener al lado, cuando esta noche no ha dado con él al traste el bravo Juan Montiño. Pero dejad, dejad, yo tengo una espada tal y tan maestra que ella sola se va á donde conviene y no toca á un hombre que no le mate. Pero si no me engaño, estamos en el negro boquerón que vos encontrásteis tapiado cuando buscábais á vuestro gato.
– Y providencia de Dios fué que se me ocurriera destapiarle, porque yo me dije: detrás de ese tabique debe haber algo, algo que yo no conozco, y eso que me son familiares todos los escondrijos del alcázar: como que he nacido en él, y en él he pasado los cincuenta años de mi vida. Destapé y hallé con alegría lo que nadie conoce más que yo, y lo que vos vais á conocer. Entremos.
Dirigiéronse al negro boquerón, y Quevedo se encontró en lo alto de unas polvorientas escaleras de piedra, y tan estrecho el caracol, que apenas cabía por él una persona; aquella escalera estaba abierta, sin duda, en el grueso muro.
Empezaron á descender.
Quevedo contaba los escalones.
A los ochenta, el bufón tomó por una estrecha abertura abovedada.
La escalera continuaba.
– Por aquí – dijo el bufón.
Y siguió por el pasadizo.
A los cien pasos abrió una puerta, y siguió por el mismo pasadizo, que se ensanchaba algo más.
A los pocos pasos se detuvo junto á una puerta situada á la izquierda.
– Mirad – dijo á Quevedo – : esta puerta secreta corresponde al dormitorio de su majestad.
– ¡Ah!, ¿y para qué os detenéis? ¿qué vamos á hacer en el dormitorio de la reina?
– Mirad, mirad, y veréis algo que os asombrará.
– ¿Y cómo miro? ¿creéis acaso que yo tengo la virtud de ver á través de las paredes, como al través del vidrio de mis antiparras?
– Yo, para observar, he abierto dos agujeros pequeños. Helos aquí.
– ¡Ah! ¡famosa catalineta real! – dijo Quevedo arrimando sus espejuelos á las dos pequeñas perforaciones que le había mostrado el bufón.
– ¡Jesucristo! – exclamó Quevedo en voz muy baja – : ¿sera verdad lo que me habéis dicho acerca de ser pieza mayor el rey? En el lecho de la reina, más allá de ella, á quien da la luz de la lámpara sobre el bello semblante dormido, hay un bulto. Y en un sillón junto al lecho, vestidos de hombre.
– Y un rosario de perlas.
– ¡Ah! ¡es el rey!
– ¿Pues quién otro pudiera ser, ahí, en ese dormitorio y en ese lecho?
– ¡Maravilla! ¡milagro! ¡y la reina parece feliz y satisfecha, sonríe á sus sueños!
– Guárdela Dios á la infeliz – dijo el bufón – ; pero sigamos.
– Duerman en paz sus majestades – dijo Quevedo siguiendo al bufón.
Este se detuvo un poco más allá.
– Aquí hay otra puerta – dijo – , y en ella otros dos agujeros. Mirad.
– ¡Ah! – dijo Quevedo mirando – , ¡ah corazón mío! ¡guarda, guarda y no latas tan fuerte, que te pueden oír!
– ¿Qué veis, que murmuráis, don Francisco?
– Veo á la condesa de Lemos que vela… y que llora.
– ¡Ah! ¿y no se os abre el corazón?
– Abriera yo mejor esta puerta.
– No quedará por eso si queréis; pero luego: seguidme y veréis más.
– ¿Y qué más veré?
– Habéis visto á la hija llorando; y es muy posible que veáis al padre rabiando.
– ¿Y qué hace en el alcázar su excelencia?
– Ha venido á ver al rey y no le ha encontrado en su cámara: le han dicho que el rey está en la cámara de la reina, y si se le ha puesto saber hasta qué hora están juntos sus majestades, se habrá quedado sin duda en la cámara real; pero hablemos bajo no sea que nos oigan.
– Para no ser oídos, lo mejor es ser callados.
– Aquí – dijo con acento imperceptible el bufón, señalando otra puerta y en ella otros dos agujeros.
El bufón no se había engañado: el duque de Lerma velaba en la cámara real; pero no estaba solo.
En el momento en que se puso en acecho Quevedo, un ujier acababa de introducir en la cámara á un hombre vestido de negro á la usanza de los alguaciles de entonces: era alto y seco, de rostro afilado, grandes narices, expresión redomada y astuta, y parecía tener un doble miedo por el lugar en que había entrado, y por la persona ante quien se encontraba.
– ¿Tú eres Agustín de Avila, alguacil de casa y corte? – dijo el duque.
– Humildísimo siervo de vuecencia – dijo el corchete mientras Quevedo apuntaba en el libro de su memoria el nombre y la catadura del preguntado.
– ¿Has