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pavimento, menos pobres, menos rudos; un enorme farol colgado del centro del techo, otro farol más pequeño pendiente de un pescante de hierro y que compartía su luz entre un nicho en que había un Ecce-homo de madera, de no mala ejecución, y un enorme escudo de armas tallado y pintado en madera; seis hachas de cera, sujetas á ambos lados en la balaustrada de la escalera, y otro farol pendiente del centro del techo de la escalera al fondo, eran las luces que iluminaban el zaguán, y dejaban ver las gentes que en él había.

      Eran éstas dos lacayos aristocráticamente vestidos con una especie de dalmática ó balandrán negro, con bandas diagonales amarillas, color y emblema de la casa Sandoval; un hombre vestido de camino, rebozado en una capilla parda, que estaba sentado en un largo poyo de piedra que corría á lo largo de la pared en que se notaban la imagen y el escudo de armas, y una especie de matón que echado de espaldas contra una de las pilastras de la puerta, dejaba ver bajo el ala de su sombrero gacho, un semblante nada simpático, y nada á propósito para inspirar confianza.

      Los dos lacayos ó porteros se paseaban á la ancho del zaguán, apareados, hablando de una manera tendida, y riendo con una insolencia lacayuna; el joven embozado del poyo, miraba de una manera hosca á los porteros, y el matón de la puerta fijaba de tiempo en tiempo una mirada vigilante en el de la capilla parda, locutario del poyo.

      Al entrar en el zaguán, Quevedo, que cuando iba á ciertos lugares, especialmente para entrar en ellos no desatendía ninguna circunstancia, y todo lo abrazaba de una mirada rápida, oculta, hasta cierto punto, por el verdoso vidrio de sus antiparras, se detuvo de repente junto al hombre que estaba en la puerta, le dió frente y le dijo encarándosele:

      – ¿Cómo tu aquí?

      Afirmóse sobre sus plantas aquel hombre, y clavó sus ojos en Quevedo.

      – ¡Ah! ¡es vuesa merced!

      – Yo te daba ahorcado.

      – Y yo á vuesa merced desterrado.

      – Pues encuéntrome en mi tierra.

      – Y yo sobre mis canillas.

      – ¡Gran milagro!

      – Sirvo á buen amo.

      – ¿A su excelencia?..

      – Decís bien: porque sirvo á don Rodrigo Calderón…

      – ¡Criado del duque de Lerma!¿conque eres?..

      – Medio lacayo…

      – Medio requiem…

      – Decís bien.

      – ¿Quién agoniza por aquí?

      Lanzó el matón una rápida mirada de soslayo al hombre que estaba en el poyo.

      – ¡Ah! – dijo Quevedo siguiendo también de soslayo aquella mirada – . ¿Y quién es él?

      – ¡Bah, don Francisco! por mucho que yo os deba, también debo mucho á don Rodrigo y…

      Sonó Quevedo algunas monedas en el bolsillo, y el matón cambió de tono.

      – ¿Pero qué importa á vuesa merced?.. ¿no ha perdido vuesa merced la afición á saberlo todo?

      – Ven acá, Francisco; ven acá, á lo obscuro, hijo, que en ninguna parte se dice mejor un secreto que donde no hay luz, ni nunca toma mejor dinero quien, como tú, gastas vergüenza, que á obscuras. Ven acá, te digo, y si quieres embuchar, desembucha.

      Siguió aquel hombre á Quevedo un tanto fuera de la puerta, y cuando de nadie pudieron ser vistos ni oídos, dijo Quevedo:

      – El hidalgo que se esconde entre sombrero y embozo, es mucha cosa mía.

      – ¡Ah!¿es cosa vuestra… ese mancebo?.. ¿pero cómo le ha conocido vuesa merced, si ni aun no se le ven los ojos?

      – Ver claro cuando está obscuro, y desembozar tapados, son dos cosas necesarias á todo buen hidalgo cortesano; y más en estos tiempos en que es tan fácil á medio rodeo dar con la torre de Segovia; ¡hermano Juara, vomita!

      – No me atrevo: don Rodrigo…

      – Ni acuña mejor oro que el que yo gasto, ni usa mejor hierro que el que yo llevo.

      – ¡Pero don Francisco!

      – O al son de mi bolsa cantas, ó si te empeñas en callar, hablan de ti mañana en la villa. Conque hijo, ¿qué quiere don Rodrigo con mi pariente?

      – ¿Vuestro pariente es ese mozo?

      – Archinieto de una archiabuela mía, que era tan noble persona que más arriba que el suyo no hay linaje que se conozca.

      – ¿Me promete vuesa merced guardarme el secreto, don Francisco?

      – Por mi hábito te prometo que nadie ha de saber el mal conocimiento que tengo contigo. Desembucha, que ya es tarde y hace frío, y no es justo que me hagas ayudarte tanto á ganar un doblón de á cuatro; y el tal doblón es de los buenos del emperador, que anduvieron escondidos por no tratar con herejes.

      Y Quevedo sonó otra vez su bolsillo.

      – El cuento es muy corto. Figuráos que yo, por orden de don Rodrigo, estoy desde el obscurecer acechando á los que salen del alcázar por la puerta de las Meninas.

      – Palaciega historia tenemos.

      – Figuráos que poco después baja una dama por las escalerillas de las Meninas, y se mete en una litera.

      – ¿Dama y tapada?

      – Sí, señor.

      ¿Estás seguro que no era dueña?

      – Andaba erguida y transcendía á hermosa.

      – Buen olor tiene tu cuento. ¿Y quién era ella?

      – No lo sé; don Rodrigo me había dicho solamente: si sale de palacio una dama ancha de hombros, alta de pecho, gentil y garrida, manto á los ojos, y halda hasta el suelo, sigue á esa dama.

      – He aquí unas señas capaces de volver el seso á Orlando Furioso. ¿Seguiste á la dama?

      – Iba á hacerlo cuando llegó don Rodrigo. – ¿Ha salido? me preguntó. – Sí, señor. – ¿En litera? – Sí, señor. – ¿Por dónde va? – Por aquella calleja se ha metido. – Don Rodrigo tira adelante y yo detrás de él; henos aquí metidos en una aventura. Llovía…

      – Aventura completa.

      – Estaba obscuro.

      – Mejor aventura.

      – Paró la litera, y salió la dama.

      – ¿Entróse dónde?

      – Siguió adelante.

      – ¡Con lluvia y de noche, tapada y sola! Sigue, hijo, sigue. Cantas que encanta.

      – Pero de repente, al volver una esquina, hétenos á la tapada asida de un embozado.

      – ¿Lluvia y tinieblas? ¿tapada y embozado?.. buscona adobada y pollo que miente gallo.

      – Más alto debe picar, porque don Rodrigo me dijo: Juara, lance tenemos; estocadas barrunto. Espada de gavilanes traigo y daga de ganchos. No se trata de que me ayudes… ¡para un hombre otro hombre!

      – ¡Aventura con milagro!

      – ¿Qué milagro hay hasta ahora?

      – Que don Rodrigo Calderón no vea más que un hombre, cuando tiene delante un enemigo.

      – Don Rodrigo es valiente…

      – Pero más valido. Y en cuanto á valor no niego que es mucho el valimiento del tal, como que de todo se vale para valerse: ¡válame Dios con tu cuento! Pero cuenta, hijo, y ten presente de no mentir. ¿Qué hubo al cabo?

      – Hubo que don Rodrigo me dijo – : No conozco á quien la acompaña; persona debe ser cuando tan tirado platican y tan despacio caminan. Podrá suceder que cuando llegue el caso ese hombre me venza.

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