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      A esta salida de la condesa, la camarera mayor no pudo contener un marcado movimiento de disgusto; reprimióse, sin embargo, y dijo procurando dar á su voz un acento conveniente:

      – Vamos, se conoce que la insolencia de don Rodrigo os ha llegado al alma, porque estáis terrible, amiga mía; nada perdonáis, ni aun á vuestro padre, y voy convenciéndome de que por vengaros de ese hombre, seréis capaz de todo.

      – ¿Pues no? ¿Os parece que una dama puede sufrir, sin desesperarse, insultos tan groseros?

      – Confieso que tenéis razón y que en vuestro lugar…

      – Vos en mi lugar, ¿qué haríais?

      – Pediría consejo.

      – Pues cabalmente yo no he hecho más que pedíroslo.

      – ¡Ah! yo creía que sólo me habéis dado á conocer vuestras tentaciones.

      – Pues de ese modo os he pedido que me aconsejéis.

      Meditó de nuevo profundamente la duquesa.

      – Pues bien – dijo después de algunos segundos – , voy á hacer más que aconsejaros: voy á vengaros.

      – ¿A vengarme, señora?

      – Voy á hacer que por lo menos destierren de la corte á don Rodrigo Calderón, y que levanten su destierro al conde de Lemos.

      – Procurad lo primero y aun más si podéis – dijo con vivacidad la condesa – ; pero en cuanto al conde de Lemos, dejadle por allá: me encuentro muy bien sin él.

      – Sea como queráis; y á propósito de ello, voy á escribir ahora mismo á vuestro padre.

      – ¡Ah, señora! no sabré negaros nada si me desagraviáis.

      – Permitidme un momento, amiga mía; concluyo al instante.

      La camarera mayor se acercó á la mesa, se sentó delante de ella, abrió un cajón, sacó papel, se caló las antiparras y se puso á escribir, lenta, muy lentamente.

      La lentitud de la duquesa consistía, no en que la fuese difícil escribir, sino en que pensaba más que escribía.

      Ni un sólo momento durante la conversación con la condesa de Lemos, había olvidado la posición difícil en que se encontraba, esto es: su posición de camarera mayor de una reina que se había perdido en su recámara, mientras ella hacía su servicio en la cámara.

      La conversación con la condesa de Lemos había agravado, á su juicio, aquella situación; había descubierto grandes cosas; esto es: que la reina alentaba á don Rodrigo Calderón, confidente y secretario íntimo del duque de Lerma, á quien lo debía todo, y que don Rodrigo, alentado por la reina, hacía una completa traición al duque.

      Entonces sospechaba si sería don Rodrigo el que había procurado al rey el conocimiento de aquellos pasadizos, y si sería también él quien, en medio de las tinieblas, la había amenazado con publicar sus secretos, si no guardaba un profundo silencio acerca de los singulares sucesos de aquella noche.

      La duquesa, desde el momento, había comprendido la necesidad de avisar al duque de la aparición inesperada del rey y de la no menos extraña desaparición de la reina; pero cuando hubo oído las terribles revelaciones de la condesa de Lemos, vió que era de todo punto imprescindible avisar á Lerma sin perder un segundo.

      El duque tenía en su casa un convite de Estado, y era de esperar que aquella noche no viniese á palacio; la camarera mayor estaba retenida por las obligaciones de su cargo en el alcázar hasta la hora de recogerse la reina, que era bastante avanzada; urgía avisar al duque, pero la dificultad estaba en procurarse un intermediario de confianza.

      Porque es de advertir que tan enmarañada estaba la intriga alrededor de Felipe III, que no había de quién valerse con confianza para confiarle una carta para el duque de Lerma.

      La duquesa vió con alegría que la de Lemos, la hija querida del duque de Lerma, interesada gravemente en que aquella carta llegase sin tropiezo á su padre, era el intermediario que necesitaba.

      Una vez tomada esta resolución por la duquesa, su mano corrió con más rapidez sobre el papel: llenó las cuatro caras de la carta, que era de gran tamaño, con una letra gorda y desigual, en renglones corcovados; cerró la carta, la selló y puso sobre su nema:

      «A su excelencia el señor duque de Lerma, de la duquesa viuda de Gandía. – En mano propia.»

      – Tomad, doña Catalina – dijo la camarera mayor – ; será necesario que os encarguéis vos misma de llevar esta carta á vuestro padre.

      – ¡Yo… misma…! – contestó con altivez la de Lemos.

      – Menos arriesgado es esto que lo que queríais hacer por vengaros de don Rodrigo.

      – Pero tengo mis razones… no quiero mezclarme para nada en estos negocios directamente…

      – Pero hay un medio. Ponéos un manto, tomad una litera, id por el postigo de la casa del duque, que da á sus habitaciones.

      – Peor aún: ¿qué dirá quien me abra ese postigo, al verme entrar en casa de mi padre de una manera tan misteriosa?

      – El que os reciba, nada os dirá… no se meterá en si vais encubierta ó no. Dad tres golpes fuertes sobre el postigo: cuando le abran, que será al instante, entregad al criado que se os presentará, esa carta para que lea su sobre. El criado os devolverá la carta, y os llevará al despacho de vuestro padre, que al punto irá á encontraros.

      – Pero habré de darme á conocer á mi padre, me preguntará…

      – De ningún modo; si vos no queréis descubriros, vuestro padre no os pedirá que os descubráis, y podéis haceros desconocer de él y salir sin hablar una palabra, tan encubierta como habéis entrado. Pero en cambio, vos, á quien únicamente interesa este negocio, estaréis segura de que la carta ha ido á dar en las manos de vuestro padre.

      – ¡Iré! – dijo con resolución la de Lemos, después de un momento de silencio.

      – Pues si habéis de ir, que sea al punto.

      – Sí, sí; os agradezco en el alma lo que por mí hacéis, y voy á mandar que pongan una litera.

      – Procurad que los mismos mozos que conduzcan la litera, no puedan conoceros.

      – ¡Oh, por supuesto! Adiós, doña Juana; adiós, y hasta después.

      – Id con Dios, doña Catalina. Y… oíd: hacedme la merced de decir á doña Beatriz de Zúñiga que entre.

      – No quiere quedarse sola – murmuró la joven saliendo – ; ¿qué misterio será éste?

      Y llegando en la antecámara á una hermosa joven que, acompañada de otras tres reía y charlaba, la dijo:

      – Doña Beatriz, la señora camarera mayor, os llama.

      La joven compuso su semblante dándole cierto aire de gravedad, y entró en la cámara de la reina, al mismo tiempo que la condesa abría la puerta de la antecámara y desembocaba por la portería de damas.

      CAPÍTULO III

      EN QUE SE DEMUESTRA LO PERJUDICIALES QUE SON LOS LUGARES OBSCUROS EN LOS PALACIOS REALES

      La condesa de Lemos atravesó en paso lento, recibiendo los respetuosos saludos de ujieres y maestresalas, algunas galerías y habitaciones.

      Lo lento del paso de la condesa, consistía en que iba abismada en profundas cavilaciones.

      – Me he visto obligada – pensaba – á inventar lo de los jardines de Balsaín, y á calumniar á la reina para procurarme una venganza segura contra el miserable don Rodrigo. La buena de doña Juana de Velasco, vale de oro todo lo que pesa; en hablándola de mi padre, no sabe ser suya: es mucho lo que admira, mucho lo que venera, mucho lo que sirve la duquesa á su excelencia, y ha tragado el anzuelo… hasta el cabo… ¡lindezas dirá esta carta! El pensamiento

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