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esto en que tenía delante de sí un sobrino á quien no conocía, y del cual en toda su vida sólo había tenido dos noticias dadas de una manera tal que bastaba para meter en confusiones á otro menos receloso que el cocinero del rey.

      Veinticuatro años antes, cuando el señor Francisco Montiño sólo era oficial de la cocina de la infanta de Portugal doña Juana, es decir, cuando se encontraba al principio de su carrera, había recibido de su hermano Jerónimo la lacónica carta siguiente:

      «Hoy día del evangelista San Marcos, ha dado á luz mi mujer un hijo: te lo aviso para que sepas que tienes un criado á quien mandar.»

      Francisco Montiño se quedó como quien ve visiones: sabía que su cuñada Genoveva era una cincuentona que jamás había tenido hijos y que había perdido, hacia mucho tiempo, la esperanza de tenerlos; la noticia de aquel alumbramiento inverosímil, había venido de repente sin que le hubiese precedido en tiempo oportuno la noticia del embarazo; por otra parte, la carta en que Jerónimo Montiño se confesaba padre, no podía ser más seca ni más descarnada.

      Francisco Montiño leyó tres veces la carta cada vez más reflexivo, se encogió al fin de hombros, y dijo, guardando cuidadosamente la carta:

      – ¿Qué habrá aquí encerrado?

      Era necesario contestar, y Francisco Montiño, en su contestación, se templó al tono de la carta de su hermano:

      «He recibido la noticia – le decía – de que tu mujer ha dado á luz una criatura, y me alegro de ello cuanto tú puedas alegrarte.»

      Después, en ninguna de las cartas que se cruzaban periódicamente entre los dos hermanos, volvió á nombrarse al tal vástago, ni en las potsdatas que solía poner á las cartas de Jerónimo, Pedro, que entonces era simplemente beneficiado.

      Pasaron así veintidós años: pero al cabo de ellos, Francisco Montiño, que ya había llegado á la cúspide de su carrera siendo, hacia tiempo, cocinero de Felipe III, recibió una carta de su hermano Jerónimo concebida en estos términos:

      «Estoy muy enfermo; el médico dice que me muero. Si esto sucede, podrá suceder que Juan Montiño, mi hijo, vaya á la corte. Algún día podrá convenirte el que hayas servido á ese muchacho.»

      – ¿Qué habrá aquí encerrado? – dijo Francisco Montiño después de haber leído tres veces esta carta, como la otra fechada hacía veintidós años en el día de San Marcos.

      Jerónimo murió al fin; habían pasado dos años sin que el señor Francisco recibiese noticias de su sobrino, cuando su sobrino se le presentó de repente como llovido del cielo y portador de una carta de su hermano el arcipreste; aquella carta podía ser la resolución del misterio, y como este misterio se había agravado para Montiño desde el momento en que había creído encontrar en el semblante del joven ciertos rasgos de semejanza con una alta persona á quien conocía demasiado, sintió una comezón aguda por apoderarse de aquella carta; pero siempre cauto y prudente disimuló aquella comezón, afectó la mayor indiferencia hacia su sobrino, y sólo volvió á anudar el interrumpido diálogo con el joven, después de haber dado á los pajes dos docenas de platos y seis docenas de órdenes y advertencias.

      – Venid, venid acá, sobrino – dijo ya con menos tiesura, llevándole á un aposentillo situado cerca de la repostería, en el que se encerraron. He servido ya la segunda vianda, y hasta que sea necesario servir la tercera pasará un buen espacio. No extrañéis el que yo os haya prestado poca atención; con señores como el duque de Lerma, que gozan del favor de su majestad, hasta el punto de que su majestad se quede un día sin cocinero, porque su cocinero les sirva, toda diligencia es poca. Me alegro mucho de conoceros. Sois un gentil mozo, aunque no os parecéis ni á vuestro padre ni á vuestra madre; mi hermano era así poco más ó menos como yo, lo que no impedía que fuese un valiente soldado del rey, y mi cuñada, vuestra madre, fué en sus mocedades un tanto cuanto oronda y frescota, pero era fea y morena que no había más que pedir; vos sois muy gentil hombre, blanco y rubio, como si dijéramos, la honra de la familia, porque ya me estáis viendo y ya sabéis lo que fué vuestro padre y lo que es vuestro tío Pedro.

      – ¡Ah! – dijo el joven, á quien desarmó completamente la insidiosa charla de su tío Francisco – ; vuestro pobre hermano, señor, acaso estará en estos momentos en la presencia de Dios.

      Púsose notablemente pálido el señor Francisco, lo que demostraba que amaba á su hermano.

      – ¡Cómo! – dijo – . ¿Pues tan enfermo se halla?

      – Tan enfermo, que esta mañana, después de haber hecho testamento, me llamó y me dijo: – Juan, es necesario que te vayas á Madrid en busca de tu tío Francisco, yo me muero; es necesario que antes de que yo muera reciba mi hermano esta carta, que he escrito con mucho trabajo esta noche. – Y sacó de debajo de la almohada esta carta cerrada y sellada que me entregó.

      El joven sacó del bolsillo interior de su ropilla una gruesa carta cuadrada, en la que fijó una mirada ansiosa, pero rápida, imperceptible, el cocinero del rey.

      – A vos está dirigida esta carta por mi tío moribundo – dijo el joven con voz conmovida – , y á vos la entrego. Mi buen tío Pedro, á pesar del deplorable estado en que se encontraba, me encomendó tanto que era necesario que recibierais cuanto antes esta carta, que ensillé á Cascabel, creyendo que podría tirar todavía de una jornada, y á duras penas he podido llegar al obscurecer. ¡El pobre jaco está tan viejo!

      – ¿Y cuándo salísteis de Navalcarnero, sobrino?

      – Antes del amanecer.

      – ¡Diez horas para cinco leguas!

      – Todo lo que había en casa muere; sólo quedamos vos y yo.

      – ¡Bah! ¡bah! – dijo Montiño guardando en los bolsillos de sus gregüescos la carta de su hermano – , no nos aflijamos antes de tiempo; vuestro tío Pedro ha estado dos veces á la muerte, y una de ellas oleado y con el rostro cubierto.

      – Pero á la tercera va la vencida – dijo el joven.

      – A la tercera…

      Al pronunciar Francisco Montiño estas palabras, tenía el pensamiento en la carta de su hermano.

      – ¿Quién sabe? ¿quién sabe? – añadió Montiño – ; ya es viejo, como que nació diez años antes que yo, y he cumplido ya los cincuenta y cinco. Pero ¿qué le hemos de hacer? ¿Y vos?.. ¿qué sois vos?.. soldado, ¿eh?

      – No, señor; soy licenciado…

      – ¡Licenciado!.. ¡no entiendo!.. ¿de qué licencias habláis?..

      – He estudiado teología y derecho en la Universidad de Alcalá.

      – ¡Ah!

      – Muchas veces heme dicho: tengo un tío en palacio… bien pudiera mi tío procurarme un oficio de alcalde ó corregidor.

      Fruncióse un tanto el gesto del cocinero del rey.

      – Pero no he querido incomodaros – añadió el joven.

      – Habéis pensado prudentemente, sobrino, porque me hubiera incomodado mucho no haber podido serviros.

      – Sea como Dios quiera – dijo Juan Montiño.

      La conversación había entrado en un terreno sumamente escabroso para el cocinero mayor.

      – Sobrino – le dijo – , me es forzoso dejaros; ya es tiempo de servir la tercera vianda. ¿Dónde tenéis vuestra posada, á fin de que yo pueda veros?

      – En ninguna parte, señor.

      – ¡Cómo! ¿pues dónde habéis dejado vuestro caballo?

      – En las caballerizas de su majestad.

      – ¡Diablo!

      – Y contaba también con vivir en palacio, puesto que vos vivís en él.

      – ¡En mi cuarto! – exclamó todo hosco el señor Francisco – ; ¡con una hija de diez y seis años, y una esposa de veinte,

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