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Nubes de estio. Jose Maria de Pereda
Читать онлайн.Название Nubes de estio
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Jose Maria de Pereda
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
Y por estas razones y otras tales, que también se les ocurrían a los demás consocios viejos del salón principal del Casino Recreativo, eran admitidos en él, no sólo sin protesta, sino con muchísimo gusto, Sancho Vargas y Pepe Gómez, amén de dos o tres actores de «medio carácter» que gozaban del mismo privilegio, porque, a faltas de lo proyectista del uno y de las altas prendas del otro, quizás servían allí de cabezas de turco para probar los bríos de la sátira, o el temple de la atrabilis de los barbas más intolerantes de aquella reducida hueste de censores de la legua.
Ello es que en aquel medio desierto salón no entraba nadie más que ellos, ni otros ojos que los suyos se recreaban en el mirador contiguo y único de la sociedad. Se daban casos, muy raros, de que algún tertuliano del salón vecino, destinado a la gente joven, penetrara en el principal con algún motivo muy apremiante. ¡Era de ver cómo lo hacía!: asomando primero la cabeza, como para pedir permiso, y después andando de puntillas y medio a escape, como quien quiere indicar que lo hace por precisión y por un solo momento. Pero lo cierto es que, aunque nadie le pegaba por ello, había allí cada mirada y cada gesto, que equivalían a un silletazo.
¿Cómo don Roque, que era una poza en la cual se reflejaban en seguida todos los relumbrones, no había de tomar por lo serio aquellos prestigios, aquellos derechos, aquella inviolabilidad del salón privilegiado y, por inapelable jurisprudencia, hasta las genialidades de aquel casi augusto senado de que él era miembro?
Había que verle cuando presentaba en el Casino a algún personaje de su amistad, o que le estuviera recomendado: le llevaba a trote vivo, como toro entre cabestros, de sala en sala y de pasillo en pasillo, por todo «lo secundario» de la casa. «El gabinete de lectura— iba diciéndole y andando.– Mucho papel, mucho libro, ¡psch! para calentarse la cabeza la gente curiosa que pierde aquí lo mejor del tiempo… La sala de los billares: bastante espaciosa… aquí se juega cuando no hay otra cosa que hacer, y se pasan los hombres las horas muertas, dale que dale y trastazo va y trastazo viene… ¡psch! Hay gentes que no se conciben… Otro pasadizo que va a las salas de tresillo… Pues aquí hay algo verdaderamente digno de verse.» Y se detenía delante de la puerta del mechinal ya mencionado. La abría después de cerciorarse de que no había nadie adentro, y se colaba allá, empeñándose en que le siguiera el otro, que ya se daba por enterado.– «Pase usted, pase usted— insistía,– que no ha de pesarle… No está esto todo lo curioso que debiera, porque hay hombres ordinarios hasta lo incapaz; pero ¡mire usted qué cosa tan bien entendida!… ¡mire usted qué hermosura de utensilio! Todo porcelana de la misma Ingalaterra, con su tablero de alza y baja; ¿ve usted? y con sus bisagritas doradas… Y el tablero, de caoba maciza… Pues verá usted ahora lo mejor en cuanto yo apriete este botón de la pared. Verá usted qué chorro de agua tan hermoso, y con qué estrépito sale. (Riissschsss…) Pues así se estaría un mes entero si yo no levantara el dedo de aquí. ¿Ha visto usted cosa como ella?… Aquí el aguamanil con su toballa, su jabonera con su pastilla: ¿ve usted? para las manos. Le digo a usted que es una lástima que tengan derecho a esto cuatro pulgares rústicos que no debieran de usar levita… Y vamos andando. Las salas de tresillo, con todo lo necesario para los viciosos que consumen aquí la vida y los dineros tontamente. Otra sala de recreo para la gente moza. Demasiado bien alhajada para el trato que la dan los mequetrefes que no saben estimar el valor del dinero… Éste es el recibidor por donde entramos antes… bien espacioso: aquí para los abrigos, esto para los paraguas… y esta puerta, la que da a la gran pieza de la sociedad. Aquí la tiene usted: éste es nuestro salón. Aquí hallará usted, a las horas de costumbre, una docenita escogida de buenos amigos, personas verdaderamente ilustradas, con quienes se pasan muy buenos ratos hablando de cosas serias. Verá usted qué mirador: es un coche parado… Medio mundo se ve desde él… Para ayudar a la vista natural, tenemos estos gemelos, que nadie usa en la casa más que nosotros. Son de Ingalaterra también, como la porcelana de antes… No hay como los ingleses para hacer las cosas bien… Ahora le voy a presentar a usted a estos cuatro amigos que casualmente se hallan en el salón… Señores, tengo el gusto de presentar a ustedes a don Fulano de Tal, opulento capitalista de tal parte; o al marqués de Esto o de lo Otro, persona de mi mayor estimación y amistad… El señor don Felipe Casquete, comerciante retirado y rentista fuerte; el señor don Anselmo Gárgaras, propietario riquísimo y mayor contribuyente… el señor don Lucio Vaquero, más propietario y contribuyente todavía que él; y el señor don Sancho Vargas, del comercio de esta ciudad, y nuestra gran cabeza. No digo de él lo que merece y vale, porque no se ofenda su mucha modestia y cortesía natural…»
Don Roque, pues, había llegado a hacer de aquel salón algo como lugar sagrado en donde penetraba a las horas de culto con fervor entusiástico, y hasta con unción casi mística. Para sus alegrías, para sus pesares, para sus proyectos en germen… para todo necesitaba de aquellos tonos encarnados, de aquel mirador vistoso, de aquellos suelos alfombrados, de aquella oscura chimenea, de aquéllos sus privilegiados consocios, de sus voces cascajosas, de sus caras avinagradas, de las zumbas insípidas del uno, de la iracundia del otro, de las pesadeces de éste, de las displicencias de aquél, de las lamentaciones de Sancho Vargas y de las dulzuras de Pepe Gómez: todo ello en conjunto y cada cosa de por sí, tenía la virtud de inspirarle ideas, de fortalecerle el ánimo, de desahogarle el corazón de más de cuatro corajinas, y de mejorarle el estilo.
¡Y hubo un día en que unos cuantos mequetrefes, como los del salón vecino, alborotando a la sociedad y seduciéndola, lograron barrenar sus estatutos tradicionales y hacer que se bailara, ¡que se bailara! cuando los mocosos tuvieran antojo de ello, en aquel salón jamás profanado, ¡precisamente en aquél! Y ya se había bailado muchas veces, y se bailaría otras muchas más; y cada vez que se bailaba, los candelabros con lágrimas de estearina al día siguiente, y la alfombra pisoteada, y los muebles trastrocados… En fin, no se podía hablar de eso… Y no se hablaba jamás de la negra desventura en el sanedrín aquel.
Pues bueno: al despertarse don Roque al día siguiente a la sesión borrascosa de La Alianza, no quiso pensar, por de pronto, en las murrias de Irene ni en lo que con estas murrias se eslabonaba por detrás y por delante, sino en el fracaso de los suyos y de los proyectos de Sancho Vargas; en las burradas de Aceñas; en la complicidad manifiesta del presidente, y en las palabritas cortantes del hipocritilla de marras al salir a oscuras de la sesión. Se le ocurrió entonces mucho y nuevo que replicarle, y también al presidente, y a cuantos habían hecho la contra a los proyectos, y hasta al rocín de Aceñas; le entró con esto una comezón que no le dejaba parar en la cama, y levantose muy desazonado. Le picaba también la curiosidad de saber lo que dirían del suceso los dos periódicos de la localidad que él recibía, y eran ambos de la mañana. Desayunose deprisa; y al bajar al escritorio, mucho antes de la hora de costumbre, ya le habían metido en casa, por debajo de la puerta, El Océano, el cual periódico no se clareaba gran cosa acerca del asunto. Empleaba una de cal y otra de arena. Buenas eran las intenciones del proyectista; beneficiosos quizá sus proyectos; realizables acaso; pero también habían sido muy cuerdos los reparos que se le habían hecho; y para eso se discutía, para depurar las cosas y quedarse con lo mejor de lo bueno. En cuanto a los planes de Aceñas, no eran, al fin y al cabo, más que un modo particular de ver en el asunto, con el mejor y más patriótico de los deseos… En suma, que todo lo hallaba pasadero el articulista, menos la escasez de alumbrado en el salón de actos de una sociedad tan respetable. Lo de haberse quedado a oscuras a lo mejor tanto caballero pudiente, y verse obligados a salir del local alumbrándose con cerillas, no le parecía cosa mayor.
– Pues tampoco a mí las explicaderas tuyas, grandísimo pastelero,– exclamó don Roque, poco ducho en paladear ironías, arrojando con furia el periódico.
A poco rato llegó al escritorio el otro, El Eco Mercantil. ¡Éste sí que cantaba claro y ponía el dedo sobre la llaga! Según él, era una mala vergüenza lo que había