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pulgar apretando el botón que había al alcance de la diestra. Las horas muertas se pasaba el buen hombre entre aquella porcelana fría y reluciente y aquel botón, aprieta que aprieta, por dar a sus oídos el regalo del estruendo de aquella catarata, que parecía, por el sonar, una cellisca, y se iba hundiendo, con rumores de hervor y gorgoritos, por el tragadero invisible de «este demonches de cosa.» Grande era el entusiasmo con que usaba y abusaba de ella; y mayor aún su indignación contra los inciviles socios que no se conducían allí con la compostura y los miramientos respetuosos que él.

      Pero, al fin, se resignaba a que este mínimo departamento sirviera para todos. No así por lo que toca al salón. El salón era suyo, exclusivamente suyo y de una docena escasa de caballeros privilegiados como él. Y tal cual lo pensaba, sucedía. El salón, en rigor de verdad, era de ellos; y siéndolo venía de otros tales, como por juro de heredad, desde los tiempos más remotos. Para ellos solos era el calorcillo de la chimenea en los días invernizos; para ellos la frescura del salino ambiente que inundaba en verano aquellos ámbitos desocupados; para ellos el recreo del holgado mirador a las horas convenientes; para que ellos descabezaran el sueño después de la bazofia del mediodía, los cómodos sillones; para que desentumecieran las piernas sin la molestia del ruido de las pisadas, el alfombrado pavimento, y para ellos, en fin, antes que para nadie, la servidumbre de la casa, que les limpiaba el polvo de las botas cuando llegaban del paseo; iba a los respectivos domicilios a buscarles los paraguas o los abrigos, según los casos; les abría o les cerraba las vidrieras; aumentaba o disminuía la luz de los mecheros; les llevaba los recados para este amigo o para el otro pariente que estaban en el gabinete de lectura, o en la sala de tresillo, o en los claustros de la Catedral; o sufría pacientísimamente la catilinaria que le soltaban, porque habían hallado papeles rotos en el suelo, o sabían que los gemelos marinos se habían sacado de allí para hacer uso de ellos «los mequetrefes de la otra sala;» y así por este arte, y hasta para traerles, en casos muy singulares, el vaso de agua limpia, único regalo que se permitían dar al estómago durante sus largos solaces; y ese porque no costaba dinero.

      En aquel vetusto Senado, cada cual de las senadores tenía su gracia especial, su papel asignado, o mejor dicho, el papel que le había ido resultando, por selección necesaria y forzosa de la vida de relación entre los demás organismos tan singulares y egoístas como el suyo. Uno poseía el «don de la lectura con sentido» en alta voz, para las sesiones de Cortes y las vistas de causas célebres; otro despuntaba por socarrón con gracia para chismes y cuentos de vecindad; otro tenía la comezón de las obras públicas, así del municipio como de los particulares, y se pintaba solo para llevarlas una cuenta corriente por hiladas de ladrillos y maseradas de mortero; a otro le poseía el ansia de la estadística inútil y hasta mal oliente: por ejemplo, lo que abultaban, lo que pesaban y lo que valían los pellejos de patatas consumidas en Londres cada veinticuatro horas, considerados como simples mondaduras frescas destinables a la fabricación de aguardientes; bien transformados en materia putrefacta aplicable a la agricultura… y así sucesivamente, hasta el último de todos, el más viejo y descuajaringado, cuyo destino exclusivo era apurar los relatos y comentos de los demás por medio de interrupciones sagaces y de reparos maliciosos. Teníase por el Quevedo de aquel parnasillo en escabeche. Don Roque venía a ser como el Panglós de aquel recinto, el mejor de los posibles, a su entender.

      Aunque ninguno de los actores desempeñaba su papel con los honrados fines de divertir a los demás, ¡rescoldo para ellos! sino por pura vanidad de oficio, por afán de lucir sus talentos en aquel perenne certamen de indigestos regañones, como la censura era la fibra dominante en la naturaleza de todos ellos, convenían siquiera en el deleite de poner tachas a todo lo que caía por su banda, desde las obras de cal y canto, hasta las de misericordia. Todo iba mal hecho, todo caro, todo mal entendido; todo era excesivamente ancho y escandalosamente lujoso: así se daba al traste en cuatro días con los caudales más fuertes y con la administración mejor montada. Lo mismo que si lo pagaran ellos de su propio peculio.

      En honor de la verdad, don Roque era de lo más optimista o inofensivo que había allí: siempre votaba con los menos mordaces, y hallaba atenuaciones que exponer; quería una prudente tolerancia para los desaciertos, y mucha moderación en las censuras; y no se atrevía a cosas mayores, porque estaba muy agradecido a aquéllos sus consocios que medían con la misma vara que él a ciertas y determimadas personas de dentro y de fuera de la casa. De las primeras, es decir, de las que tenían acceso al salón principal del Casino y formaban como galanes, digámoslo así, en aquella compañía de actores «de carácter anciano;» entre las contadísimas que gozaban de este raro privilegio, eran Sancho Vargas y otro «buen muchacho» que era el ojo izquierdo de don Roque; y hubiera sido el derecho, a llegar un poco antes que el indiscutible, incomparable y sempiterno proyectista, al trato del admirador de ambos.

      Pero el tal ojo izquierdo veía por los dos, aunque parecía corto de vista. Era un mozo «de buen arte,» guapo sin ser hermoso, bien vestido siempre, y, mejor que elegante, pulcro y cepillado. Paseaba con método; se sentaba a pulso; nunca tenía rodilleras ni rebarba en los pantalones, ni barro en las bruñidas botas de becerro; usaba chanclos en invierno; sombrero de copa y bastón en todos los días claros del año; levita cerrada, a la inglesa, de mayo a octubre, y gabán entallado desde noviembre a junio. Era doctor en derecho, y no tenía «gran bufete;» pero ejercía de abogado, aunque de abogado pacífico y complaciente, en todos los actos de su vida social. Hablaba, sin ser elocuente, con agradable corrección, y sabía bastante de muchas cosas, y todo lo necesario para pasar por docto, sin esforzarse, entre las vulgaridades de su trato, y por discreto y sesudo entre los que sabían tanto como él. No se le descubrían vicios ni calaveradas, ni sus coetáneos recordaban haberle conocido muchacho. Parecía haber nacido así, graduado de doctor, de pies a cabeza, por dentro; y con aquellos atalajes de hombre formal, y al mismo tiempo de «guapo joven,» por fuera.

      Sancho Vargas creía que para merecer el dictado de grande hombre hacia donde caminaba él con pie seguro, era indispensable comenzar por no asombrarse de cosa alguna; por no reírse jamás, sobre todo cuando se riera el vulgo; por poner en cuarentena hasta lo más comprobado; por andar lentamente, con la cabeza erguida y contando las pisadas con el bastón; por hablar con ceño adusto y con voz algo plañidera, y, en fin, por desdeñar, hasta el desprecio, cuanto a él no le cupiera en el cacumen. Así se le vio en la sesión de La Alianza; así se conducía en todas partes, y así, por consiguiente, se portaba en el salón principal del Casino Recreativo, donde se le reverenciaba, y no soltaba la lengua sino para enconar las heridas, obscurecer lo dudoso y ennegrecer lo ya oscuro, aunque con la previa salvedad de que él ni entraba ni salía, ni tenía otra aspiración que el bien y el sosiego de todos, y particularmente la prosperidad del pueblo que casi le había visto nacer.

      Pepe Gómez, el ojo izquierdo de don Roque Brezales, era todo lo contrario, allí y fuera de allí. Frío, como sus manos, pálidas aun en el rigor del verano; con una sonrisa inalterable escondida entre el rubio y atusado bigotejo y el puño del bastón, que pasaba y repasaba dulcemente por él, con excursiones rápidas a los contornos inmediatos de las recortadas patillas; los ojos azules clavados en los interlocutores, y el cuerpo blandamente acomodado en el sillón, escuchaba en silencio el palabreo fogoso de la más enconada pelotera; y cuando le tocaba meter baza porque le pidieran su dictamen, o le provocaran a ello de cualquier modo, sin lo cual no desplegaba sus labios, jamás hallaba un desatino, por gordo que fuera, sin su lado sustentable, ni rasgo de cordura que, bien apurado, no se pudiera mermar en una buena porción. Esto era táctica en el avisado mozo para no quedar mal con nadie y restablecer el alterado equilibrio entre aquellos encrespados censores, incapaces de estimar la verdad verdadera, aunque se les metiera por los ojos, y mucho menos de humillar a su yugo las cervices. Y como este procedimiento le usaba el precavido Gómez sin perder el ritmo grato de su voz armoniosa, con la sonrisa en los labios, frase elegante y muy a tiempo lisonjera, el más adusto de los corregidos deponía el ceño y hasta quedaba muy satisfecho del corrector. Decíase que con esta táctica y su discreto modo de ser en todo, venía persiguiendo desde la Universidad la estimación de los hombres de dinero… y un buen acomodo con cualquiera de sus hijas. Dichos de las gentes, que si se declaran aquí es por puro escrúpulo de biógrafo imparcial y minucioso. Don Roque, que aunque era de los batalladores, nunca de los agresivos y siempre de los más lisonjeados por el dulce mediador, le aplaudía y le admiraba; y allá en sus

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