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pero lo han sido otros, porque a mí se me ha antojado que lo fueran. Y si me falta hasta la hora presente la jefetura del partido aquí, por artimañas que yo me sé, no tardaré en tenerla como es de justicia y de necesidad. Por lo pronto, tengo por amigo íntimo al primer hombre de la nación; tan íntimo, que, cuando le apuran las necesidades de sus altísimos cargos, a nadie le confía sus ahogos más que a mí, porque sabe que le saco de ellos con la vida y con el alma; y, a pesar de toda esta pompa, soy de buen acomodar: me da lo mismo el centeno de tres días, que el pan de flor tierno; estos mecheros de gas, que los farolillos de aceite, y las dulzainas de esa música del Hospicio, que el ruido de una cencerrada; no quiero mal a nadie, deseo el bien de mi pueblo, según mi leal saber y entender, y estoy, como hombre de larga experencia, por lo positivo. Pago, porque no se diga, la suscrición de tres periódicos de Madrid, que no leo; estoy abocado a una gran cruz, y no conozco otros libros que los de mi casa de comercio… ¿Te vas enterando, parlanchín sinsustancial? ¿Te has hecho bien cargo de la historia? ¿Te parece moco de pavo? Pues ese hombre soy yo, tal y como te he hecho el relato. Y dime, ahora que me conoces bien; dime ahora, dengosillo de pampurria; si a esto llamas todavía un hombruco, ¿dónde están y de qué son los hombrones de otras partes? ¡Ah, pízmeo isinificante! ¡Ah, fariseo indigente!… Ni te necesito ni te temo; pero vete a dar cuenta de lo que me has oído a los hombrazos que se divierten, como tú, con las burradas de Aceñas…» Y con este último golpe le hubiera dejado para no volver a hacer pinos en todos los días de su vida a veinte leguas de mí. ¡Pues no se me ocurrió cosa tan natural y en justicia! Pero otra vez será, que aún tenemos la pelota en el tejado, y hay juego abierto para una buena temporada…

      De pronto, y cuando ya no llegaban a sus orejas ni los más recios trombonazos de la banda del Hospicio, y el relente de la noche hubo secado la última gota de sudor en el más escondido de sus poros, sintió que se le apagaban los fuegos de sus preocupaciones, como se habían apagado los seis cabos del salón; que entre aquellas tinieblas frías se volcaba la máquina de sus pensamientos, y que se le enseñoreaban del meollo, por haber quedado encima otros, tan mortificantes y de tal peso, que le abatieron los bríos y hasta le cortaron el andar.

      – ¡Válgame Dios!– se dijo entonces en un estremecimiento espasmódico y mientras se levantaba hasta las orejas el cuello del pisoteado gabancete.– ¡Que sea yo tan inconcuso (nunca se averiguó qué significación quiso dar a esta palabra) que me esté batallando horas y horas por arreglar la hacienda del vecino, cuando no sé a la presente cómo desenredar el lío gordo de mi casa! Yo risueño, yo chancero, yo a pique de romperme el bautismo por intereses del prójimo, y… ¡por vida del otro jueves!… ¡Si las gentes supieran la procesión que me anda por dentro!… ¡Y aún habrá quien piense que no soy bastante hombre! ¡Chapucerín del demonio! En mi casa, en mi casa es donde yo necesito demostrarme a mí propio que lo soy, y quedar satisfecho de haberlo sido. Y el serlo o no serlo es cuestión de vida o muerte para mí, o para mi formalidad, que da lo mismo, tratándose de quien se trata. Pero ¿qué cuerno ha de prometer uno cuando tiene hijas regaladas, porque lo merecen, y se le cae la baba delante de ellas? Pedirán la luna, y será uno capaz de salir por esas calles y revolver el mundo entero por ponerla en precio tan siquiera. ¡Vaya usted a echárselas de hombre con enemigos así!… Y no hay más remedio que echárselas cuando la necesidad lo pide… Como me las echaré yo, y tres más nueve. ¡Pues no faltaría otra cosa!… Lo cierto es que si yo hubiera sido llamado a formar, de sus principios, al género humano, hubiera hecho cosa muy diferente de lo que se ha hecho en el particular. «Tú, hija— hubiera dicho yo, pinto el caso,– que has de ser educada y mantenida por el padre que te dio el ser y no puede querer para ti cosa alguna que no te convenga, no tendrás más pensamientos que los que te preste tu padre, mientras viva y sea hombre de bien y de posibles, porque, en otro caso, no hay que hablar.» Con esto sólo, ya tenía uno evitados los disgustos más gordos de las familias. Pero no se ha hecho así, por una mala inteligencia, en mi humilde sentir, y ¿cómo vamos a enmendarlo ya?… No queda otro remedio que espabilar bien las luces que uno le debe a Dios; palpar y medir el terreno; pisar en seguro, aunque sea poco a poco, pero siempre adelante, y, en último extremo, armarse de fortaleza, y cartuchera en el cañón… ¡Válganme todos los santos del cielo! ¡qué bien se dicen estas cosas, pero qué trabajo cuesta llevarlas a cabo, si se llevan alguna vez!

      Pensando de esta suerte y andando poco a poco, llegó a su casa, de portal no grande, pero muy pintarrajeado, de poca luz y mucho candelabro; preguntó a la portera si habían venido las señoras; respondiole que sí; guardó en el bolsillo del gabancete el pañuelo que había llevado sobre la boca, y subió a buen paso, porque supuso que le estarían esperando para cenar. Y no se equivocaba en la suposición. Por entrar en el vestíbulo, le dio en las narices el olor de la infalible ensalada de fríjoles, y en los oídos el traqueteo de las sillas del comedor y de los platos de la mesa.

      – ¿Ya están cenando?– preguntó con un poco de cortedad a la criada que le había abierto la puerta.

      – No, señor: arrimándose a la mesa solamente,– respondió la moza.

      – Es natural… Me he retrasado más que de costumbre. ¡Por vida! Y luego, alzando la voz y enfilándola por el largo pasillo que tenía a su izquierda, dijo:– Allá voy en seguida; no me esperéis para empezar.

      Después tomó por el otro pedazo de corredor que tenía a su derecha, y a los pocos pasos se zambulló, a oscuras, en su cuarto. Dio con la caja de cerillas, al primer tanteo de sus manos, sobre una mesa de noche; encendió la bujía en cuya palmatoria había hallado los fósforos; se despojó del gabancete, que estaba como un trapo de fregar, y después de la americana y del sombrero; vistiose una larguísima bata de percal (porque a esto de las batas le había dado él siempre gran importancia, como prenda de singular distinción); se atusó de prisa y a dos manos la revuelta pelambre de su cabeza redonda; la cubrió con una gorrita de seda; despachó en el aire otros menesteres del momento; apagó la luz, y volvió a salir del cuarto, que era grande, con dos camas, y dos perchas, y dos lavabos, y dos butacas, y dos sillas, y dos cuadros con dos vírgenes, varias ropas colgadas, y por los suelos calzado del género común de dos.

      Desde la mitad del pasillo, andando hacia el comedor, y como si hablara para sí solo, comenzó a dar excusas por su tardanza. Era la segunda vez, en todo el verano, que hacía esperar a las mujeres de su casa. Cada lunes y cada martes tenía él que esperarlas a ellas dos horas para cenar y otras tantas para comer; pero eso no tenía que ver para el caso: ellas eran ellas, y él era él. ¡El hombre, no por ser marido y padre, estaba dispensado de ser complaciente, cortés y caballero con las damas! aunque fueran sus hijas y su mujer, como lo estaban la mujer y las hijas «del hogar doméstico» de ser puntuales, por ser damas, «con sus obligaciones de tales fuera del propio domicilio.» Así, textualmente, pensaba el señor don Roque acerca de este delicado particular.

      Por eso, y no por otras razones, llegó al comedor pisando menudito y echando pestes contra los compromisos anexos a la condición de hombres importantes, y contra La Alianza Mercantil e Industrial, con sus juntas extraordinarias, y sus intrigantes, y sus envidiosos, y sus beduínos, que le habían sacado a él de sus casillas aquella noche y entretenido malamente dos horas más de lo regular.

      Pues ¿y cuándo le tocó el turno de las excusas a doña Angustias, que estaba muy lejos de acriminar a su marido por la tardanza? ¡Lo que ellas habían tenido que hacer y que moverse! Estaban rendidas de cansancio y muertas de debilidad, y por eso se habían arrimado a la mesa en cuanto conocieron, por el modo de sonar de la campanilla, que era él quien llamaba a la puerta. A las cinco y media de la tarde habían salido en coche las tres, para hacer varias visitas en los hoteles de la playa; desde allí se habían venido con ellas las de Gárgola. Tres y dos, cinco. Apenas cabían en el landó; pero apretándose, apretándose… En vilo venía una de las chicas. Después habían ido a pie a las ferias. ¡Qué rebullicio aquél y qué matraqueo! ¡Cuánta gente ociosa y cuantísimo descortés! ¡Qué manera de mirar la de algunos, y qué chicoleos tan cursis a lo mejor! ¡Hasta los vocingleros de las tiendas, con el pelito atusado y bailando en el aire las porquerías que deseaban vender, se permitían echar sus flores! Y eso de día, porque de noche, aquello era ahogarse de calor y de apreturas; ya se lo tenía advertido a sus hijas: que no contaran con ella para andar de noche por allí. Lo había

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