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una sinfonía en un cerebro wagneriano. En el despacho, un gran atlas geológico, abierto sobre ancho atril casi tan grande como un facistol, mostraba, en franjas de colores, las edades del mundo. En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares conquiliológicos aserrados por la mitad, revelando el secreto de sus graciosas bóvedas, esmaltadas de rosa y nácar; láminas representando huevos en distintos grados de incubación; modelo del ojo humano en cartón y del tamaño de un coco; y en medio de tales baratijas resplandecía el lente de un microscopio, reflejando un rayo de sol y enviándolo cual mirada curiosa sobre la cabeza del marqués, que, por lo desnuda de cabello, convidaba al estudio de la craneoscopia.

      – ¿Te dedicas también a la Historia Natural? – dijo este con expresión de tolerancia. – Esa parece ser la ciencia del día, la ciencia del materialismo. ¡Bonito servicio estás haciendo al género humano, arrancándole sus venerandas creencias, para darle un cambio… ¿qué?… la famosa hipótesis de que somos primos hermanos de los monos del Retiro!

      Riose con pueril carcajada de su propia ocurrencia y después echó una ojeada sobre los estantes de libros.

      – ¿Sabes – dijo súbitamente – que soy ponente de la Comisión que ha de dar informe sobre la Ley de vagos?

      – Darán ustedes un informe brillante.

      – ¡Oh!, es cuestión delicada – añadió el marqués, echándose atrás en la remadera, de modo que se quedó mirando al cielo y con los pies en el aire-; es la cuestión madre. Yo le he dicho varias veces al presidente del Consejo: «Mientras no tengamos una buena Ley de vagos no hay que pensar en una buena política». Hay que ir al fondo de la cosa, a las causas fundamentales, ¿no te parece? De la multitud de holgazanes y gentes de mal vivir, cesantes hambrientos y pillastres que aguardan las revueltas públicas para hacer su agosto, proviene el malestar en que vivimos. Bárreme toda esa inmundicia y te respondo del orden social.

      – Muy bien pensado – dijo León. – Barrer, barrer es lo que importa.

      – Ahí lo malo es que no puedo dedicar a la Comisión todo el tiempo que deseara. Estoy muy ocupado. Y a propósito, querido León, tengo que hablarte de un negocio.

      Había llegado al punto que era objeto de su visita; pero abordándolo con grandísimo interés, que hacía palpitar su corazón, lo disimulaba expertamente. No podían faltar a aquel hombre enteco emociones íntimas y donosura cortesana para velarlas.

      – Ya sabes que soy consejero de administración del Banco de Agricultores. Es una empresa grande, patriótica. Hemos de levantar el crédito territorial del abismo en que yace.

      Esta y otras frases del suelto financiero andaban por la boca del marqués de Tellería como Pedro por su casa. Dijo después de varias cosas jamás oídas, a saber: que España es esencialmente agrícola; que la riqueza agrícola no puede desarrollarse por falta de capitales; que los capitales existen… ¿pues no han de existir?… pero que es preciso reunirlos, encauzarlos, distribuirlos convenientemente para que fertilicen… para que beneficien… para que fecunden… El marqués no pudo acabar la frase, que por ser de su invención y no del repertorio, se le atascó. El Banco de Agricultores estaba íntimamente ligado a la gran compañía inglesa Spanish Phosphate Limited, destinada a hacer una trasformación en nuestro país… Era una idea estupenda. ¡Capitales, abonos! He aquí los dos polos del eje sobre que ha de virar la regeneración agrícola del país. (Esta también era frase de prospecto.) El marqués concluyó la arenga diciendo, con aparente indiferencia:

      – ¿Qué te parece? ¿Colocarás parte de tus capitales en nuestras acciones?

      – Necesito mi capital para vivir – dijo León con fingida inocencia.

      – ¡Hombre…!

      León le dijo algo tan crudo sobre ciertas sociedades, que el marqués perdió de súbito aquel colorete enfermizo que teñía sus mejillas y parte de su nariz, un no sé qué purpúreo como zumo de moras, que eclipsándose o apareciendo en su cara, expresaba los distintos afectos de su alma. Después de una pausa, durante la cual empeñose en dar a las guías de su bigote blanquinegro el aspecto terrorífico de las astas de un toro, se levantó y se puso a observar los objetos de Historia Natural.

      – Bien; no hay más que hablar de este asunto – murmuró.

      Siguió observando, revolviendo, tocando todo, cogiendo algunos objetos para acercarlos a sus ojos, y adaptando después uno de estos al ocular del microscopio, para decir con el singular orgullo de sí misma que caracteriza a la ignorancia:

      – Pues yo no veo nada… Yo no sirvo para esto… Gracias… que te aproveche tu microscopio. Dime, ¿y con esto ven ustedes el alma?… ¡Ya!, como no la ven, sostienen que no existe.

      Y antes que su yerno le diese contestación, fuese a él, parósele delante, le miró un buen rato, y, moviendo la cabeza, le dijo:

      – Estoy pensando que a mi pobre hija no le falta razón para quejarse… No es esto decir que no seas un bendito, León; pero vamos a cuentas. Ella tiene sus creencias; tú tienes las tuyas; mejor dicho, no tienes ninguna. Tu falta de religiosidad y tu desdén por las venerandas creencias del pueblo español la ofenden, la lastiman, la afligen sobre manera. Querido – añadió poniéndole la mano en la frente con apariencias de cariño, – recuerda que el pueblo español es eminentemente religioso. Pues qué, León, ¿estamos aquí en Alemania, país de las locas utopías?

      León dijo algo.

      – No, no, no, basta que la dejes en libertad – replicole Tellería con viveza. – Es preciso que tú hagas algo. Tienes una fama de ateo que espanta. Yo te soy franco, mas querría perder mi posición y mi nombre en el mundo, que tener esa fama de ateísmo que tú mismo te has ganado. Comprendo las angustias de María; ella es religiosa; parece que, nacidos de un mismo vientre ella y su hermano, nacieron para ser santos… ¡Y concluirá por tenerte horror, y te aborrecerá, y no querrá vivir contigo…! Y si así sucede, tuya será la culpa por haberte significado demasiado en tus obras. Hombre, el que más y el que menos, todos tenemos nuestra levadurilla de herejía… es decir, yo no tengo nada, yo soy ortodoxo hasta la medula; a mí no me vengan con filosofías… Lo que hay es que todos, aun siendo creyentes, cumplimos mal, nos descuidamos; pero somos prudentes, tenemos tacto, guardamos las apariencias… consideramos que vivimos en un pueblo eminentemente religioso… recordamos que las clases populares necesitan de nuestro ejemplo para no extraviarse. Aquí no estamos en Alemania. ¡Oh!, te juro que aborrezco las utopías. El pueblo español tendrá muchos defectos; pero jamás ultrajará lo que ha sido causa de su gloria y del respeto que infundió a propios y extraños. Por encima de nuestras miserias descollará siempre la hidalguía castellana, para…

      El noble señor no pudo concluir su frase porque León le interrumpió, hablándole con viveza y energía. Oyose durante largo rato la voz de uno y otro, y allá en la pieza lejana, donde cantaban los pájaros, María y su hermano Leopoldo suspendieron su conversación para prestar oído al rumor parlamentario que del despacho venía.

      – Estos malditos pájaros no dejan oír una palabra – dijo el mancebo. – ¿Oyes, María? Papá y tu señor disputan… ¡Qué ganas de perder el tiempo!

      María puso atención, después de decir a los pájaros con acento de enojo: – Callad, tontos.

      Poco después, un brusco movimiento de la cortina dio paso a los bigotes corniformes del marqués, a su cara, en la cual la gravedad se hermanaba con el humorismo, como si en ella quisiera poner la Naturaleza un símbolo vivo del eterno y capital dualismo del arte.

      – Ya lo sabes – dijo agridulcemente, entre serio y festivo. – Yo soy un hipócrita, un vividor… Tu caro esposo me lo ha dicho con buenas palabras… Un vividor, un hipócrita… sí, eso ha querido decir.

      Y dio un beso a su hija.

      – Positivamente – añadió – la cabeza de León está un tanto perturbada… ¡Lástima grande, porque es un guapo chico!… Estos malditos pájaros no dejan hablar.

      – Callad, tontos.

      ¡Con cuánto

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