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en el relato de su infancia, cuando ella y su hermanito discurrieron ir a tierra de infieles para que les cortaran la cabeza. María y Luisito salieron una mañana por aquellas áridas tierras, resueltos a no detenerse hasta que no les deparase Dios un par de moros que los descuartizaran. Quedáronse dormidos al amparo de una peña, y allí el Autor de todas las cosas, Dios omnipotente, les dio un beso y les entregó a la Guardia civil. Recogidos por la pareja, fueron llevados a la casa.

      Vivían en un país casi desértico, lejos de todo humano comercio. El cura les llamaba los niños del yermo, y les sentaba sobre sus rodillas para entretenerse con ellos en el juego de los dedos, en el cual cada uno de los de la mano es un personaje figurado y entre todos representan una especie de comedia o pasillo, verbi gratia: el dedo gordo es un frailazo que llega a la puerta de un convento de monjas, llama con gruesa voz, y al punto contesta el dedo anular con voz de tiple. «Tan, tan. – ¿Quién…? – El fraile que quiere entrar». Todo se reduce a que fray Pedro va en busca de unas coles, que las monjas le dan de palos y él se retira refunfuñando. Con esto se reían mucho los dos gemelos, en edad en que los chicos apetecen por lo común los muñecos más divertidos que sus propios dedos.

      Crecieron, y sus juegos iban siendo menos primitivos; sus lecturas las mismas y sus caracteres muy serios y formales. Luis Gonzaga cautivaba a todos por su índole reservada y juiciosa, así como por su incapacidad para travesuras. Únicamente le reprendían su afán de vagar solo por las soledades pedregosas, aspirando el ambiente fino y helado que sin cesar bate las inmensas moles graníticas, semejantes a ruinas de una colosal arquitectura, o a osamenta de un mundo cuya carne se han llevado las aguas. Gustaba de estar solo, ambicionaba apacentar las cabras sedientas y flacas que saltan de hueso en hueso sobre aquel esqueleto de una Arcadia muerta ya y seca. Despreciaba el frío, despreciaba el calor. Un día le encontraron tendido a la sombra de un pino, único ejemplar allí existente de la familia arbórea, y que triste, pelado y vacilante, parecía decir, como el cartujo: «De morir tenemos». Luis Gonzaga escribía cosas en un papel, valiéndose de un lápiz trompudo, sin cesar mojado en saliva. Sorprendido por el cura, arrebatole este el escrito, y vio unos renglones desiguales sin rima, sin numen, sin gramática ni ortografía, que le causaron risa, porque él también entendía un poco de humanidades.

      – Ni esto es verso – le dijo – ni es tampoco prosa.

      No era verso ni prosa, pero era poesía; eran estrofas, renglones bíblicos, que expresaban las agitaciones de un alma contemplativa. ¡Cómo se reía el cura leyendo: «Llega el oscuro de la noche, y las ovejas del cielo se extienden por el grandísimo campo azul, guardadas por los ángeles bonitos… El Señor ha pasado ayer en un carro de truenos, del que tiraban relámpagos, que resollaban con granizo y sudaban con lluvia… Yo temblé como llama en el viento, y di mil vueltas en mi idea, como la piedrecilla arrastrada por el río… ¡Soy como el cardo seco a quien se pega fuego haciéndome humo, suelto mi ceniza y subo al cielo!».

      Un día la abuelita se levantó más tarde que de costumbre, el rostro encendido, el habla torpísima, las pupilas resplandecientes como dos botones viejos, a los cuales con el roce se hubiera dado brillo. Observaron con dolor todos los de la casa que la señora decía mil disparates, y aunque esto no era en absoluto una novedad, éralo por la repetición constante de los despropósitos, sin ningún intervalo de discreción. Cuando el cura le tomaba el pulso, la señora se agarró de su brazo, después de echarse un mantón por los hombros, y riendo con estupidez delirante, gritó:

      – Al baile… ¡señor cura, vamos al baile!

      Hizo dar dos vueltas al reverendo y después cayó como un plomo. No le alcanzó más que la Extremaunción. Muerta y enterrada, los dos gemelos volvieron a la casa de sus padres, que estaban entonces en un período de grandísima escasez y apretura. Luis Gonzaga fue mandado a Carrión de los Condes, de donde pasó a Francia; y María, que afligió a la familia por su estado cerril, fue llevada a un establecimiento de esos que llevan el nombre de colegio. Salió de él a los dos años con el barniz que en tales casas se da, y su madre la presentó a los amigos; entonces la familia de Tellería principió a salir del abatimiento y oscuridad en que estaba, a causa de un cambio favorable en su fortuna; al fin la marquesa abandonó aquel apartamiento que tanto le repugnaba, y durante algún tiempo se vio a madre e hija discurrir por las varias esferas de la sociedad distinguida y andar en lenguas de aduladores como en plumas de revisteros, y hartarse de palco y landó, y eclipsarse en los veranos para reaparecer en los inviernos con nuevo brillo. Por último, vino un día deseado y María se casó.

      Fue considerado este matrimonio como un golpe de suerte para los Tellerías, nobles de segunda fila y cuyo bienestar material no era a propósito para inspirarles grandes escrúpulos en la elección de maridos. Dígase lo que se quiera, las familias nobles del día no profesan a sus pergaminos un culto fanático, y si se exceptúan media docena de nombres que unen a su resonancia histórica un caudal sano, aquellas no vacilan en aceptar las alianzas convenientes y sustanciosas, fundiendo la nobleza con el dinero; y así vemos todos los días que las doncellas de ilustre cuna dan la mano, y la dan con gusto, a los marqueses de nuevo cuño hechos al minuto, a los condes haitianos, a los políticos afortunados, a los militares distinguidos y aun a los hijos de los industriales. La sociedad moderna tiene en su favor el don del olvido, y se borran con prontitud los orígenes oscuros o plebeyos. El mérito personal unas veces y otras la fortuna, nivelan, nivelan, nivelan con incansable ardor, y nuestra sociedad camina con pasos de gigante a la igualdad de apellidos. No hay país ninguno entre los históricos que esté más próximo a quedarse sin aristocracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio, haciéndoles a todos plebeyos, y por otro el gobierno, haciéndolos a todos nobles.

      La felicidad de los dos esposos no tuvo en los primeros meses otras contrariedades que la sombra que proyectaban a veces sobre ellos los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó a creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer. Esto no hubiera sido alarmante si con ello no coincidiera una resistencia acerada a plegarse a ciertas ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León cuando vio que, sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba en camino de someterse a sus enseñanzas, que no eran ciertamente del orden religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto a tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás a su presión.

      Una noche, al año de casados, estaban solos en su gabinete. Habían hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos como base inquebrantable de los matrimonios pacíficos. Agotada la conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto a la chimenea, y la otra rezaba. De repente María Egipcíaca dejó el reclinatorio, y acercándose a su marido, le puso la mano en el hombro.

      – Tengo una idea – le dijo clavando en él su misteriosa mirada verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro, dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver a Dios-; tengo una idea que me enorgullece, León.

      León aguardó un rato, por no dejar interrumpido el párrafo, y después oyó a su mujer.

      – Voy a manifestarte mi idea – añadió ella. – Yo, mujer débil, inferior a ti en muchas cosas y principalmente en saber y experiencia, lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.

      León le tomó su mano y se la besó tres veces diciéndole:

      – Yo no soy superior a nadie, y menos a ti.

      – Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa… Tú, con tu juicio que crees tan fuerte, aspiras a cambiar mi carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios, aspiro a conquistar el juicio tuyo, haciéndote a mi imagen y semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!

      – ¿Cómo lograrás eso? – dijo León riendo y rodeando con el brazo su cintura.

      – No sé si intentarlo poco a poco… ¡o así!

      Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de su esposo y lo arrojó a la chimenea, que ardía con viva llama.

      – ¡María!

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