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ya sabes mi carácter, ya sabes que no puedo ocultar lo que siento. Yo te estimo, conozco tus buenas cualidades, tu bondad relativa, tu moralidad pasiva, pues no merecen otro nombre las perfecciones y méritos de los que viven fuera de la verdad revelada; confieso que eres mejor que algunos que se tienen por creyentes; que posees las virtudes frías y correctas de la filosofía pagana, y que cumples ciertos preceptos por la razón sencilla de que es cómodo ser bueno, y porque el cumplimiento de los deberes externos siempre trae ventajas al individuo; sé que obedeces a tu helada moral filosófica como obedece el buen contribuyente y ciudadano los reglamentos de policía y de higiene; te declaro de los mejores en esta baraúnda de hombres corrompidos; te tengo aprecio y aun cariño; te admiro por tu talento; pero a pesar de todo, óyelo bien: si yo… si yo, León (al decir esto se levantó, alzando el brazo en actitud harto apostólica), hubiera tenido en mi mano la mano de María, no te la habría dado jamás, ¿lo entiendes?, ¡no te la habría dado jamás!

      León habló entonces con más calor y Gustavo le dijo:

      – ¡Oh! Yo detesto también la hipocresía. No admito más que dos caminos: o ser católico o no serlo. En nuestra fe sacratísima no caben distingos ni acomodos. Yo soy católico, y como tal procedo en toda mi vida; yo no tengo el dogma en mi boca y el ateísmo en mis actos; yo, despreciando los juicios de la frivolidad, oigo misa, confieso, comulgo, practico el ayuno. Me glorío de recibir los ultrajes de la canalla desvergonzada que aparenta dirigir la opinión, y a su cinismo opongo yo mi valor, y a su chismografía volteriana los principios santos y la autoridad de la Iglesia. Estas ideas, este rigor de mi vida llena de dignidad, yo los llevaré a la vida pública cuando entre en ella… porque entraré impulsado por una secreta vocación de soldado y de mártir, y por la mano de Dios, que no quiere quedar sin defensa en esta arena sangrienta de las pasiones humanas. Si ha habido hombres perversos que han desenjaulado a las fieras del descreimiento y del racionalismo, Dios arrojará sus domadores en medio de ellas. Al hombre que te manifiesta estas ideas con tanto tesón, no le pidas indulgencia para las disensiones de tu casa, ni le exijas que participe del criterio acomodaticio, según el cual, mi hermana y tú tendríais igual culpa de vuestra desgracia. No, mil veces no. Ella no tiene culpa ninguna, ¡tú la tienes toda, tú toda! La verdad no puede transigir con el error. En este caso, tú has de sucumbir y ella ha de permanecer siempre levantada y triunfante.

      A esto, León le hubiera contestado algo, pero deseando poner a un lado aquel desagradable tema, llevó el curso de la conversación a otro que era de mucho gusto para el joven. Este abandonó el tono apocalíptico para hablar así:

      – Es verdad, los votos de tus arrendatarios de Cullera me han salvado. Ya tengo por seguro el triunfo… Aquí en confianza, yo he deseado mucho ir a las Cortes… comprendo que es mi camino, mi carrera. Cuando se tienen principios fijos y el inquebrantable propósito de sostenerlos a todo trance, la vida pública es honrosa. El tiempo en que vivimos convida a la lucha, ¿no es verdad?… porque cuando los caracteres han desaparecido anegados en una riada de corrupción, ¿no es ventajoso y lúcido mostrar carácter y que se diga: «ese es un hombre»? Cuando la lógica humana y la verdad ultrajada piden que haya azotes, ¿no es hermoso y brillante tomar el látigo? La civilización cristiana es como un hermoso bosque. La religión lo ha formado en siglos; la filosofía aspira a destruirlo en días. Es preciso cortarle las manos a esa brutal leñadora. La civilización cristiana no puede perecer en manos de unos cuantos ideólogos auxiliados por una gavilla de perdidos que, por no tornarse el trabajo de tener conciencia, han suprimido a Dios.

      Enarboló la mano flexible y pesada, blandiéndola como la palmeta de un maestro de escuela, y en pie dispuesto a partir, dijo:

      – Amigo, casi hermano, te profeso sincero cariño; pero en tocando al punto negro, cuidado, mucho cuidado. Si la llaga de tu casa se agrava, ponte en guardia… Me verás al lado de la víctima, al lado de mi pobre hermana… Adiós.

      Se fue. Viéndole salir, León sintió que un secreto pavor llenaba su alma, dejándole por algún tiempo imposibilitado de pensar nada fijo.

      Capítulo XIII. El último retrato

      El hombre a quien hemos visto en la soledad de su gabinete, turbada rara vez en el espacio de algunos meses por las escenas descritas, no consagraba todo su tiempo al estudio. Engranado en la máquina social por las afecciones, por el matrimonio, por la ciencia misma, no podía ser uno de esos sabios telarañosos que los poemas nos presentan pegados a los libros y a las retortas, y tan ignorantes del mundo real como de los misterios científicos. León Roch se presentaba en todas partes, vestía bien, y aun se confundía a los ojos de muchos con las medianías del vulgo bien vestido y correcto que constituye una de las porciones más grandes, aunque menos pintorescas, de la familia social. No se eximía de la insulsez metódica que informa la vida de los ricos en esta capital, y así se le veía con su mujer en el paseo de carruajes, cuyo encanto consiste en reunirse todos a hora fija y dar unas cuantas vueltas en orden de parada, coche tras coche, paso a paso, en perezosa y militar fila, de modo que las señoras reclinadas en el asiento posterior del landó, sienten en su cara el resuello de los caballos del coche que va detrás, y aún ha habido paquidermo que ha intentado comerse, creyéndolas vivas, las flores del sombrero de la dama que va en el carruaje delantero. También iba al teatro con su mujer, observando la deliciosa disciplina de los abonos a turno, que tiene la ventaja de administrar el aburrimiento o el regocijo a plazos marcados, sin contar para nada con el estado del espíritu. Daba de comer a pocas personas en un solo día de la semana, habiendo disputado y ganado a su mujer la elección de comensales, que eran de lo mejor entre lo poquito bueno que tenemos en discreción y formalidad. Para elegir no se acordó de categorías de escuela, y sólo obedeció a las simpatías personales. De modo que su yantar semanal (horrible frase) y sus noches, como pudiéramos decir, reunían hombres listos, católicos remachados, políticos de la más pura doctrina epicúrea, aristócratas de la edición incunable, otros de las flamantes, y hombres de escasa importancia social, pero que la aparentaban por su cualidad de crónicas vivas o por la seducción de su trato, en gran manera distinguido. También iban jóvenes de la pléyade universitaria, brillantes en el profesorado y en las ardientes disputas, cuyo estruendo se oye por todas partes. Reinaba en estas reuniones armonía completa, pues nada reconcilia tanto como el buen comer, la presencia de elegantes damas y la obligación de no olvidar un momento las leyes de la cortesía. Aunque algunos quizás se despreciaban cordialmente, había en la casa cierta atmósfera de estima general; y una conversación discreta, tolerante, instructiva, extraordinariamente amena, producto feliz de aquel conjunto de opiniones diversas, engañaba las horas. Se hablaba de artes, de letras, de costumbres, de política; se murmuraba también un poco; en algún pequeño grupo se hacía crónica personal algo escandalosa; y en otro se hablaba de las cuestiones más hondas, de religión, por ejemplo, que es un tema planteado en todas partes donde quiera que hay tres o cuatro hombres, y que tiene el D. de interesar más que otra cosa alguna. Este tema, constantemente tratado en las familias, en los corrillos de estudiantes, en las más altas cátedras, en los confesionarios, en los palacios, en las cabañas, entre amigos, entre enemigos, con la palabra casi siempre, con el cañón algunas veces, en todos los idiomas humanos, en los duelos de los partidos, con el lenguaje de la frivolidad, con el de la razón, a escondidas y a las claras, con tinta, con saliva, y también con sangre, es como un hondo murmullo que llena los aires de región a región y que jamás tiene pausa ni silencio. Basta tener un poco de oído para percibir este incesante y angustioso soliloquio del siglo.

      Rasgos físicos de León Roch eran lo moreno del color, lo expresivo de la mirada, la negrura de la barba y el cabello; su rasgo moral era la rectitud y el propósito firme de no mentir jamás. La mayor parte de las personas hallaban encanto indefinible en su modo de mirar; pero de su rectitud no podía juzgarse tan fácilmente, porque la conciencia no se ve. El ponerle o no en el número de los buenos, dependía del criterio con que se le mirase. Para algunos era una persona excelente; para otros un mal sujeto. Si a la vista tenía un cuerpo airoso y seductora presencia, alguien dijo de él: «Por fuera es buen mozo, pero por dentro es un jorobado».

      No tenía la gazmoñería racionalista (pues también hay gazmoñería racionalista), que consiste en escandalizarse con exceso de la credulidad de algunas personas y en ridiculizar su fervor; por el contrario, León miraba con respeto a algunos creyentes, y a otros casi con envidia.

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