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Deustua Pimentel (1989):

      El dominio del mar fue preocupación capital de España, desde los iniciales momentos del descubrimiento de América. Se implanta entonces un régimen de monopolio que trata de regimentar el comercio para que la riqueza indiana fuera exclusivamente aprovechada por el imperio español. No era novedad hispana este régimen de monopolio sino práctica, generalmente aceptada por las potencias colonizadoras. Mas este régimen de monopolio rígido resultó, a la postre, ilusorio por muy distintas circunstancias analizadas por historiadores que han tratado el tema. (p. 15)

      En efecto, el monopolio ilusorio2 al que se refiere Deustua —que con anterioridad fue mencionado por Moreyra Paz-Soldán—, que se mantuvo hasta fines del siglo XVIII3, conllevó a que hasta antes de que se acentuaran las reformas borbónicas como efecto de la aplicación del Reglamento de Aranceles para el Comercio Libre de 1778 —al que volveremos más adelante—, fuese Lima para España la capital del virreinato más importante de Sudamérica y por consiguiente el lugar de las mayores transacciones y de las grandes controversias, y fueron comerciantes limeños, estrechamente vinculados con sus pares sevillanos4, quienes condujeron parte importante del comercio marítimo interoceánico como consecuencia de la vigencia de leyes que le conferían a Sevilla casi una “absoluta exclusividad” en el tráfico comercial con las Indias5. Es con Carlos V y, posteriormente, con Felipe II que se establece un sofisticado aparato burocrático para fiscalizar ese tráfico eminentemente marítimo.

      María Luisa Laviana Cuetos (2006), al analizar el monopolio comercial, menciona que:

      Si la minería es el motor de la economía indiana, el comercio es el mecanismo que pone en marcha ese motor. Durante más de tres siglos la conexión entre España y América se hizo a través de la llamada “carrera de indias”, inspirada en un principio u obsesión: el monopolio. Para garantizarlo se establecen diversos mecanismos: control oficial, colaboración privada, puerto único, navegación protegida. (pp. 21-22)

      Laviana Cuetos alude así a la Casa de Contratación, los consulados, en un momento el Puerto de Sevilla y los convoyes de buques en la Carrera de Indias, respectivamente.

      Es cierta la estrecha vinculación entre los comerciantes limeños y sevillanos antes mencionada, incentivada por el “monopolio” y que ha sido objeto de importantes investigaciones, como los citados trabajos de Lohmann Villena y de Vila Vilar. Enriqueta Vila Vilar (2016) recuerda que John Lockhart afirmó “que desde 1540, Sevilla y Perú constituyeron para los mercaderes dos polos de un campo de acción unificados e inseparables” (p. 103). En esta línea resultan también interesantes las reflexiones de Margarita Suárez (1995) respecto a la perspectiva que tiene un sector de la historiografía que se ha ocupado del tema, en el sentido de que la élite mercantil limeña habría sido dominada durante toda o buena parte de la época colonial por los comerciantes sevillanos. Suárez sostiene:

      Dentro de esta perspectiva los grandes mercaderes de Lima nunca pudieron escapar de la sujeción comercial y financiera del grupo sevillano (o gaditano), de tal manera que se limitaron tan solo, a ser sus corresponsales y a representar sus intereses. De esta forma, el sector mercantil habría sido uno de los instrumentos por excelencia mediante el cual España logró mantener el vínculo colonial. Es posible que esa imagen se haya formado por la extrapolación y generalización de los resultados de las investigaciones realizadas sobre el tema para los siglos XVI y XVIII. Así, los trabajos se han centrado casi exclusivamente en dos extremos temporales, los años iniciales de la invasión y los albores de la independencia, y en el medio ha quedado un enorme vacío solo parcialmente cubierto por los trabajos de Bowser, Clayton, Helmer, Moreyra, Sluiter y Rodríguez Vicente. Pero el hecho que las compañías mercantiles que operaban en Lima en las primeras décadas de la colonización fuesen esencialmente sevillanas, y que el Consulado de mercaderes se mostrara en el Siglo XVIII reticente y abiertamente contrario a las reformas coloniales borbónicas y a la independencia política, no se puede inferir que durante 300 años estas relaciones se mantuvieran intactas e inmóviles. Más aún considerando que en el transcurso de estos tres siglos los “monopolistas” españoles fueron perdiendo progresivamente el control del tráfico atlántico y que éste, al final de cuentas, pasó a manos de las demás potencias europeas mucho antes de que el nexo colonial con España se extinguiese6. (p. 12)

      Sobre esta misma cuestión Lohmann Villena y Vila Vilar (2004) señalan que “[…] a mediados del siglo XVII, el Consulado limeño […] se afianza, cobra vigor e intenta independizarse cada vez con más empeño de su similar sevillano” (p. 21).

      El crecimiento del tráfico comercial en el Perú y especialmente en Lima con España y Nueva España (México), como consecuencia de una mejor organización de los mercaderes, tuvo como efecto la constitución del Consulado de Lima7. Los comerciantes, como se sabe y se mencionó antes, especialmente desde el Medioevo, crearon y articularon una clase que finalmente fue muy influyente en la organización y el destino de las ciudades europeas, y la Ciudad de los Reyes, fundada por europeos, no podía ser ajena a esa influencia8.

      En épocas no muy distantes, antes y después de la fundación del Consulado limeño, José de la Riva Agüero y Osma (1968) recuerda la “situación mercantil” de Lima:

      El Virrey Duque de la Palata escribía en su memoria oficial: “El comercio del Perú se compone de todo género de personas y estados, sin exceptuar religioso ni monja”. Casi un siglo antes observaba el Judío Portugués: “Hay mercaderes en Lima que tienen un millón de hacienda, muchos quinientos mil pesos, muchísimos mil. Destos ricos, pocos tienen tienda. Envían sus dineros a emplear a España, Méjico y otras partes; y algunos tienen trato con la Gran China. El trato de Lima es el más real, y bueno, y sin pesadumbre, que se puede hallar en el mundo. Ha muchos años que el Corso, que fue el mayor mercader y más rico que ha tenido el Pirú, que sus hijos son Marqueses de Cantilana junto a Sevilla, hizo una tasa ensayada de cuantas mercaderías se labran y hacen. Son destrísimos en comprar. Con esto se puede entender lo que son mercaderes de Lima; y dende el Virrey y el Arzobispo, todos tratan y son mercaderes, aunque por mano ajena”.

      La condición privilegiada en que se hallaba nuestra ciudad, por su extenso y activo monopolio, conformaba a su patriciado en los propios ejercicios que a los de Venecia y Génova, Valencia y Barcelona, y aún a los de la materna Sevilla, como lo declaran aquellos conocidos versos:

      “Que es la octava maravilla

      Ver caballero en Sevilla

      Sin punta de mercader”.

      Debajo de la poderosa oligarquía comercial del Tribunal del Consulado, prosperaban los gremios de oficiales mecánicos, organizados definitivamente por el Virrey D. Francisco Toledo […]. (p. 389)

      Marta Del Vas Mingo (2000) señala:

      A semejanza de la situación planteada por los mercaderes novohispanos, también los limeños, dado el volumen de negocios y las diferencias que se suscitaban entre las partes que comerciaban, finalizando la centuria comienzan a plantearse la erección de la estructura consular. Los miembros más acaudalados y poderosos de la capital peruana tenían el propósito de incrementar el comercio y agilizar los procedimientos judiciales en los que se veían inmersos. El Cabildo, en el que estaban integrados los comerciantes, fue el promotor del establecimiento del Consulado. En 1592, sus alcaldes ordinarios, Damián de Meneses y el Capitán Jerónimo de Guevara, viajan a la Península en comisión del ayuntamiento con instrucciones en este sentido. (p. 72)

      Moreyra Paz-Soldán es quizás quien con mayor precisión ha estudiado lo relativo a los antecedentes que acompañaron a la fundación del Consulado de Lima. En relación con la participación del Cabildo de Lima en la creación del Consulado, cuestión también mencionada por Del Vas Mingo (2000), destaca Moreyra Paz-Soldán (1994) que el retraso en su instalación, desde 1593 en que fue creado por cédula de Felipe II, hasta su establecimiento efectivo en 1613, se habría debido a la presión del Cabildo de Lima; así, sostiene:

      Si el Cabildo de Lima fue el promotor más calificado de la dación de la Cédula de 1593, fue el mismo Cabildo, por esas incongruencias de que la vida da tantos ejemplos, el opositor obstinado de su establecimiento frenando un mandato real.

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