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que permitía distinguir entre infantes, impúberes y menores: “Esta categorización de edades permitió desarrollar el concepto sobre el discernimiento del menor, y consecuentemente su responsabilidad, la cual podía atenuarse” (Dupret, 2005, p. 29). Así, quedaban “exentos de responsabilidad penal quienes se encontraban desprovistos de la capacidad de obrar y a los cuales no era aplicable, por tanto, la denominada ley moral” (D’Antonio, 1992, p. 98).

      En tal sentido, se clasificó a los menores por edades y se los juzgó según este criterio. Se fijó así hasta los nueve años la edad en la que el niño carecía de imputabilidad; luego, aquella en la que tal deficiencia podía presumirse iuris tamtum9, desde el limite anterior hasta los doce o los catorce años; y, finalmente, la edad en la que la presunción se invertía y había que demostrar que el sujeto había obrado sin discernimiento, desde los doce o los catorce años hasta los dieciséis o los dieciocho. En esta última etapa, la punibilidad del acto era sometida a la comprobación del dolo y al conocimiento del menor al momento de la realización de acto; así, los menores con capacidad de obrar eran considerados como imputables.

      El derecho canónico surge mediante el Edicto de Milán del año 313, que reconoce el cristianismo y oficializa esta religión en el Imperio romano. Respecto a los menores de edad, se desarrollaron ciertos conceptos establecidos por el derecho romano, como la presunción de irresponsabilidad, que categorizaba las edades de los imputables y los inimputables. Así, se “establece como inimputables a los menores de siete años, y de esta edad a los catorce años existe una responsabilidad dudosa, la cual depende del grado de malicia presente en la comisión del delito” (Blanco Escandón, 2012, p. 88).

      Se estableció un procedimiento y un tratamiento penal diferenciado entre menores y adultos10, lo que fue posible considerando el carácter paternalista de este derecho. El papa Gregorio IX señaló que al menor impúber se le aplicarían penas atenuadas; a su vez, el papa Clemente XI fundó, a principios del siglo XVIII, el Hospicio de San Miguel, destinado al tratamiento correccional de menores delincuentes. En ese contexto, la existencia del dolo o del discernimiento posibilitaba la aplicación de una sanción al menor11.

      Si bien, como ocurría en Roma, la responsabilidad del menor era aplicada según el criterio de discernimiento y la sanción resultaba siempre menor que la que se imponía a los adultos, hubo un debate respecto a la responsabilidad penal, ya que “para algunos canonistas la misma únicamente se daba cuando el menor obrase con discernimiento y otros consideraban que siempre existía imputabilidad pero merecía una sanción atenuada” (Fuchslocher, 1965, p. 146).

      El Tribunal Penal Central, conocido como The Old Bailey, tuvo su origen en el año 1585 y era considerado como el más alto tribunal para los casos penales en Inglaterra. Su labor es fundamental para entender el tratamiento jurídico de los jóvenes en ese país.

      Este Tribunal promulgó resoluciones drásticas para los menores de edad, como en el caso de “dos niños de siete y once años de edad, Michael Hammond y su hermana Ann”, quienes fueron ahorcados por haber sido acusados de robo el 28 de septiembre de 1708. Asimismo, un menor de diez años de edad fue sancionado a la horca por cometer un robo, y en 1815 se condenó a muerte a cinco infantes entre los ocho y los doce años de edad, sentencia dictada en los albores de la Revolución Industrial12, periodo en el que la criminalidad aumentó a causa de la crisis económica que sufría el proletariado. En este contexto los niños empezaban a trabajar a temprana edad, lo que denotaba la necesidad de las familias por conseguir ingresos para sobrevivir. De ahí que el robo se convirtiera en el delito más frecuente, perpetrado muchas veces por menores de edad.

      El Tribunal consideró que los delitos cometidos por niños debían tener la misma pena que la que recibían los mayores de edad, pues se categorizaba al infante al igual que al adulto. Tampoco se tomaba en cuenta la capacidad de discernimiento del menor de edad ni que la infracción fuera cometida por circunstancias económicas.

      Este tratamiento originaba que en aquella época (1785) “el Procurador General inglés señalara que nueve de diez delincuentes ahorcados eran menores de veintiún años” (West, 1970, p. 200).

      Un adolescente de quince años de edad, de apellido Gault, fue acusado de realizar llamadas telefónicas indecorosas y de contenido sexual a una muchacha del vecindario en el estado de Arizona en 1964. Los padres de la adolescente, mortificados por el hecho, presentaron una denuncia ante las autoridades competentes. Gault fue detenido de inmediato, y luego de un proceso judicial muy breve el juez del condado lo sentenció a cumplir una pena privativa de la libertad, para lo cual fue internado en una escuela industrial del Estado. Si este hecho hubiese sido realizado por un adulto, este último hubiera recibido una sanción máxima de dos meses de prisión o el pago de una multa de U$50 dólares americanos.

      En el caso contra el adolescente Gault se evidenció la violación del debido proceso: los padres no fueron informados de la detención de su hijo, siendo imposible conocer la naturaleza de la denuncia; el menor no fue asistido por un abogado que asumiera su defensa durante el desarrollo del proceso judicial; la investigación se llevó a cabo sin las acciones necesarias y suficientes y los magistrados negaron las garantías procedimentales mínimas.

      El fallo se sostuvo en la llamada doctrina del parens patriae13, lo que supone la negación de garantías al menor, de las cuales sí goza una persona mayor, basada en la idea de que un niño tenía derecho no a la libertad, sino a la custodia. La sentencia fue dictada por la Corte Suprema de Justicia, compuesta por nueve jueces; de ellos, solo uno votó en contra, debido a que consideraba que la opción no era el castigo sino la rehabilitación del menor14.

      El cuestionamiento del fallo por la comunidad jurídica hizo que, en 1967, la Corte Suprema anulara la sentencia y sentara así un precedente vinculante en relación con las garantías y los derechos de los menores de edad; de tal manera, a decir de Bustos: “Los aspectos más importantes de dicha sentencia, motivarían que todos los Estados modifiquen sus leyes juveniles, por considerar que eran anticonstitucionales” (Bustos, 1992, p. 21).

      De esta manera se estableció como un principio jurídico, que sería posteriormente incorporado en las normas internacionales de protección de los derechos humanos, que todo adolescente imputado de cometer una infracción tiene los mismos derechos que los adultos. Dicho de otra manera: en un proceso penal contra un adolescente se deben respetar todas las garantías procesales.

      Desarrollado a inicios del siglo XIX, se instituyó sobre la base del positivismo penal, que le atribuye gran importancia a la valoración de la peligrosidad social del delincuente. Tiene como principio formador la utilización del castigo, por lo que se concibió como única forma de sostenimiento del orden social el manejo de sanciones drásticas para los trasgresores de la ley.

      Así, “el derecho antiguo –acaso se debería llamar, mejor, primitivo– multiplicó las sanciones severísimas, que en no pocos casos traducían alguna forma simbólica, también calificada como poética, del Talión” (García Ramírez, 1980, p. 164).

      La norma penal no hacía distinción entre los sujetos que podían responder por su acción, es decir, los imputables, y los inimputables, que no tenían un total desarrollo cognitivo. Esto llevó a que los menores de edad fueran considerados tan responsables penalmente como los adultos:

      En efecto, una vez que el menor ha cometido el acto que en un adulto sería delito, se le somete a detención y enjuiciamiento. La detención se lleva a efecto en vulgares secciones y cuarteles de policía mezclado con delincuentes mayores, prostitutas y toda clase de maleantes. El menor aprende ‘novedades’, se hace duro y pierde incluso la vergüenza,

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