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magnitud y devastación, llevó a la creación de diversas corporaciones públicas y municipales responsables del tema. Los terremotos posteriores han ido obligando a la sociedad a exigir progresivamente estándares de calidad más elevados. Desde que existen cifras censales para la vivienda, se puede señalar que aquellas de hasta 35 m2 aprobadas e iniciadas eran 3.947 en 1980, 12.772 en 1990 y 14.547 en 1998. Aquellas viviendas cuya superficie va de 36 a 70 m2 eran 23.393 en 1980, 50.852 en 1990 y 76.763 en 1998. Como se puede apreciar, la participación porcentual de uno y otro grupo de viviendas en el conjunto de ellas ha permanecido relativamente constante, lo que parece ser el resultado de una política de soluciones habitacionales diversificadas.

      Para comprender mejor este punto conviene recordar que el padre Hurtado no alcanzó a conocer una política pública destinada a la construcción de viviendas sociales, con la sola excepción de la llamada Ley Pereira, orientada más bien a la clase media, promulgada en octubre de 1948 y cuya iniciativa fue de origen parlamentario. Recién en los gobiernos de Alessandri Rodríguez y Frei Montalva se inició una política pública sistemática, que continúa hasta hoy, para resolver el problema de la insuficiencia de viviendas en todos los sectores sociales, pero particularmente en los de menores ingresos. Los recursos empleados no han sido suficientes para acabar con el déficit y quedan aún amplios sectores sin solución habitacional. Pero no solo el sector público ha asumido esta responsabilidad, sino que también el sector privado se ha incorporado a ella, sea en vinculación con el Estado o en proyectos de propia iniciativa. El mismo Hogar de Cristo, siguiendo la herencia del padre Hurtado, se ha dado a la tarea de ofrecer soluciones habitacionales básicas, comprometiendo donaciones de particulares y un amplio trabajo de voluntariado. La exitosa campaña reciente Un Techo para Chile ha ofrecido soluciones inmediatas a muchas personas sin casa, pero ha ayudado también a despertar la conciencia de toda la población sobre la necesidad que tienen las familias chilenas de resolver esta carencia básica, sin la cual difícilmente pueden constituirse y vivir como familia.

      Si se suman estos datos sociales a los económicos, se puede tener una comprensión más global del período vivido por el padre Hurtado y su comparación con el presente. Como ya se indicó, el período comprendido entre la depresión de 1929 y la Segunda Guerra Mundial puede considerarse el peor de la economía chilena durante el siglo XX. Dominique Hachette, citando un cuadro de Marfán, muestra la impresionante contracción de las exportaciones sufridas por el país en la década del treinta. Tomando el año 1928 como base 100, las exportaciones físicas cayeron a 31 en 1932 para recuperarse hacia fines de la década (102 en 1937 y 96 en 1938). No se produce, sin embargo, igual recuperación en los “términos de intercambio”. Sobre la misma base 100 en 1928 se reduce a 63 en 1932 y termina la década en 59 en 1938, es decir, casi en la mitad. Algo similar ocurre en el PIB por habitante. Cae 47% entre 1928 y 1932, y recupera el nivel de 1928 solo en 1945.

      Señala Hachette que la reacción proteccionista de la mayor parte de los países frente a la depresión redujo las posibilidades de compensar la caída de los precios con un aumento del volumen importado. Se abandonan las políticas de libre comercio y se dificulta seriamente el comercio internacional. También en Chile, la única solución disponible fue la reducción drástica de las importaciones, lo que repercutió negativamente sobre el consumo, la producción, el empleo, aumentando dramáticamente el desempleo. El cierre de la economía durará por aproximadamente 40 años. “Los déficits fiscales resultantes –continúa el autor–, aún modestos, tenían que desembocar forzosamente en inflación, que de haber sido un fenómeno irregular en el pasado, pasa a ser una constante a partir de 1936, con tasas que fluctúan entre 2,2% y 30%, acelerándose después de la Segunda Guerra”.

      Tal situación llevó a que se implantaran en las dos décadas siguientes, y no solo en Chile sino en toda América Latina, políticas caracterizadas por el intervencionismo del Estado, el proteccionismo frente a la influencia exterior, los controles de precios, de las tasas de interés, del tipo de cambio y de los salarios. Recién hacia finales de los setenta se dan las condiciones para una nueva apertura significativa de la economía chilena al comercio internacional con la consiguiente reactivación del sector exportador. Entre 1975 y 1981, el PIB crece a una tasa de 7,2 en el período (6 años), lo que significa un crecimiento de 5,4 del PIB per cápita. Después de una drástica caída en los dos años recesivos de 1981-1983, durante 15 años, entre 1983 y 1998, el crecimiento del PIB alcanza una tasa de 6,9 y de 5,2 en el PIB per cápita. En la década de los noventa se hace un gran esfuerzo por controlar la inflación, que pasa de 27,3 en 1990 a 4,7 en 1998, lo que combinado con el efecto del crecimiento sobre el empleo y los ingresos y el incremento del gasto social por parte del sector público, permite que el país logre reducir significativamente la pobreza.

      Con todo, el problema de la pobreza no está resuelto. Particularmente, se observa que salir de la pobreza no es necesariamente un hecho irreversible para las personas. La estabilidad macroeconómica del país es el factor más seguro. Pero la precariedad del empleo, la necesidad de una innovación tecnológica constante exigida por la globalización en el contexto de una deficiente calidad de la educación y el deterioro de los vínculos familiares en muchos hogares, son algunos de los más importantes factores vinculados a este ir y venir a uno y otro lado del umbral de pobreza. El desempleo amenaza fuertemente a quienes tienen pocas posibilidades de capitalización de sus ingresos y se transforma en uno de los mayores peligros en la percepción del riesgo. La contracción resultante de la demanda agregada retroalimenta las perspectivas del desempleo, resultando difícil la ruptura de este círculo vicioso no obstante la rebaja del precio del dinero.

      Pese a las dificultades de la actual coyuntura, el país que conoció el padre Hurtado y el actual, tanto desde el punto de vista económico como social, es muy distinto. Al menos, desde el punto de vista de las cifras estadísticas. ¿Y le importan a un santo las cifras? Ciertamente no, en el sentido de que cada ser humano es único e irrepetible, una criatura de Dios, llamado a la filiación adoptiva. No es un mero ejemplar de la especie, un caso de entre 15 millones de casos. Por eso el legado del padre Hurtado está hoy tan vigente como antaño. Pero al mismo tiempo habría que decir que a él le importaban también las cifras. Así lo muestra en su carta a Pío XII. Las cifras permiten comprender los órdenes de magnitud que asume la realidad social en los diferentes contextos históricos y, por lo mismo, el volumen del esfuerzo necesario de desplegar para obtener una convivencia más justa y más humana. De poco sirve mantener o mejorar los porcentajes cuando crece constantemente y en términos absolutos el denominador. Es lo que sucede en particular con la pobreza, que aunque disminuya en porcentaje, tal reducción no se refleja automáticamente en los números absolutos.

      Este mismo razonamiento habría que aplicarlo también a una de las más profundas motivaciones con que el padre Hurtado escribe su carta al Papa: la situación de los católicos y la incredulidad de la población. Señala en dicha carta que “cruzando de un extremo a otro el país como asesor nacional de la juventud de la Acción Católica no he podido encontrar una sola parroquia en que 10% del total de la población vaya a la misa dominical, lo que significaría el 25% de quienes están obligados a hacerlo”. Si consideramos que según la encuesta nacional sobre la Iglesia realizada en el 2001 el 74,4% de la población se declara católica y que de entre ellos solo el 22,9% declara asistir a la misa dominical, las cifras porcentuales sobre la participación dominical que entrega el padre Hurtado no se alejan mucho de las actuales. Pero teniendo en cuenta el incremento demográfico, esta cifra representa un gran crecimiento en números absolutos. Sería difícil incluso encontrar el espacio físico suficiente para recibir una mucho mayor cantidad de feligreses, ya que hablamos de alrededor de 2.600.000 personas que dicen realizar esta práctica dominical. Con todo, en términos relativos, no parece que la inquietud del padre Hurtado haya encontrado una adecuada respuesta, más todavía si se compara la cifra de los practicantes católicos con el 55,6% de los evangélicos que declara asistir al servicio religioso una vez a la semana.

      Si observamos, con datos de la misma encuesta, la distribución de los practicantes por estrato socioeconómico, encontramos que entre los católicos el 34,2% pertenece al nivel alto, el 21% al nivel medio y el 20,9% al nivel bajo, lo que pondera en conjunto el 22,9% antes señalado, mientras que entre los evangélicos el 66,9% pertenece al nivel alto, el 61,2% al nivel medio y el 51,3% al nivel bajo, ponderando en conjunto el 55,6% antes mencionado.

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